desplazan a una plataforma alta rodeada de cortinas transparentes. Yo corro tras ellos y choco con la fila justo en el momento en el que se abre otra serie de puertas, directamente entre el palco real y la entrada de sirvientes.
Empezamos.
Mi mente retrocede al Huerto Magno, a las criaturas bellas y despiadadas que se hacen llamar seres humanos. Todas ellas ostentosas y presumidas, con duras miradas y peor genio. Estos Plateados, las Grandes Casas como Walsh las llama, no serán distintos. Incluso podrían ser peores.
Entran en manada, como un rebaño de colores que se distribuye por el Jardín Espiral con una gracilidad fría. Las diversas familias, o Casas, son fáciles de distinguir; todos sus miembros visten del mismo color. Lila, verde, amarillo, negro, un arcoíris de matices en dirección al palco de su familia. Yo pierdo la cuenta rápidamente. ¿Cuántas Casas hay? El gentío no deja de incrementarse, y algunos se detienen a charlar mientras otros se abrazan con rigidez. Me doy cuenta de que esto es una fiesta para ellos. Es probable que tengan pocas esperanzas de que de aquí salga una reina, así que esto es una mera diversión.
Pero algunos no parecen estar de ánimo festivo. Una familia de cabello plateado y atavíos de seda negra se sienta en concentrado silencio a la derecha del palco del rey. El patriarca de la Casa tiene barba puntiaguda y ojos negros. Más abajo cuchichea una Casa de color azul marino y blanco. Para mi sorpresa, reconozco a uno de los suyos. Sansón Merandus, el susurro que vi hace unos días en la plaza. A diferencia de los otros, él mira misteriosamente al suelo, con su atención puesta en otra parte. Tomo nota mental de no topar con él, ni con sus mortales aptitudes.
Curiosamente, no veo a ninguna mujer en edad de casarse con un príncipe. Tal vez se preparan en otro lado y esperan con ansia su oportunidad de ganar una corona.
De cuando en cuando, alguien oprime en su mesa un botón de metal con forma cuadrada para que se encienda una luz, lo cual indica la necesidad de un sirviente. Aquél de nosotros que esté más cerca de la puerta respectiva debe acudir al llamado, mientras los demás seguimos a la espera de nuestro turno para servir. Como es de suponer, tan pronto como me acerco a su puerta, el detestable patriarca de los ojos negros pulsa el botón de su mesa.
Doy gracias al cielo por mis pies, que nunca me han fallado. Paso casi saltando entre el gentío, bailando en medio de los cuerpos diligentes mientras el corazón me late con fuerza en el pecho. En vez de robarles, estoy aquí para servirles. La Mare Barrow de la semana pasada no sabría si reír o llorar de esta versión de sí misma. Pero ella fue una tonta, y ahora pago el precio de su estupidez.
—¿Señor? —pregunto ante el patriarca que pidió el servicio. Aunque mentalmente me propino un par de insultos. No digas nada, es la primera regla, y ya la he incumplido.
Él no parece notarlo y se limita a alzar un vaso de agua vacío con mirada de aburrimiento.
—Juegan con nosotros, Ptolemus —se queja ante un joven musculoso que tiene a su lado y el cual imagino que es el desafortunado portador del nombre Ptolemus.
—Un alarde de poder, padre —señala éste; se termina su propio vaso, me lo tiende y lo tomo sin pensarlo—. Nos hacen esperar porque pueden.
Aluden a la familia real, que aún está por hacer acto de presencia. Pero oír a estos Plateados hablar así de ella, con tanto desdén, resulta desconcertante. Los Rojos insultamos al rey y los nobles si podemos salirnos con la nuestra, pero pienso que ése es nuestro derecho exclusivo. Estas personas no han sufrido un solo día en su vida. ¿Qué problemas podrían tener entre ellas?
Quiero quedarme y escuchar, pero hasta yo sé que eso va contra las reglas. Me vuelvo y subo los escalones hasta la salida. Aquí hay una pileta oculta detrás de unas flores de color vivo, quizá para que yo no tenga que atravesar el pretendido ruedo a fin de reabastecerme de agua. Pero en este momento se oye cómo un tono metálico y agudo recorre el lugar, muy parecido al que da principio a las fiestas del Primer Viernes. Resuena en varias ocasiones y deja oír una melodía suntuosa que anuncia sin duda la entrada del rey. Todas las Grandes Casas se ponen de pie, les guste o no. Veo que Ptolemus le vuelve a murmurar algo a su padre.
Desde mi atalaya, escondida detrás de las flores, estoy al nivel del palco del monarca, un poco más atrás. Mare Barrow, a sólo unos metros del rey. ¿Qué pensaría mi familia o Kilorn al respecto? Este hombre nos manda a la muerte y yo me he convertido sin más ni más en su ayudante. Qué asco.
El rey entra con brío, pavoneándose. Aun visto desde atrás, es mucho más gordo de lo que parece en las monedas y la televisión, aunque también más alto. Viste un uniforme rojo y negro de corte militar, aunque dudo que lo haya usado un solo día en las trincheras. Son los Rojos los que mueren ahí. Insignias y medallas destellan en su pecho, como testimonio de cosas que no ha hecho nunca. Incluso porta una espada dorada, pese a los numerosos guardias que lo rodean. La corona que sostiene en la cabeza me es familiar, de oro rojo y hierro negro trenzados, cada punta es una llama crepitante y ondulada. Parece arder sobre su cabello negro salpicado de canas. Qué apropiado, porque este rey es un quemador, como lo fue su padre, y el padre de su padre, y así sucesivamente. Destructivos y poderosos reguladores del calor y el fuego. Antes, nuestros reyes quemaban a disidentes con sólo un toque flamígero. Puede que este rey ya no queme a los Rojos, pero nos sigue matando con guerra y ruina. Conozco su nombre desde que era niña e iba a la escuela, aún deseosa de aprender, como si eso hubiera podido llevarme a algún lado. Tiberias Calore VI, rey de Norta, Flama del Norte. Un verdadero trabalenguas. Yo escupiría su nombre si pudiera.
Le sigue la reina, quien inclina la cabeza en señal de saludo a la multitud. Mientras que las ropas del rey son oscuras y austeras, el atuendo azul marino de ella es fresco y ligero. Se inclina solamente ante la Casa de Sansón, cuyos colores observo que viste. Han de ser parientes, a juzgar por su aire de familia. Ella ostenta el mismo cabello rubio cenizo y la misma sonrisa mordaz, que la hacen parecer un gato montés.
Por amedrentador que sea el aspecto que exhibe la familia real, no es nada comparado con los guardias que la escoltan. Aunque yo soy una Roja nacida en el fango, sé cómo son ellos. Todos saben cómo es un centinela, porque nadie quiere encontrarse con uno de ellos. Flanquean al rey en cada emisión, en cada discurso o decreto. Como siempre, sus uniformes parecen de fuego, con colores que oscilan entre el rojo y el anaranjado, al tiempo que sus ojos brillan detrás de aterradoras máscaras negras. Cada uno porta un rifle negro rematado con fulgurantes bayonetas plateadas, que podrían cortar el hueso. Sus habilidades son más terribles que su apariencia: guerreros de elite de diferentes Casas Plateadas, entrenados desde niños, que han jurado lealtad eterna al rey y su familia. Eso es suficiente para hacerme temblar. Pero las Grandes Casas no temen.
De algún sitio en lo profundo de los palcos surge un alarido: “¡Muera la Guardia Escarlata!”, grita alguien, y otros lo siguen en el acto. Yo siento un escalofrío al recordar los acontecimientos de ayer, tan lejanos ahora. Qué rápido podría cambiar esta gente…
El rey parece descontento y palidece entre el ruido. No está habituado a arrebatos como éste, y casi protesta por la gritería.
—¡La Guardia Escarlata está siendo atacada, al igual que todos nuestros enemigos! —ruge Tiberias, haciendo resonar su voz sobre la multitud, que calla como ante el estallido de un látigo—. Pero no es eso lo que nos reúne ahora. Hoy estamos aquí para honrar la tradición, ¡y ningún demonio rojo nos lo impedirá! Hoy celebramos el rito de la prueba de las reinas para que surja la más talentosa de las hijas y se case con el hijo más noble. En esto hallamos la fuerza para unir a las Grandes Casas y el poder para asegurar el régimen plateado hasta el fin de los tiempos, y derrotar a nuestros enemigos dentro y fuera de nuestras fronteras.
—¡Fuerza! —contesta el público a voz en grito. Es estremecedor—. ¡Poder!
—¡Ha llegado de nuevo el momento de enarbolar este ideal, y mis dos hijos honrarán nuestra más solemne costumbre! —mueve la mano y dos figuras pasan al frente, flanqueando a su padre. No consigo ver sus caras, pero ambos son altos y de cabello negro, como el rey. Visten también uniformes militares—. El príncipe Maven, de