Victoria Aveyard

La Reina Roja


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mis nervios. Pero no es una sensación desagradable. De hecho, me siento… viva. Como si hubiera pasado ciega toda mi vida y acabara de abrir los ojos hace apenas un instante. Algo se mueve bajo mi piel, pero no son las chispas. Miro mis manos, mis brazos, me maravillo del rayo mientras se desliza sobre mí. Mi ropa se quema, se calcina por el calor, pero mi piel no cambia. El escudo sigue intentando matarme, pero no puede.

      Todo está mal.

       Yo estoy viva.

      El escudo despide humo negro, y comienza a partirse y cuartearse. Las chispas son más radiantes, más feroces, pero también más débiles. Yo trato de incorporarme, ponerme en pie, pero el escudo se hace pedazos bajo mis talones y vuelvo a precipitarme al vacío.

      De un modo u otro, caigo sobre un montón de tierra no cubierta de metal dentado. Maltrecha y con los músculos doloridos, es cierto, pero todavía de una pieza. Mi uniforme no corrió con tanta suerte, y casi se está cayendo a pedazos achicharrados.

      Me pongo en pie con dificultad, y siento que otras partes de mi uniforme se desprenden. Arriba de nosotras, los murmullos y las exclamaciones recorren el Jardín Espiral. Siento que todos me observan: la chica Roja quemada. Al pararrayos humano.

      Evangeline me mira fijamente, con los ojos muy abiertos. Parece presa de la furia, la confusión… y el miedo.

      De mí. Por alguna razón, tiene miedo de mí.

      —¡Hola! —digo tontamente.

      Ella contesta con una ráfaga de trozos de metal, todos ellos puntiagudos y mortales, que vuelan directo a mi corazón.

      Sin pensarlo, levanto las manos para protegerme de lo peor de ese ataque. Pero en vez de atrapar con las palmas una docena de cuchillas con picos, siento algo muy diferente. Al igual que antes con las chispas, mis nervios vibran, avivados por un fuego que viene de adentro. Este fuego se mueve en mí, detrás de mis ojos, bajo mi piel, hasta que siento que me rebasa. Luego se vierte desde mi cuerpo en poder y energía puros.

      El chorro de luz, no: el rayo, hace erupción entre mis dedos y quema el metal. Las piezas crepitan y humean, se parten por efecto del calor. Caen inofensivamente al suelo mientras el rayo impacta en la pared del fondo, deja un agujero humeante de más de un metro de ancho y casi arrasa con Evangeline.

      Ella se queda boquiabierta, conmocionada. Seguramente mi aspecto es el mismo que el de ella cuando miro mis manos, mientras me pregunto qué diablos acaba de ocurrirme. En lo alto, un centenar de los Plateados más poderosos se pregunta lo mismo. Cuando alzo la mirada, veo que todos me observan.

      Incluso el rey se inclina sobre el filo de su palco, perfilando contra el cielo su corona llameante. Cal está junto a él, y me mira asombrado.

      —¡Centinelas!

      La voz del rey es aguda como un cuchillo cargado de amenazas. De repente, los uniformes rojo anaranjado de los centinelas resplandecen en casi todos los palcos. Los guardias de elite esperan otra palabra, otra orden.

      Soy buena para robar porque sé cuándo correr. Y éste es uno de esos momentos.

      Antes de que el rey pueda decir cualquier cosa, yo salgo disparada, empujo a la atónita Evangeline y me escurro de pie por la trampilla que sigue abierta en el suelo.

      —¡Deténganla! —resuena la voz detrás de mí cuando caigo en la semioscuridad de la estancia de abajo. La función de metales voladores de Evangeline agujereó el techo, así que sigo viendo el Jardín Espiral. Para mi desaliento, parece como si la estructura se desangrara, pues los centinelas uniformados bajan de sus palcos, todos ellos en mi persecución.

      Sin tiempo para pensar, lo único que puedo hacer es correr.

      La antesala que hay bajo el ruedo da a un pasillo vacío y oscuro. Cámaras negras y cuadradas me ven correr a toda velocidad y dar la vuelta por un pasillo y otro más. Puedo sentirlas, tras de mí como los centinelas, no muy lejos. Corre, repite mi cabeza. Corre, corre, corre.

      Tengo que hallar una puerta, una ventana, algo que me ayude a orientarme. Si pudiera salir, al mercado tal vez, podría tener una oportunidad. Podría.

      El primer tramo de escaleras que encuentro sube a un largo salón con espejos. Pero aquí también hay cámaras, situadas en las esquinas del techo como grandes bichos oscuros.

      Una salva de disparos hace explosión sobre mi cabeza, lo que me obliga a arrojarme al suelo. Dos centinelas, con uniformes del color de la lumbre, hacen trizas un espejo para arremeter contra mí. Son como los de Seguridad, me digo. Torpes agentes que no te conocen. Que no saben qué puedes hacer.

       Pero tampoco yo sé qué puedo hacer.

      Como ellos esperan que corra, hago lo contrario y los embisto. Sus armas son grandes y potentes, pero voluminosas. Antes de que puedan disponerlas para disparar, aturdir o ambas cosas, yo me deslizo de rodillas por el terso piso de mármol entre los dos gigantes. Uno de ellos grita tan fuerte tras de mí que convierte otro espejo en una tormenta de vidrio. Cuando logran cambiar de dirección, yo ya estoy lejos, corriendo otra vez.

      Hallar por fin una ventana es una bendición y una maldición al mismo tiempo. Derrapo y paro frente a un panel gigantesco de cristal de diamante, con vista al ancho bosque. Está justo ahí, al otro lado, más allá de una pared impenetrable.

      Bueno, manos, éste podría ser un buen momento para que hagan lo que ustedes saben hacer. Pero nada sucede, desde luego. Nada sucede cuando más lo necesito.

      Una oleada de calor me toma por sorpresa. Al voltear, veo que un muro rojo y naranja se aproxima, y sé que los centinelas han dado conmigo. Pero el muro está caliente, titilante, casi compacto. Fuego. Y viene directo hacia mí.

      Mi voz es débil, apenas audible, desesperada, cuando yo misma río de mi apuro.

      —¡Vaya, qué maravilla!

      Me vuelvo para salir corriendo, pero choco con un muro amplio de tela negra. Varios brazos fuertes me envuelven y me sujetan mientras trato de zafarme. ¡Electrocútalo! ¡Quémalo!, grito en mi cabeza. Pero no pasa nada. El milagro no va a volver a salvarme.

      El calor aumenta y amenaza con dejar sin aire mis pulmones. Hoy sobreviví al relámpago; no quiero tentar a la suerte con el fuego.

      Pero lo que me matará es el humo. Negro y denso y demasiado fuerte, me asfixiará viva. Siento que todo da vueltas a mi alrededor, y que los párpados me pesan. Oigo pasos, gritos, el rugido del fuego mientras el mundo se oscurece.

      —Lo siento —dice la voz de Cal.

      Creo que estoy soñando.

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      OCHO

      Estoy en el zaguán, veo a mamá despedirse de mi hermano Bree. Ella llora y lo abraza con fuerza. Shade y Tramy aguardan para sostenerla si las piernas le fallan. Sé que también ellos quieren llorar al ver marcharse a su hermano mayor pero no lo hacen, por mamá. Junto a mí, papá no dice nada, se contenta con mirar al legionario. Incluso con su armadura de placa de acero y malla antibalas, el soldado parece pequeño junto a mi hermano. Bree podría comérselo vivo, pero no lo hace. No hace nada cuando el legionario lo toma del brazo y lo separa de nosotros. Entonces aparece una sombra, que lo persigue extendiendo sus alas oscuras y terribles. El mundo da vueltas a mi alrededor y me derrumbo.

      Caigo un año más tarde, con los pies hundidos en el lodo en que chapoteamos bajo nuestra casa. Mamá abraza a Tramy ahora, mientras le suplica compasión al legionario. Shade tiene que apartarla. En algún lugar, Gisa llora por su hermano preferido. Papá y yo guardamos silencio, ahorrándonos nuestras lágrimas.