Victoria Aveyard

La Reina Roja


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ropa es simple pero fina, más suave que la que me haya puesto nunca; una camisa blanca de manga larga y un pantalón negro, ambos decorados con una raya plateada a cada lado. También hay zapatos: una botas negras lustradas que me llegan a las rodillas. Para mi sorpresa, no hay una sola puntada roja en estas prendas. Por qué, no sé. Mi desconocimiento se ha vuelto ya una constante.

      —Listo —mascullo, al subir la última bota por mi pierna con algo de dificultad.

      Mientras la bota se acomoda en su sitio, el agente voltea. No oigo el tintineo de las llaves, pero tampoco veo una cerradura. Ignoro cómo piensa sacarme de mi jaula sin puertas.

      Pero en vez de abrir una entrada oculta, da un tirón con la mano y las barras de metal se pandean. ¡Claro! Este carcelero es un…

      —Magnetrón, sí —dice él mismo, moviendo los dedos—. Y por si acaso te lo preguntaras, la joven a la que estuviste a punto de freír es mi prima.

      Casi me ahogo con el aire de mis propios pulmones, sin saber cómo reaccionar.

      —Lo lamento.

      Parece una pregunta.

      —Lamenta no haber acabado con ella —repone él, sin ánimo de burla—. Evangeline es una arpía.

      —¿Es un rasgo típico de familia? —mi boca se mueve más rápido que mi cerebro, y reprimo una exclamación, al ver lo que acabo de decir.

      Pero en vez de reprenderme por hablar cuando no debo, el agente esboza una sonrisa.

      —Supongo que lo descubrirás por ti misma —dice con una mirada dulce—. Soy Lucas Samos. Sígueme.

      No me hace falta preguntar para saber que no tengo otra opción.

      Me guía fuera de la celda, por una escalera de caracol, hasta donde se encuentran al menos doce agentes más. Éstos me rodean sin decir nada, en estudiada formación, y me fuerzan a acompañarlos. Lucas se mantiene junto a mí, siguiéndoles el paso. Ellos no sueltan sus armas, como si estuvieran listos para la batalla en todo momento. Algo me dice que no están aquí para defenderme, sino para proteger a los demás.

      Cuando llegamos a los hermosos niveles superiores, las paredes de cristal son inusualmente oscuras. Vidrios tintados, me digo, recordando lo que Gisa me contó sobre la Mansión del Sol. El cristal de diamante puede oscurecerse a voluntad para ocultar lo que no se debe ver. Obviamente, yo pertenezco a esta categoría.

      Me llevo una fuerte impresión cuando descubro que las ventanas no cambian por efecto de ningún mecanismo, sino de una agente pelirroja. Ésta agita una mano junto a cada pared por la que pasamos, y un poder dentro de ella tapa la luz, al empañar el vidrio con una ligera penumbra.

      —Esta mujer es una sombra, una curvadora de luz —bisbisea Lucas, cuando nota mi estupor.

      También aquí hay cámaras. La piel me hierve cuando siento su mirada eléctrica recorrer mi cuerpo. Normalmente me dolería la cabeza bajo el peso de tanta electricidad, pero esta vez el dolor no aparece. Algo en el escudo me ha hecho cambiar. O quizá liberó otra cosa, una parte de mí que había permanecido encerrada mucho tiempo. ¿Qué soy? Vuelve a resonar en mi cabeza, más ominosamente que antes.

      La sensación eléctrica pasa sólo después de que atravesamos una incalculable serie de puertas. Esos ojos no pueden verme aquí. Llegamos a un salón en el que mi casa podría caber diez veces, con todo y pilotes. Y justo delante de donde estoy, con una mirada ardiente que se funde con la mía, se encuentra el rey, sentado en un trono de cristal de diamante tallado a manera de infierno. Detrás de él, pronto se ensombrece una ventana, que dejaba entrar demasiada luz. Ése podría ser el último destello de sol que veré en mi vida.

      Lucas y los otros agentes me hacen pasar primero, mas no permanecen mucho tiempo ahí. Con sólo una mirada atrás, él los guía afuera.

      El rey está frente a mí, la reina de pie a su izquierda y los príncipes a su derecha. Me niego a ver a Cal, pero sé que sin duda él me contempla, embobado. Mantengo la vista fija en mis botas nuevas, concentrada en los dedos para no ceder al temor que convierte mi cuerpo en plomo.

      —¡Arrodíllate! —murmura la reina, con una voz suave como el terciopelo.

      Debería hacerlo pero mi orgullo no me lo permite. Aun aquí, frente a los Plateados, ante el rey, mis rodillas no se doblan.

      —No —replico, y encuentro fuerzas para alzar la mirada.

      —¿Te gusta tu celda, niña? —pregunta Tiberias, y la sala se llena con su voz majestuosa.

      La amenaza en sus palabras es clara como el día, pero permanezco firme. Él ladea la cabeza, me mira como si yo fuera un experimento por esclarecer.

      —¿Qué quiere de mí? —acierto a preguntar.

      La reina se inclina junto a él.

      —Te lo dije: es Roja de cabo a rabo… —pero el rey la esquiva como si fuera una mosca.

      Ella frunce los labios y da un paso atrás, con las manos apretadas. Se lo merece.

      —Lo que quiero para ti es imposible de hacer —espeta Tiberias.

      Su mirada se enciende, como si quisiera consumirme con ella.

      Recuerdo las palabras de la reina.

      —Bueno, no es culpa mía que usted no pueda matarme.

      Él ríe.

      —No me dijeron que fueras lista.

      Siento un alivio enorme, como cuando un viento fresco se cuela entre los árboles. La muerte no me espera aquí. No todavía.

      El rey tira al suelo un montón de papeles, cubiertos de letra manuscrita. La primera hoja contiene la información básica: mi nombre y fecha de nacimiento, los nombres de mis padres y la mancha oscura de mi sangre. También está ahí mi fotografía, la de mi tarjeta de identidad. Me miro, veo mis ojos aburridos, hastiados de hacer fila para sacar mi foto. ¡Cómo me gustaría poder meterme ahora en esa imagen, en la muchacha que no tenía más problemas que el reclutamiento y un estómago vacío!

      —Mare Molly Barrow, nacida el 17 de noviembre del año 302 de la nueva era, hija de Daniel y Ruth Barrow —recita Tiberias de memoria, poniendo mi vida al descubierto—. No tienes ninguna ocupación y tu llamado a filas está previsto para tu próximo cumpleaños. Vas poco a la escuela, sacas malas calificaciones y tienes una lista de delitos que darían contigo en prisión en casi cualquier parte. Robo, contrabando, resistencia al arresto, por citar unos cuantos. En síntesis, eres pobre, grosera, inmoral, poco inteligente, depravada, rencorosa, terca y una lacra para tu aldea y mi reino.

      Sus rotundas palabras tardan un momento en asentarse, pero cuando lo hacen, no las contradigo. Tiene toda la razón.

      —Sin embargo —se levanta de su trono, y está tan cerca que puedo ver los agudos filos de su corona, y que sus puntas son capaces de matar—, no sólo eres eso, sino también algo que yo no puedo concebir. Roja y Plateada al mismo tiempo, peculiaridad con consecuencias mortíferas que ni tú misma alcanzas a comprender. ¿Qué debo hacer contigo, entonces?

       ¿Me lo está preguntando?

      —Podría soltarme. Yo no diría una sola palabra.

      La súbita risa de la reina me interrumpe.

      —¿Y las Grandes Casas? ¿También ellas van a guardar silencio? ¿Olvidarán a la niña relámpago de uniforme rojo?

       No. Nadie lo hará.

      —Ya conoces mi consejo, Tiberias —añade Elara, con sus ojos fijos en el rey—. Resolverá además nuestros dos problemas.

      Debe ser un mal consejo, malo para mí, porque Cal aprieta el puño. Esta acción atrae mi mirada, y por fin lo veo sin remilgos. Permanece quieto, sereno y callado, justo para lo que estoy segura