Victoria Aveyard

La Reina Roja


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y delgado que el otro, alza la mano en señal de sobrio saludo. Se vuelve a izquierda y derecha, y yo alcanzo a ver su rostro. Aunque es de aspecto serio y señorial, no puede tener más de diecisiete años. Sus rasgos son afilados y tiene ojos azules, su sonrisa podría congelar el fuego: desprecia este esplendor. No puedo menos que coincidir con él.

      —Y el príncipe heredero de la Casa de Calore y de Jacos, hijo de mi difunta esposa, la reina Coriane, beneficiario del reino de Norta y de la Corona Ardiente, Tiberias VII.

      La innegable ridiculez de este título me hace reír tanto que no reparo en el joven que saluda y sonríe. Por fin alzo los ojos, para poder decir que estuve así de cerca del futuro rey. Pero me encuentro mucho más de lo que esperaba.

      Las copas de cristal caen de mis manos sobre la pileta sin romperse.

      Conozco esa sonrisa y esos ojos. Apenas anoche incendiaron los míos. Él me consiguió este trabajo, me salvó de alistarme. Era uno de nosotros. ¿Cómo es posible?

      Él voltea por completo, saludando a su alrededor. No hay duda.

      El príncipe heredero es Cal.

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      SIETE

      Vuelvo a la plataforma de los sirvientes con una sensación de vacío en el estómago. Si acaso había sentido felicidad hasta este instante, se desvanece ahora por completo. No me atrevo a voltear otra vez, verlo ahí con ropas elegantes, cargado de galones y medallas, y justo con los aires de grandeza que no soporto. Como Walsh, él también porta la insignia de la corona en llamas, pero la suya es de mármol negro, diamantes y rubíes. Titila sobre el negro oscuro de su uniforme. ¡Qué diferente de las prendas sencillas que vestía anoche, usadas para no desentonar con pueblerinos como yo! Ahora parece un futuro rey de pies a cabeza, Plateado hasta la médula. Y pensar que confié en él.

      Los demás sirvientes se hacen a un lado, para permitir que me arrastre hasta el último sitio de la fila mientras la cabeza me da vueltas. Él me consiguió este trabajo, me salvó, salvó a mi familia… y es uno de ellos. Peor que uno de ellos. Un príncipe. El príncipe. La persona a la que la totalidad de quienes ocupan esta monstruosidad de piedra en espiral han venido a ver.

      —Todos están aquí para honrar a mi hijo y al reino, de manera que yo los honro a ustedes —ruge el rey Tiberias, haciendo añicos mis pensamientos como si fueran de vidrio. Alza los brazos para señalar los numerosos palcos y sus ocupantes. Aunque yo hago todo lo posible por no quitarle la vista de encima, no puedo hacer otra cosa que mirar a Cal. Él sonríe, pero sus ojos no—. Honro su derecho a gobernar. El futuro rey, el hijo de mi hijo, será de su sangre plateada, y de la mía. ¿Quién osará reclamar su derecho?

      El patriarca de cabello de plata brama en respuesta:

      —¡Yo reclamo la prueba de las reinas!

      En toda la Espiral, los líderes de las diferentes Casas gritan al unísono. “¡Yo reclamo la prueba de las reinas!”, repiten, conservando una tradición que yo no entiendo.

      Tiberias sonríe y asiente.

      —Comencemos entonces. Lord Provos, si me hace el favor.

      El rey voltea en el acto, hacia la que supongo es la Casa de Provos. El resto de la Espiral sigue la dirección de su mirada, y los ojos de todos van a dar a una familia vestida de dorado con rayas negras. Un viejo de cabello gris cruzado por blancos mechones, avanza. Con su extraña vestimenta, parece una avispa a punto de clavar el aguijón. Hace un movimiento brusco con la mano y no sé qué esperar.

      La plataforma se tambalea de súbito, ladeándose. Yo no puedo menos que saltar, y casi choco con el sirviente que tengo a mi lado, mientras resbalamos por un carril invisible. Con el alma en un hilo veo que también el resto del Jardín Espiral rota. Lord Provos es un telqui, y mueve la estructura por carriles preestablecidos con sólo el poder de su mente.

      La estructura entera gira bajo su mando hasta que el escenario ajardinado se ensancha en un círculo enorme. Las terrazas bajas retroceden, para alinearse con los niveles superiores, y la espiral se convierte en un cilindro inmenso abierto al cielo. Mientras las terrazas fluyen, el escenario se sumerge, hasta detenerse a casi seis metros bajo el palco inferior. Las fuentes se vuelven cascadas, se vuelcan desde lo alto del cilindro hasta su base, donde llenan pozas angostas y profundas. Tras un último resbalón, nuestra plataforma hace alto sobre el palco del rey, lo que nos ofrece una vista perfecta de todo, incluido el escenario que hay allá bajo. Esto tarda menos de un minuto, durante el cual Lord Provos transforma el Jardín Espiral en algo mucho más siniestro.

      Pero cuando Provos vuelve a tomar asiento, el cambio no ha terminado aún. El zumbido de la electricidad aumenta hasta hacerlo crepitar todo a nuestro alrededor, lo que me para los vellos de los brazos de punta. Una luz violácea brilla cerca de la base del Jardín, y echa chispas con la energía que procede de puntos minúsculos e invisibles en la piedra. Ningún Plateado se levanta para controlar esto como hizo Provos antes. Entiendo por qué. Esto no es obra de un Plateado, sino una maravilla de la tecnología, de la electricidad. Relámpagos sin truenos. Los haces de luz se entrecruzan y cortan, y tejen una red brillante y cegadora. Me duelen los ojos de sólo mirarla, como si me clavaran puñales afilados en la cabeza. No sé cómo pueden soportarlo los demás.

      Los Plateados parecen sobrecogidos, intrigados con algo que no pueden controlar. En cuanto a los Rojos, miramos boquiabiertos, sumergidos en un temor reverente.

      La red se cristaliza mientras la electricidad se expande y se ramifica. Y entonces, tan súbitamente como llegó, el ruido termina. Los rayos se congelan, se solidifican en pleno vuelo y producen un escudo transparente de color púrpura entre el escenario y nosotros. Entre nosotros y lo que pueda aparecer allá.

      Mi mente se desboca, preguntándose qué podría requerir un escudo de relámpagos. Un oso no, tampoco una manada de lobos, ni cualquiera de las singulares fieras del bosque. Ni siquiera las criaturas mitológicas, los grandes felinos, los tiburones de los mares o los dragones que representarían un peligro para los abundantes Plateados que hay acá arriba. ¿Y por qué tendría que haber bestias en la prueba de las reinas? Se supone que ésta es una ceremonia para elegir soberanas, no para luchar contra monstruos.

      Como si me respondiera, el suelo del círculo de estatuas, convertido ahora en el pequeño centro de la base del cilindro, se ensancha. Sin pensarlo, me muevo hacia delante, con la esperanza de ver mejor. Los demás sirvientes se aglomeran a mi lado, queriendo ver qué horrores puede generar este aposento.

      La joven más pequeña que haya visto nunca emerge de la oscuridad.

      La aclamación asciende mientras una Casa de seda color café y gemas rojas aplaude a su hija.

      —¡Rohr, de la Casa de Rhambos! —prorrumpe la familia, anunciándola al mundo.

      La chica, que no tiene más de catorce años, sonríe a los suyos. Es menuda en comparación con las estatuas, pero curiosamente sus manos son grandes. El resto de ella parece proclive a ser arrebatada por una brisa fuerte. Da una vuelta al cerco de estatuas, sin dejar de sonreír hacia arriba. Posa su mirada en Cal, quiero decir en el príncipe, al que intenta atraer con sus ojos de liebre, o con la sacudida ocasional de su cabello castaño rubio. En suma, parece ridícula. Hasta que se acerca a una estatua de sólida piedra y arranca su cabeza de un solo golpe.

      La Casa de Rhambos habla de nuevo:

      —¡Colosa!

      Bajo nuestra presencia, la pequeña Rohr destruye en un instante el escenario y convierte las estatuas en pilas de polvo al tiempo que resquebraja el suelo que pisan las plantas de sus pies. Es como un terremoto en forma modestamente humana que lo destruye todo a su paso.

      Así que de esto trata el concurso.

      Una puesta en escena violenta, hecha para exhibir la belleza y el esplendor de las jóvenes, y su fuerza. La hija más talentosa. Esto