Victoria Aveyard

La Reina Roja


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agente de Seguridad, el mismo que nos dejó entrar esta mañana, llega con aire decidido, arma en mano.

      —¿Qué es todo esto? —aúlla, mientras mira a los Plateados idénticos.

      Uno por uno, ellos vuelven a fundirse, hasta que solamente quedan dos: el que sujeta a Gisa y el que me tiene inmovilizada en el suelo.

      —¡Es una ladrona! —dice uno, sacudiendo a mi hermana.

      Hay que reconocer que ella no grita.

      El agente la reconoce, y su rostro insensible se arruga durante una fracción de segundo.

      —Conoces la ley, niña.

      Gisa baja la cabeza.

      —Sí, la conozco.

      Yo hago todo lo posible por librarme, para impedir lo que viene a continuación. Un cristal se hace añicos en ese momento, cuando una pantalla cercana se rompe y chisporrotea a causa de los disturbios. Eso no distrae al agente, quien toma a mi hermana y la tira al piso.

      Mi voz hace explosión y se une al barullo del caos.

      —¡Fui yo! ¡Fue idea mía! ¡Castíguenme a mí!

      Pero ellos no escuchan. No les importa.

      Sólo puedo observar mientras el agente tiende a mi hermana a mi lado. Gisa me mira a los ojos al tiempo que él descarga en ella la cacha de su pistola, y le destroza los huesos de la mano con la que cose.

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      CINCO

      Kilorn me encontrará dondequiera que yo intente esconderme, así que no me detengo. Corro como si pudiera dejar atrás lo que le causé a Gisa, la forma en que le fallé a Kilorn, cómo lo destruí todo. Pero ni siquiera pude escapar de la mirada de mi madre cuando llevé a Gisa hasta la puerta de nuestra casa. Vi la sombra de la desesperación en su rostro y corrí antes de que mi padre apareciera en su silla de ruedas. No habría podido enfrentarlos a ambos. Soy una cobarde.

      Así que corro hasta que ya no puedo pensar, hasta que se desvanecen todos los malos recuerdos, hasta que sólo puedo sentir que los músculos me arden. Incluso me digo a mí misma que las lágrimas que corren por mis mejillas son gotas de lluvia.

      Cuando al fin aminoro el paso para recuperar el aliento, estoy fuera de la aldea, y he avanzado un par de kilómetros por el terrible camino del norte. Las luces se filtran entre los árboles en una curva e iluminan una hostería, una de las muchas que hay en los viejos caminos. Está a reventar, como cada verano, llena de sirvientes y trabajadores estacionales que siguen a la corte real. Ellos no viven en Los Pilotes, no conocen mi cara, de manera que son presa fácil para el robo. Todos los veranos hago lo mismo, y Kilorn siempre me acompaña, sonriendo junto a una bebida mientras me mira trabajar. Supongo que ya no veré su sonrisa mucho tiempo.

      Unos hombres salen de la hostería tropezando y soltando risotadas, borrachos y felices. Sus monederos tintinean, pesados con el salario del día. Dinero plateado por servir, sonreír e inclinarse ante monstruos vestidos como señores.

      Yo causé mucho daño hoy, mucho dolor a quienes más quiero. Debería dar la vuelta e irme a casa, para al menos enfrentarme a ellos con un poco de valor. En cambio, me acomodo bajo las sombras de la hostería, contenta de permanecer en la oscuridad.

       Supongo que para lo único que sirvo es para causar dolor.

      No pasa mucho tiempo antes de que las bolsas de mi saco se llenen. Los borrachos salen cada pocos minutos y yo me apretujo contra ellos, exhibiendo una sonrisa enorme para ocultar mis manos. Nadie se da cuenta, a nadie le importa siquiera, cuando yo desaparezco de nuevo. Soy una sombra, y nadie recuerda a las sombras.

      La medianoche llega y se va y yo sigo aquí, esperando. Arriba, la luna es un recordatorio brillante del tiempo, de que debería haberme ido hace mucho. Un último bolsillo, me digo. Uno más y me marcharé. Lo he estado diciendo durante la última hora.

      No me lo pienso dos veces cuando sale el cliente siguiente. Mira al cielo y no me ve. Es demasiado fácil estirar la mano, demasiado fácil enganchar el cordón de su portamonedas con un dedo. Ya debería saber que aquí nada es fácil, pero los disturbios y la mirada vacía de Gisa me han atontado de dolor.

      Su mano prende mi muñeca con puño firme e inusualmente caliente mientras me aleja de las sombras. Intento oponer resistencia, escurrirme y correr, pero es demasiado fuerte. Cuando voltea, el fuego en sus ojos despierta temor en mí, el mismo temor que sentí esta mañana. Pero aceptaré cualquier castigo que él pueda requerir. Me lo merezco.

      —Ladrona —dice, con una rara sorpresa en la voz.

      Yo parpadeo, conteniendo la risa. Ni siquiera tengo fuerzas para protestar.

      —Obviamente.

      Fija sus ojos en mí, lo examina todo, desde mi cara hasta mis gastadas botas, lo que hace que me muera de vergüenza. Tras un largo momento, suspira y retira el puño. Asombrada, lo único que puedo hacer es mirarlo. Cuando una moneda de plata gira en el aire, apenas estoy lo bastante alerta para atraparla. Un tetrarca. Un tetrarca de plata vale una corona entera. Mucho más que los centavos robados que llevo en las bolsas.

      —Esto debería bastar para que te las arregles —dice él antes de que yo pueda reaccionar.

      A la luz de la hostería, sus ojos despiden reflejos de oro rojizo, el color de la cordialidad. Los años que he pasado calando a la gente no me fallan, ni siquiera ahora. Su cabello negro es demasiado brillante, su piel demasiado pálida para que sea un simple sirviente. Pero su físico parece más el de un leñador, con hombros anchos y piernas fuertes. Es joven, un poco mayor que yo, aunque ni de cerca tan seguro como tendría que ser cualquier chico de diecinueve o veinte años de edad.

      Debería besarle las botas por haberme soltado y haberme hecho ese regalo, aunque mi curiosidad puede más que yo. Siempre es así.

      —¿Por qué?

      La pregunta es cruel. Pero después de un día como hoy, ¿cómo podría comportarme de otra manera?

      Desconcertado por mi interrogación, él se encoge de hombros.

      —La necesitas más que yo.

      Quiero arrojarle la moneda a la cara, decirle que puedo cuidarme sola, pero una parte de mí no es tan necia. ¿El día de hoy no te ha enseñado nada?

      —Gracias —suelto a regañadientes.

      No sé por qué, él se ríe de mi renuente gratitud.

      —No te ofendas —avanza, se acerca. Es la persona más rara que he conocido—. Vives en la aldea, ¿no?

      —Sí —hago una mueca para mí.

      Con mi cabello desteñido, mi ropa sucia y mi mirada de frustración, en qué otro lugar podría vivir. Él contrasta vivamente conmigo: camisa fina y limpia, zapatos de piel suave que emiten destellos. No se está quieto mientras lo miro, y juguetea con su cuello. Lo pongo nervioso.

      Palidece a la luz de la luna con ojos traviesos.

      —¿Te gusta? —me pregunta, para desviar la atención—. ¿Vivir allá?

      Su pregunta casi me hace reír, pero parece que él no le ve la gracia.

      —¿A alguien le podría gustar? —respondo al fin y me pregunto a qué diablos juega.

      Pero en vez de contestar rápido, con una réplica ingeniosa como lo haría Kilorn, se queda callado y una mirada sombría asoma en su rostro.

      —¿Ya te vas? —dice de pronto, mientras señala el camino.

      —¿Por qué? ¿Te asusta la oscuridad? —inquiero intencionadamente, mientras cruzo