los vuelvo a abrir, estoy en brazos de Shade, y lo estrecho lo más fuerte que puedo. Mientras me acurruco en su pecho, hago una mueca de dolor. Me arde la oreja y retrocedo al ver gotas de sangre roja en la camisa de mi hermano. Gisa y yo agujeramos de nuevo nuestros oídos con el diminuto regalo de Shade. Supongo que yo lo hice mal, como todo. Esta vez siento la sombra antes de verla. Y parece enfadada.
Ella me arrastra por un desfile de recuerdos, todos ellos son heridas abiertas que no sanan aún. Algunos incluso son sueños. No, pesadillas. Mis peores pesadillas.
Un mundo nuevo se materializa a mi alrededor, para formar un paisaje nublado de humo y cenizas: El Obturador. Jamás he estado ahí, pero he oído lo bastante para imaginarlo. El terreno es plano, formado por cráteres de un millar de bombas. Los soldados con uniformes Rojos manchados se encogen en cada cráter, como la sangre que llena una herida. Yo paso flotando entre ellos, examino sus caras, en busca de los hermanos que he perdido a causa del humo y la metralla.
Bree es el primero en aparecer, forcejea en un charco de lodo con un lacustre vestido de azul. Quiero ayudarle, pero sigo flotando hasta que lo pierdo de vista. Después viene Tramy, quien se agacha junto a un soldado herido para impedir que muera desangrado. Nunca olvidaré sus gritos de dolor y frustración. Tampoco a él puedo ayudarlo.
Shade espera delante, aventaja incluso a los guerreros más valientes. Está plantado en una cresta, sin considerar el riesgo de las bombas, las armas ni el ejército lacustre que hay al otro lado. Incluso tiene agallas para sonreírme. Yo sólo puedo mirar cuando el suelo bajo sus pies hace explosión y lo convierte todo en una columna de humo y cenizas.
—¡Alto! —consigo gritar, mientras tiendo el brazo al humo que una vez fue mi hermano.
Las cenizas toman cuerpo, moldean nuevamente la sombra. Ésta me cubre hasta que una oleada de recuerdos vuelve a volcarse sobre mí. Papá al llegar medio muerto a casa. El alistamiento de Kilorn. La mano de Gisa. Todo se confunde, un remolino de colores demasiado vivos que hieren mis ojos. Algo no está bien. La memoria retrocede en el tiempo, como si yo viera mi vida en reversa. Y entonces surgen hechos que no es posible que recuerde: el momento en el que vi a mi hermana por primera vez, cuando aprendí a caminar, cuando mis hermanos me pasaban como una pelota entre ellos mientras mamá los reprendía. Esto es imposible.
“Imposible”, me dice la sombra. La voz es tan aguda que temo que me parta el cráneo. Caigo de rodillas, choco con lo que parece concreto.
Y entonces ellos ya no están. Mis hermanos, mis padres, mi hermana, mis recuerdos, mis pesadillas han desaparecido. Concreto y barrotes de acero se alzan a mi alrededor. Una jaula.
Me pongo en pie con dificultad y me llevo una mano a mi dolorida cabeza, mientras comienzo a ver claramente las cosas. Una figura me mira al otro lado de los barrotes. Una corona reluce en su cabeza.
—Haría una reverencia, pero parecería adulación —le digo a la reina Elara, y de inmediato quisiera no haberlo hecho.
Ella es una Plateada; no le puedo hablar así. Podría mandarme al cepo, quitarme mis raciones, castigarme, castigar a mi familia. No, comprendo, cada vez más horrorizada. Ella es la reina. Podría matarme. Podría matarnos a todos.
Pero ella no parece ofendida. En cambio, casi sonríe. Siento náuseas cuando nuestras miradas se cruzan, y me doblo en dos una vez más.
—Eso vale para mí como una reverencia —dice entre dientes, se ve que disfruta mi dolor.
Yo contengo el impulso de vomitar y alargo los brazos para agarrarme de las rejas. Mi puño se cierra alrededor del frío acero.
—¿Qué me van a hacer?
—No quedo mucho por hacerte ya. Pero esto… —mete una mano entre los barrotes para tocarme la sien, con lo que triplica mi dolor y me hace caer contra las rejas, con apenas bastante consciencia para sujetarme—, esto es para evitar que hagas una tontería.
Siento ganas de llorar, pero me recompongo de una sacudida.
—¿Una tontería como sostenerme en pie? —logro proferir.
El dolor casi no me deja pensar, y menos aún ser educada, pero me las arreglo para contener un torrente de maldiciones. ¡Mare Barrow, controla tu lengua, por favor!
—Como electrocutar algo —espeta la reina.
Gracias a que el dolor cede, reúno fuerzas suficientes para llegar a la banca de metal. Hasta que apoyo la cabeza en la fría pared de piedra asimilo las palabras de la señora. Electrocutar.
El recuerdo de las piezas dentadas cruza por mi mente. Evangeline, el escudo de rayos, las chispas y yo. No es posible.
—Tú no eres Plateada. Tus padres son Rojos, tú eres Roja y tu sangre también lo es —murmura la reina, mientras da vueltas frente a los barrotes de mi jaula—. Eres un milagro, Mare Barrow, una imposibilidad. Algo que ni siquiera yo puedo entender, y eso que ya lo vi todo de ti.
—¿Era usted? —pregunto casi chillando, y alzo los brazos de nuevo para sostener mi cabeza—. ¿Estuvo usted en mi mente? ¿En mis recuerdos? ¿En mis pesadillas?
—Si quieres conocer a alguien, conoce sus temores —parpadea frente a mí como si yo fuera una tonta—. Además, tenía que saber con qué estamos tratando.
—No soy un objeto.
—Lo que eres aún está por verse. Pero deberías dar gracias de una cosa, niña relámpago —dice ella con sorna, y apoya la cara contra las rejas. Las piernas se me engarrotan de repente, pierdo toda sensación, como si me hubiera sentado mal. Como si estuviera paralizada. El pánico sube por mi pecho mientras veo que ni siquiera puedo mover los dedos de los pies. Así ha de ser como se siente papá, inútil y abatido. Pero, de un modo u otro, consigo levantarme, y mis piernas se vuelven a mover, para llevarme hasta las rejas. La reina me mira desde el otro lado. Pestañea al compás de mis pasos. Ella es un susurro y juega conmigo. Cuando estoy lo bastante cerca, toma mi cara entre sus manos. Yo me quejo mientras el dolor en mi cabeza se multiplica. ¡Qué no daría ahora por la simple condena del reclutamiento!—. Hiciste eso frente a cientos de Plateados, personas que formularán preguntas, personas con poder —sisea ella en mi oído, y mi cara queda envuelta en su aliento empalagoso—. Ésa es la única razón de que sigas viva.
Aprieto las manos e invoco de nuevo el relámpago, pero no aparece. Ella sabe lo que hago y ríe con desfachatez. Detrás de mis ojos explotan estrellitas que nublan mi vista, pero oigo cómo la reina se marcha en un torbellino de seda rumorosa. Recupero la vista justo cuando su vestido desaparece al dar la vuelta a una esquina, y me quedo completamente sola en la celda. Apenas consigo volver a la banca, contengo el impulso de vomitar.
El agotamiento me acomete en oleadas, comienza por los músculos y se hunde en mis huesos. No soy más que un ser humano, y los humanos no estamos hechos para enfrentar días como hoy. Sobresaltada, reparo en que mi muñeca está descubierta. La cinta roja ha desaparecido, me la quitaron. ¿Qué podría significar esto? las lágrimas luchan por salir, pero no voy a llorar. Me queda mucho orgullo todavía.
Puedo contener las lágrimas, pero no las preguntas ni la duda que corroe mi corazón.
¿Qué me pasa?
¿Qué soy?
Cuando abro los ojos, veo que un agente de Seguridad me mira al otro lado de los barrotes. Sus botones de plata brillan bajo la débil luz, pero no son nada comparados con el resplandor de su calva.
—Deben decirles a mis familiares dónde estoy —suelto de pronto, mientras me enderezo.
Al menos les dije que los quiero, evoco nuestros últimos momentos.
—Mi único deber es llevarte arriba —replica él, aunque sin sarcasmo. Este individuo es un dechado de tranquilidad—. Cámbiate de ropa.
Me doy cuenta entonces de que mi cuerpo está