José María Arnaiz

El papado en la iglesia y en el mundo de hoy


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el centro de la comunión, sino que intervienen y están presentes en todas partes, con un estilo de carácter autoritativo muy parecido al que encontramos en la corte imperial, asociando a la sede romana algunas de las características de la antigua Roma. El apoyo y los donativos de la aristocracia convertida al cristianismo, permitirá a los papas configurarse como los nuevos patronos y señores de Roma, como expresan la construcción de grandes edificios eclesiales, la organización de una numerosa burocracia y el crecimiento de su importancia en el plano eclesial y social.

      Dámaso (366-381), al que podemos considerar propiamente como el primer «papa», demostró ser un buen gestor de la vida comunitaria, prestando especial atención a la liturgia y el culto de los mártires. En relación con las otras Iglesias, participó activamente –aunque de manera bastante errada– en la elección del nuevo obispo de Antioquía y promovió, en competencia con Ambrosio de Milán, el derecho del obispo de Roma a la presidencia de las Iglesias occidentales. Una autoridad confirmada, como hemos visto, por el edicto de Tesalónica, aunque cuestionada por el Concilio I de Constantinopla (381), donde leemos: «El obispo de Constantinopla, por ser esta la nueva Roma, debe tener el primado de honor después del obispo de Roma» (canon 3).

      La línea de actuación iniciada por Dámaso fue continuada por Siricio (384-399), el primero en publicar las «decretales», es decir, cartas con leyes de carácter general para toda la Iglesia y asimismo el primero en atribuir al obispo Roma el «cuidado (sollicitudo) por todas las Iglesias» del que nos habla Pablo (2 Cor 11,28).

      Y a Siricio vendría a sumarse Inocencio I (401-417). Ante las peticiones de consulta por parte de ciertos obispos de Galia e Hispania, afirmó que lo que había enseñado Pedro, era guardado por la Iglesia de Roma y debería ser obedecido por el resto de Iglesias. Fue en su tiempo también cuando Agustín pronunció la famosa frase Roma locuta, causa finita, después de que el papa se hubiese sumado a la condena de Pelagio, que el obispo de Hipona había encabezado.

      Con León Magno (440-461), cuya muerte casi coincide con el del Imperio romano de Occidente, asistimos al final de un período y el inicio de otro, marcado por el gobierno de los pueblos germanos y la división en naciones independientes del antiguo territorio imperial. A este cambio de sociedad se corresponde un nuevo concepto de papado y una nueva manera de ser obispo de Roma, que encontró en la persona de León a su más brillante ejecutor.

      Excepcionalmente preparado en el campo de la política y la teología, disponía incluso de unas excelentes dotes literarias, que quedaron expresadas en sus cartas y homilías. Continúo la política de sus antecesores en el ámbito edilicio y la reforma de la liturgia, aunque tuvo que enfrentarse a la nueva situación política solo, sin el apoyo del poder civil, prácticamente inexistente, como dejó claro la invasión de los hunos liderados por Atila (452) o el nuevo saqueo de Roma por parte de los vándalos de Genserico (455), con éxito en el primer caso y no tanto en el segundo, pues solo evitó que los males fueran mayores.

      Con respecto al primado de Roma establecerá una nueva fundamentación teológica basada en dos factores: la íntima unión entre Cristo y Pedro, príncipe de los apóstoles, por un lado, y la herencia apostólica que perdura en los obispos de Roma, sucesores y vicarios de Pedro, siempre presente en su Iglesia. Para justificar el papel del obispo de Roma empleará no solo categorías de corte jurídico y político, sino que hará un especial hincapié en el papel de Roma como ciudad eterna, con un papel providencial en la evangelización del mundo.

      León Magno mantendrá en todos los casos un exquisito cuidado y respeto al derecho de los obispos de otras Iglesias, a los que considera unidos en el «colegio de la caridad» (Cartas 5,2; 6,1; 12,2), o a los cánones de los sínodos, como demostró en sus intervenciones en Galia e Italia, o incluso en oriente, especialmente en la defensa de la fe de Calcedonia (451), donde participó activamente por medio su Tomo a Flaviano, aceptado por el concilio como perfecta síntesis cristológica y sin duda la aportación más importante de un obispo romano a la teología oriental.

      Pero la ironía de la historia no pudo ser mayor, pues precisamente en este mismo concilio el canon 17 ponía al obispo de Constantinopla como última instancia de recursos para los conflictos entre obispos (sobre todo orientales) y en el canon 28, no aceptado por la sede romana, se establecía la igualdad de derechos y competencias entre Roma y la «nueva Roma», Constantinopla:

      Siguiendo en todo los decretos de los Santos Padres y reconociendo el canon de los 150 obispos... que acaba de ser leído, tomamos y votamos las mismas decisiones respecto a los privilegios de la muy santa Iglesia de Constantinopla, la nueva Roma. En efecto, los Padres acordaron justamente a la sede de la antigua Roma sus privilegios, puesto que esta ciudad es la ciudad imperial. Por el mismo motivo, los 153 piadosos obispos han acordado iguales privilegios a la muy santa sede de la nueva Roma, juzgando con razón que la ciudad que es honrada con la presencia del emperador y del senado y que goza de los mismos privilegios que la antigua ciudad imperial de Roma, es como esta grande en asuntos eclesiásticos, siendo la segunda tras aquella; de manera que los metropolitanos de las diócesis del Ponto, Asia y Tracia, y los obispos de las regiones de estas diócesis situadas en las regiones bárbaras, serán ordenados por la muy santa sede de la muy santa Iglesia de Constantinopla, aunque, bien entendido, cada metropolitano de las susodichas diócesis ordena, con los obispos de la eparquía, como está prescrito por los diversos cánones; pero, como se ha dicho, los metropolitanos de dichas diócesis serán ordenados por el arzobispo de Constantinopla, después de la elección concordante hecha según la costumbre y notificada a este último (canon 28 del Concilio de Calcedonia).

      A pesar de que este canon no se oponía directamente a la primacía romana, su fundamentación de carácter político iba en contra del principio petrino defendido por Roma y suponía un cambio sustancial con respecto a la legislación anterior, al transformar la primacía de honor en primacía de jurisdicción, dotándola además con amplias competencias. De aquí que el canon fuera impugnado por León Magno, como quedó claramente reflejado en una carta que envió al concilio:

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