Victoria Aveyard

La Reina Roja


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sabe que no me refiero sólo a hoy.

      —Allá está el taller de Salla, el del toldo azul —señala a una calle lateral donde se encuentra un local diminuto apretujado entre dos cafeterías—. Ahí estaré si me necesitas.

      —No voy a necesitarte —replico en el acto—. Aunque las cosas salieran mal, no te involucraré.

      —Bueno —dice ella, y aprieta mi mano un segundo—. Cuídate. Hoy hay más gente que de costumbre.

      —Y más lugares donde esconderse —sonrío.

      —Pero también más agentes —concluye con voz grave.

      Seguimos andando, nos acercamos a cada paso al momento en el que ella me dejará sola en este sitio desconocido. El pánico se apodera de mí cuando ella retira con cuidado la mochila de mis hombros. Estamos frente a su taller.

      Para calmarme, hago un repaso entre dientes:

      —No hables con nadie. No establezcas contacto visual. No te detengas. Sal por el mismo punto por donde llegaste, la Puerta del Huerto. El agente te quitará la cinta y seguirás tu camino —Gisa asiente con sus ojos bien abiertos mientras hablo, cautelosa, y tal vez hasta esperanzada—. Son quince kilómetros hasta casa.

      —Quince kilómetros hasta casa —repite.

      Deseando con todas mis fuerzas poder acompañarla, la veo desaparecer bajo el toldo azul. Ella me trajo hasta aquí. Ahora es mi turno.

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      CUATRO

      He hecho esto miles de veces, mirar al gentío como un lobo mira a un rebaño de ovejas. Busco al débil, al lento, al incauto. Sólo que esta vez la presa soy yo. Podría elegir a un raudo que me atrapara en medio segundo o, peor todavía, a un susurro que sintiera mi presencia a kilómetro y medio de distancia. Hasta la niña telqui podría vencerme si las cosas se pusieran difíciles. Así pues, debo ser más rápida y sagaz que nunca y, por si fuera poco, tener también más suerte que nunca. ¡Es enloquecedor! Por fortuna, nadie presta atención a una ayudante Roja más, a otro insecto que corretea a los pies de los dioses.

      Me dirijo de nuevo a la plaza, con los brazos colgando a los lados, sueltos pero listos para entrar en acción. Mi danza consiste normalmente en esto, atravesar las partes más congestionadas de un tumulto y dejar que mis manos prendan bolsas y monederos como telarañas atrapando moscas. No soy tan tonta para intentarlo aquí. En cambio, sigo a la gente por la plaza. Mis fantásticos alrededores ya no me deslumbran, así que ahora veo más allá, las grietas en la piedra y los agentes de seguridad de uniforme negro que hay en cada sombra. El increíble mundo plateado adquiere entonces una forma más clara. Los Plateados apenas se miran, y nunca sonríen. La niña telqui parece aburrida mientras da de comer a su extraña criatura, y los comerciantes ni siquiera regatean. Sólo los Rojos parecen vivos, volando entre los lentos hombres y mujeres que disfrutan de una vida mejor. Pese al calor, el sol y los luminosos estandartes, yo nunca había visto un lugar tan frío.

      Lo que más me preocupa son las negras cámaras de video ocultas en las copas de los árboles o en los callejones. En la aldea hay unas cuantas, en el puesto de Seguridad o en el ruedo, pero aquí cubren todo el mercado. Puedo oírlas zumbar, como para recordarme que alguien vigila.

      La marea de la multitud me lleva por la avenida principal, frente a tabernas y cafeterías. Algunos Plateados están reunidos en un bar al aire libre, en donde miran pasar a la gente mientras disfrutan de sus bebidas matutinas. Un puñado de ellos ven pantallas fijas en las paredes u otras que cuelgan de los arcos. Cada una proyecta algo distinto, desde viejos combates hasta noticias y programas vistosos que yo no entiendo; todo se confunde en mi cabeza. El agudo silbido de las pantallas y el ruido distante de la energía estática zumba en mis oídos. No sé cómo pueden soportarlo. Pero los Plateados ni se inmutan, e ignoran los videos casi por completo.

      La Mansión proyecta sobre mí una sombra tenue y me descubro mirándola otra vez con ridícula veneración. Justo en este instante, un zumbido me hace reaccionar. Al principio parece el timbre del ruedo, el que usan para dar por iniciada una Gesta, pero éste es diferente. Grave, y en cierto modo más sonoro. Sin pensarlo, me vuelvo hacia él.

      En el bar que hay junto a mí, todas las pantallas pasan ahora el mismo programa. No es un discurso del rey, sino un anuncio informativo. Hasta los Plateados se detienen a mirar, en absorto silencio. Cuando el zumbido termina, comienza el reporte. Una mujer rubia y regordeta, Plateada sin duda, emerge en la pantalla. Lee un escrito y parece intranquila.

      “Plateados de Norta, ofrecemos una disculpa por la interrupción. Hace trece minutos se produjo un ataque terrorista en la capital”.

      Los Plateados que me rodean lanzan exclamaciones que desencadenan murmullos de temor.

      Yo sólo atino a parpadear, incrédula. ¿Un ataque terrorista? ¿Contra los Plateados?

       ¿Acaso es posible?

      “Se trata de un ataque coordinado contra edificios gubernamentales en Arcón oeste. Según los primeros informes, se reportan daños en el Tribunal del Reino, en el Arca del Tesoro y en el Palacio del Fuego Blanco, aunque ni el Tribunal ni el Tesoro estaban en funciones esta mañana”.

      La locutora da paso a imágenes de un edificio en llamas. Agentes de seguridad desalojan a los ocupantes mientras ninfos combaten las llamas con agua. Sanadores, a los que se distingue por una cruz roja y negra en el brazo, corren para todos lados entre ellos.

      “La familia real no se encontraba en su residencia de Fuego Blanco, y no se reportan víctimas hasta el momento. Se espera que el rey Tiberias dirija un mensaje a la nación en el curso de la próxima hora”.

      Un Plateado que está junto a mí aprieta el puño y golpea la barra; deja rajaduras como de telaraña en el tablero de roca sólida.

      —¡Son los lacustres! ¡Están perdiendo en el norte y por eso bajan al sur a atemorizarnos!

      Algunos se unen al comentario, maldicen a la comarca de los Lagos.

      —¡Deberíamos acabar con ellos, y avanzar hasta las Praderas! —agrega otro.

      Muchos expresan su acuerdo con aplausos. Yo tengo que hacer un esfuerzo para no poner en su sitio a estos cobardes, que nunca verán el frente ni enviarán a pelear a sus hijos. Su guerra plateada se paga con sangre roja.

      Mientras las imágenes continúan mostrando el momento en que la fachada de mármol del Tribunal se hace añicos o cómo un muro de cristal de diamante resiste una bola de fuego, una parte de mí se siente contenta. Los Plateados no son invencibles. Tienen enemigos que pueden lastimarlos, y por una vez, no se esconden detrás de un escudo rojo.

      La locutora regresa, más pálida que nunca. Alguien le indica algo fuera de pantalla, y ella revuelve sus apuntes con manos temblorosas.

      “Parece que una organización se ha atribuido la responsabilidad del atentado en Arcón”, tartamudea. Los alborotadores callan al instante, ansiosos de oír el mensaje en la pantalla. “Un grupo terrorista que se hace llamar la Guardia Escarlata dio a conocer hace unos momentos este video”.

      “¿La Guardia Escarlata?”, “¿Quién diablos…?”, “¿Es una broma…?” y otras preguntas de asombro surgen en la taberna. Nadie había oído hablar hasta ahora de la Guardia Escarlata.

       Pero yo sí.

      Así llamó Farley a su organización. Suya y de Will. Pero ellos son contrabandistas, los dos, no terroristas, dinamiteros ni cualquier otra cosa que la televisión pueda decir. Es una coincidencia, no pueden ser ellos.

      La pantalla ofrece entonces una visión aterradora. Una mujer aparece frente a una cámara temblorosa, lleva la cara cubierta con una pañoleta escarlata que sólo deja ver sus vivaces ojos