Victoria Aveyard

La Reina Roja


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la Guardia Escarlata y abogamos por la libertad e igualdad de todos los hombres…!”, dice la mujer.

      Reconozco su voz.

       Farley.

      “¡…comenzando por los Rojos!”

      No necesito ser un genio para saber que un bar lleno de Plateados frenéticos y violentos es el último sitio en el que una chica Roja querría estar. Pero no puedo moverme. No puedo dejar de mirar la cara de Farley.

      “¡Ustedes se creen los amos del universo, pero su imperio como reyes y dioses está llegando a su fin! Mientras no nos reconozcan como seres humanos, como sus iguales, la guerra estará en su puerta. No en un campo de batalla, sino en sus ciudades. En sus calles. En sus casas. Ustedes no nos ven, pero estamos en todas partes”. Su voz resuena con autoridad y aplomo. “¡Y nos levantaremos, Rojos como el amanecer!”

       Rojos como el amanecer.

      Terminan las imágenes y la rubia retorna, boquiabierta. Los clamores ahogan el resto del programa mientras los Plateados que hay en el bar recuperan su voz. Berrean contra Farley, la llaman terrorista, asesina, diablo rojo. Antes de que sus miradas caigan sobre mí, salgo a la calle.

      Pero a lo largo de la avenida, desde la plaza hasta la Mansión, desde cada bar y cada cafetería, hay Plateados iracundos que van saliendo. Yo intento arrancar la cinta roja de mi muñeca, pero la maldita cosa no cede. Los Rojos desaparecen entre los callejones y las entradas, en un intento por huir, y yo tengo la cordura de seguirlos. Justo cuando encuentro un callejón, se desata el vocerío.

      Miro imprudentemente por encima del hombro y veo que agarran a un Rojo del cuello, que suplica a su atacante Plateado:

      —¡Suélteme, no sé nada, yo no sé quiénes diablos son esas personas…!

      —¿Qué es la Guardia Escarlata? —le vomita el Plateado de frente. Lo reconozco, es uno de los ninfos que jugaban con los pequeños hace menos de media hora—. ¿Quiénes son?

      Antes de que el pobre Rojo pueda contestar, una cascada furiosa le da en la cara. El ninfo eleva una mano y el agua sube, moja al Rojo de nuevo. Otros Plateados rodean la escena, se burlan jubilosos, animan a su camarada. El Rojo escupe y jadea, en lo que trata de recuperar el aliento. Proclama su inocencia cada vez que puede, pero el agua no para. El ninfo, con ojos bien abiertos de odio, no da indicios de refrenarse. Saca agua de las fuentes, de cada vaso, la descarga sin límite.

      Lo están ahogando.

      El toldo azul es mi faro, y me guía por las calles colmadas de pánico mientras esquivo a Rojos y Plateados por igual. El caos suele ser mi mejor aliado y facilita mi trabajo como ladrona. Nadie nota que le falta el monedero mientras huye de una muchedumbre. Pero Kilorn y las dos mil coronas ya no son mi prioridad. Sólo pienso en recoger a Gisa y salir de la urbe, que sin duda se convertirá en una cárcel. Si cierran las puertas… No quiero ni pensar qué sucedería si quedara atascada aquí, atrapada detrás del cristal con la libertad justo fuera de mi alcance.

      Los agentes corren en todas direcciones, sin saber qué hacer ni a quién proteger. Un grupo escaso rodea a unos Rojos, a los que obligan a ponerse de rodillas. Los Rojos tiemblan y ruegan, repiten sin cesar que no saben nada. Yo apostaría que soy la única en toda la ciudad que, antes de hoy, ya había oído hablar de la Guardia Escarlata.

      Esto me hace estremecer de temor otra vez. Si me capturan, si les digo lo poco que sé, ¿qué le harán a mi familia? ¿A Kilorn? ¿A Los Pilotes?

       No puedo permitir que me atrapen.

      Uso los puestos del mercado para esconderme y corro lo más rápido que puedo. La calle principal es una zona de guerra, pero yo no quito la vista del frente, del toldo azul que hay más allá de la plaza. Paso por la joyería y bajo el ritmo. Una sola alhaja podría salvar a Kilorn. Pero durante el segundo que me lleva detenerme, un pedazo de vidrio me pasa rozando la cara. En la calle, un telqui tiene los ojos fijos en mí, y apunta de nuevo. No le doy la oportunidad de repetirlo y me largo, escabulléndome bajo cortinas, puestos y brazos extendidos hasta que regreso a la plaza. Antes de darme cuenta de lo que ocurre, el agua se agita a mis pies mientras atravieso la fuente a toda prisa.

      Una espumosa ola azul me da de lado y me derriba en el agua revuelta. No es profunda, tan sólo sesenta centímetros, pero parece como si fuera plomo. No puedo moverme, no puedo nadar, no puedo respirar. Apenas puedo pensar. Lo único que mi mente consigue hacer es gritar ¡Ninfo!, y recuerdo al pobre Rojo de la avenida, ahogándose de pie. Me golpeo la cabeza en la piedra del fondo y veo estrellas, chispas, antes de que mi vista se aclare. Cada palmo de mi piel se electriza. El agua cambia a mi alrededor, se vuelve normal otra vez y yo salgo a la superficie. Mis pulmones vuelven a llenarse de aire que quema mi nariz y mi garganta, pero no me importa. Estoy viva.

      Unas manos pequeñas pero vigorosas me agarran del cuello y tratan de sacarme de la fuente. Gisa. Mis pies resbalan en el fondo y caemos juntas al suelo.

      —¡Tenemos que irnos! —grito, y me paro apresuradamente.

      Gisa ya corre delante de mí, hacia la Puerta del Huerto.

      —¡Qué lista! —grita por encima del hombro.

      No puedo evitar voltear a la plaza mientras la sigo. Una turba de Plateados llega en tropel, y busca entre los puestos como lobos hambrientos. Los pocos Rojos que quedan se encogen de miedo en el piso y piden compasión. Y en la fuente de la que acabo de huir, un hombre de cabello anaranjado flota bocabajo.

      Mi cuerpo tiembla, cada nervio de mí se enciende en llamas conforme avanzamos a empujones hacia la puerta. Gisa me toma de la mano y abre paso para ambas entre la multitud.

      —Quince kilómetros hasta casa —murmura—. ¿Lograste lo que querías?

      El peso de la vergüenza me aplasta mientras sacudo la cabeza. No hubo tiempo. Apenas alcancé a marchar por la avenida antes de que empezaran las noticias. No pude hacer nada.

      Gisa pone cara larga, que se dobla en una arruga diminuta.

      —Ya se nos ocurrirá algo —dice, con un tono de voz tan desesperado como yo me siento.

      Pero la puerta se eleva delante de nosotras, se acerca a cada segundo. Esto me llena de pavor. Una vez que la atraviese, una vez que abandone este lugar, es un hecho que Kilorn tendrá que irse.

      Y creo que es por eso que ella lo hace.

      Antes de que yo pueda detenerla, sujetarla o jalarla, la hábil manita de Gisa se escurre en la bolsa de alguien. Pero no de cualquiera, sino de un Plateado que busca ponerse a salvo. Un Plateado con ojos de plomo, nariz dura y hombros anchos que parecen gritar: “No te metas conmigo”. Gisa podrá ser una artista con el hilo y la aguja, pero no es una carterista. Él tarda un segundo completo en darse cuenta de lo que ocurre. Y entonces alguien levanta a mi hermana de la superficie.

      Es el mismo Plateado. Aunque ahora son dos. ¿Gemelos?

      —No es un buen momento para hurgar en los bolsillos de los Plateados —dicen al unísono.

      Y luego son tres, cuatro, cinco, seis, los que nos rodean entre la gente. Se multiplican. Este Plateado es un clonador.

      La cabeza me da vueltas.

      —Ella no quiso hacer nada malo, es sólo una niña tonta…

      —¡Soy sólo una niña tonta! —exclama Gisa, tratando de patear a su captor.

      Ellos ríen, produciendo un ruido horripilante.

      Yo me arrojo sobre Gisa, para ayudarla a zafarse, pero uno de ellos me tira al suelo de un empujón. La piedra dura del camino deja sin aire mis pulmones y yo jadeo, sin poder hacer nada mientras uno de los idénticos me pone un pie en el vientre para contenerme.

      —¡Por favor! —exhalo, pero nadie me escucha ya.

      El