Victoria Aveyard

La Reina Roja


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hogar.

      —Ya basta de huir —dice, y se engancha en el aparato.

      —Ya basta de huir —confirmo, más para mí que para él.

      El equipo rechina a causa de la presión y sube a mi padre al zaguán. Yo subo más rápido por las escaleras, así que lo espero arriba, donde, sin decir palabra, lo ayudo a zafarse.

      —¡Vaya porquería! —rezonga cuando desprendemos por fin el último broche.

      —A mamá le encantará saber que saliste de casa.

      Él voltea a verme con dureza, me toma de la mano. Aunque ya casi no trabaja, reparando baratijas y tallando en madera para los chicos, sus manos siguen estando ásperas y encallecidas, como si acabara de regresar del frente. La guerra no se va nunca.

      —No se lo digas a tu madre.

      —Pero…

      —Sé que parece una nadería, pero es mucho. Ella creerá que es un pequeño paso en un largo camino, ¿sabes? Primero salgo de casa en la noche, luego durante el día, más tarde voy al mercado con ella como hace veinte años. Después, las cosas vuelven a ser como antes —sus ojos se nublan al decir esto y se esfuerza por no dejar de hablar con voz baja y serena—. Nunca mejoraré, Mare. Jamás voy a sentirme mejor. No puedo darle esperanzas a tu madre, no cuando sé que nunca se cumplirán. ¿Entiendes?

       Demasiado bien, papá.

      Él sabe lo que la esperanza me ha hecho a mí, y se dulcifica.

      —¡Cómo quisiera que las cosas fueran distintas!

      —Todos querríamos que fuera así.

      Pese a las sombras, puedo ver la mano fracturada de Gisa cuando subo al desván. Ella suele dormir hecha un ovillo, enrollada bajo una manta ligera, pero ahora está tendida bocarriba, con el brazo lesionado sobre un montón de ropa. Mamá la volvió a entablillar, lo que mejoró mi modesto intento de ayuda, y el vendaje está recién hecho. No necesito luz para saber que su pobre mano está llena de moretones. Duerme inquieta, se mueve en la cama, pero su brazo permanece inmóvil. Hasta dormida, le duele.

      Quisiera tocarla, pero ¿cómo compensar los terribles sucesos de hoy?

      Saco la carta de Shade de la cajita donde guardo su correspondencia. Al menos esto me calmará. Sus bromas, sus palabras, su voz atrapada en el papel me tranquilizan siempre. Pero mientras releo vagamente la carta, me invade una sensación de pavor.

      “Rojo como el amanecer…”, dice el mensaje. Ahí está, más claro que el agua. Las palabras de Farley en el video, el grito de guerra de la Guardia Escarlata de puño y letra de mi hermano. La frase es demasiado rara para ignorarla, demasiado peculiar para no hacerle caso. Y la oración que sigue: ver salir el sol más radiante… Mi hermano es listo, pero práctico. No le interesan las auroras ni los amaneceres, y menos aún las frases ingeniosas. Nos levantaremos resuena en mí; pero en lugar de oír la voz de Farley en mi cabeza, oigo la de mi hermano. Nos levantaremos, Rojos como el amanecer.

      Por alguna razón, Shade lo sabía. Hace semanas, antes del atentado, antes del video de Farley, él ya sabía acerca de la Guardia Escarlata y trató de avisarnos. ¿Por qué?

       Porque es uno de ellos.

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      SEIS

      Cuando la puerta se abre de golpe al amanecer, no tengo miedo. Los escrutinios de Seguridad son habituales, aunque por lo general sólo recibimos uno o dos al año. Éste será el tercero.

      —Vamos, Gee —murmuro, mientras ayudo a mi hermana a dejar su catre y bajar las escaleras.

      Ella se mueve con dificultad, apoyada en su mano fuerte, y mamá nos espera en la planta baja. Envuelve a Gisa en sus brazos, pero no me quita los ojos de encima. Para mi sorpresa, no parece molesta, y ni siquiera decepcionada de mí. Por el contrario, su mirada es dulce.

      Dos agentes esperan junto a la puerta con el arma colgando al costado. Los reconozco, son del puesto de la aldea, pero hay alguien más con ellos, una joven vestida de rojo que porta una insignia en el pecho, una corona de tres colores. Es una asistente real, una Roja al servicio del rey, deduzco y empiezo a entender. Ésta no es una inspección rutinaria.

      —Se nos somete a registro e incautación —reclama mi padre, diciendo lo que cree que es su deber cada vez que esto sucede.

      Pero en lugar de separarse para hurgar en nuestra casa, los agentes de seguridad se mantienen inmóviles.

      La joven da un paso al frente y, para mi horror, se dirige a mí.

      —Mare Barrow, has sido llamada a Summerton.

      La mano sana de Gisa toma una de las mías, como si de esta forma pudiera retenerme.

      —¿Qué? —logro balbucear.

      —Que has sido llamada a Summerton —repite ella, y señala en dirección a la puerta—. Nosotros te escoltaremos. Avanza, por favor.

      Un llamamiento. A una Roja. Nunca en mi vida había oído algo semejante. ¿Por qué yo? ¿Qué hice para merecer esto?

      Pensándolo bien, soy una delincuente, y quizás hasta me consideren terrorista por mi asociación con Farley. Mi cuerpo es un manojo de nervios, cada músculo está tenso y al acecho. Tendré que correr, aunque los agentes bloquean la puerta. Será un milagro si consigo llegar a una ventana.

      —Tranquila, todo está en orden después de lo de ayer —dice la asistente riendo, aunque confunde el origen de mi sobresalto—. La Mansión y el mercado están bajo control. Avanza, por favor.

      Para mi sorpresa, ella sonríe, mientras los agentes de seguridad ciñen sus armas. Esto me hiela la sangre.

      Oponerse a la Seguridad, oponerse a un llamamiento real, significaría la muerte, y no sólo para mí.

      —De acuerdo —farfullo, mientras desprendo mi mano de la de Gisa. Ella se adelanta para apresarme, pero nuestra madre la aleja—. ¿Nos veremos pronto?

      La pregunta queda flotando en el aire y yo siento que la mano tibia de papá roza mi brazo. Se está despidiendo. Los ojos de mamá se anegan en lágrimas contenidas, y los de Gisa tratan de no parpadear para recordar hasta el último segundo de mí. Yo no tengo nada que dejarle. Pero antes de que pueda entretenerme más o ponerme a llorar, un agente me toma del brazo para apartarme.

      Las palabras que siguen se abren paso entre mis labios, aunque salen apenas como algo más que un murmullo:

      —Los quiero.

      La puerta se cierra entonces detrás de mí, echándome de mi casa y de mi vida.

      Atravesamos la aldea a toda prisa por la calle que conduce a la plaza del mercado. Pasamos por la ruinosa casa de Kilorn. Él acostumbraba estar despierto a estas horas, a medio camino del río para iniciar temprano sus labores, cuando aún está fresco, pero esos tiempos han quedado atrás. Supongo que ahora duerme hasta mediodía, para disfrutar de las pocas comodidades que puede antes de alistarse. Parte de mí quisiera gritarle adiós, pero no lo hago. Él irá a husmear después, me buscará y Gisa se lo contará todo. Riendo para mis adentros, recuerdo que Farley me espera hoy para que le pague una fortuna. Se llevará un chasco.

      En la plaza nos aguarda un flamante vehículo negro. Cuatro ruedas, ventanas de cristal, diseño impecable: parece una fiera lista para devorarme. El agente sentado en los controles pisa el acelerador cuando nos acercamos, escupe humo negro en el aire fresco de la mañana. Me meten atrás sin decirme nada y la asistente apenas alcanza a deslizarse a mi lado antes de que el vehículo arranque, corriendo por la calle a velocidades que yo no habría imaginado nunca. Éste será mi primer y último viaje en un transporte así.