siendo Félix obispo de Roma, se vio implicado en el episodio de la deposición del entonces obispo de Antioquía, Pablo de Samosata. Este recurrió a la autoridad imperial, que declaró legítimos poseedores de los bienes a los que estuviesen en comunión con los obispos de Italia y Roma. De esta forma se creó un precedente, según el cual la Iglesia de la ciudad imperial, Roma, se convertía en la sede de apelación en el caso de conflictos sin resolver de las Iglesias locales.
Todo esto dio como resultado la idea de que en sus disputas con otras comunidades eclesiales las propuestas de Roma (como la fecha de Pascua, el bautismo de herejes, la disputa penitencial, las cuestiones teológicas…) eran al final aceptadas, a pesar de no contar con los mejores teólogos, quizá por su sentido práctico, lo que le otorgó un gran prestigio y la convicción de que en Roma se conservaba la fe de manera más pura que en otras comunidades.
Sin embargo, el denominado edicto de Milán (313), con el «giro constantiniano» que se produjo con posterioridad, así como la fundación de Constantinopla (330) dieron como resultado una profunda modificación en el papel que el obispo de Roma había jugado hasta este momento.
Por un lado el reconocimiento creciente que iba teniendo la primacía de Iglesia de Roma, sobre todo en la parte occidental, quedó subsumido por la visión que Constantino tenía de la Iglesia como parte integrante del Imperio y, por lo tanto, sujeta a su control, pues él no solo se consideraba emperador, sino también pontífice máximo con la obligación de intervenir en las cuestiones internas de la Iglesia:
Era a la Iglesia de Dios a la que [Constantino] dedicaba una especial preocupación, y cuando surgían diferencias entre unos y otros, según los diferentes países, organizaba sínodos de ministros de Dios, como si por voluntad divina hubiese sido nombrado algo así como un obispo común (Eusebio de Cesarea, Vida de Constantino I,44).
Él era el «obispo de lo de fuera» (Vida de Constantino IV,24), considerado como el «decimotercer apóstol».
Por otro lado la fundación de Constantinopla en la parte oriental del Imperio permitió la aparición ex novo de una gran sede episcopal con pretensiones apostólicas. Una sede que desde el inicio va a intentar contraponerse a Roma, por su común capitalidad, viéndose como la «nueva Roma». Sin embargo, mientras Roma va a verse beneficiada por la lejanía del emperador, que va a ir cambiando de corte a diversos lugares de Italia, lo que permitirá una mayor libertad de movimientos por parte del obispo de Roma, no sucederá lo mismo en Constantinopla, donde el emperador no solo está omnipresente, sino que mantiene una continua injerencia en la vida de la Iglesia constantinopolitana y oriental.
A estos dos acontecimientos, que se produjeron a inicios del siglo IV, habría que añadir otros dos que se fueron desarrollando a lo largo de este siglo y que marcaron profundamente la vida de la Iglesia en este período: la aparición de las provincias eclesiásticas y la crisis arriana.
El crecimiento y expansión de las comunidades cristianas durante el siglo IV, en consonancia con nuevas divisiones que se habían producido en el ámbito imperial, propició la aparición de una nueva unidad organizativa supradiocesana, que agrupaba diferentes provincias y que el Concilio de Nicea (325) denominará eparquía (canon 4), germen de lo que con posterioridad se conocerá como patriarcado.
Sin embargo, el desarrollo de esta organización supralocal no fue uniforme en toda la Iglesia: mientras Oriente lo hará rápidamente (Alejandría será la primera en conseguir esta función centralizadora y con posterioridad Antioquía), Occidente lo hará con posterioridad: la Iglesia africana en torno al obispo de Cartago, Roma para el centro y el sur de Italia, y Milán en el norte. Este nuevo modelo de organización corría el riesgo de hacer desaparecer la conciencia de Iglesia universal atomizada entre los diferentes patriarcados.
Por otra parte, esta división se vio agudizada, sobre todo en Oriente, por la crisis arriana, que supuso no solo un enfrentamiento entre diferentes obispos e Iglesias locales, que se acusaban mutuamente de herejes, sino que cuestionó también la forma anterior de resolver los conflictos eclesiales, por medio de sínodos regionales, ya que diferentes sínodos podían contraponerse entre sí.
El primer intento de resolución ante este grave problema fue la propuesta de un sínodo ecuménico o universal en el que estuviesen representadas todas (o al menos la mayoría) de las comunidades eclesiales. Era una medida muy sensata en sus orígenes, pero tenía como punto débil el hecho de que fuera el emperador, más interesado en la paz del imperio que en la verdad, el encargado de convocar y dirigir estos concilios ecuménicos. Además, podía darse el caso, y así se dio, de que a un sínodo ecuménico se le contrapusiese otro sínodo ecuménico, con las mismas pretensiones de ortodoxia, lo que daba lugar a una especie de división interna y bucle institucional difícil de solucionar.
El segundo intento, propugnado por la Iglesia de Roma, fue la jerarquía de sínodos. Según esta propuesta los concilios menores podían ser anulados por los mayores o de más rango, una propuesta que se apoyaba en la común vinculación e intervención mutua entre las diferentes sedes principales y que tuvo entre sus principales representantes a Julio I (337-352), que en 341 convocó un sínodo en Roma en apoyo de Atanasio y Marcelo de Ancira en contra de lo acordado por los sínodos orientales, ya que para Julio I las decisiones de gran relevancia eclesial necesitaban la aprobación del obispo de Roma, como sucesor de Pedro, que había sido el primer obispo de Roma (Pablo dejaba de tener el papel tan clave que había gozado en la tradición romana):
Ahora quieren algunos, sin habernos informado y después de haber procedido a su propio arbitrio, que nosotros les demos nuestra aprobación sin haber investigado la causa. No es este el tenor de las disposiciones de Pablo, ni tampoco el que se nos han transmitido los Padres. Es una forma de proceder extraña, un uso nuevo. Lo que os escribo es para el bien general; recibidlo, por tanto, con ánimo bien dispuesto, pues lo que hemos recibido del bienaventurado Pedro es lo que yo os transmito (Atanasio, Apología contra arrianos 35).
Por último, a raíz del Concilio de Sárdica (343), donde se produjo una división irreconciliable entre los obispos orientales y occidentales, estos últimos propusieron otro intento de solución: que en caso de condena de un obispo por un concilio provincial, el obispo podía recurrir al obispo de Roma para dictaminar si se debía ratificar la condena o pedir el juicio de apelación a los obispos de su provincia (cánones 3 y 3b).
Aunque esta solución respondía a la praxis occidental y no fue aceptada por los obispos orientales, se vio como un precedente para casos similares: de hecho no será hasta inicios del siglo XIII cuando Inocencio III, papa desde el 1198 al 1216, no proponga la facultad de Roma para intervenir en las «causas mayores», es decir, aquellas que afectan al obispo de otra diócesis.
En cualquier caso la crisis arriana dejó claro que, frente a un oriente dividido y sometido al poder imperial, Roma se mostraba cada vez más firme, sólida y estable, un baluarte en los momentos de graves dificultades, a la que se podía acudir esperando ayuda y auxilio. Y en este sentido el obispo de Roma gozará de una situación privilegiada debido a su larga tradición de preocupación y solidaridad con otras comunidades eclesiales, a la eficacia demostrada en la toma de decisiones sobre materias conflictivas y a su tradición apostólica, como muestra el edicto de Tesalónica, promulgado por el emperador Teodosio I en el año 380, por el que se declaraba al cristianismo como religión oficial del Imperio y donde se ponía como garantes de la auténtica religión católica a Pedro, obispo de Alejandría, y a Dámaso, obispo de Roma, consideradas como las dos sedes más importantes de oriente y occidente respectivamente.
Bien es verdad que las expectativas no correspondían en algunos casos a la realidad y el obispo de Roma no tenía ni la capacidad jurídica, ni los recursos ni el conocimiento adecuado de las diferentes situaciones. De aquí algunas críticas a sus actuaciones, como la realizada por Basilio de Cesarea al papa Dámaso (366-384) con motivo del nombramiento del obispo de Antioquía (cf. Basilio, Carta 70).
3. Desde Dámaso (366-381) a León Magno (440-461):
un papado con pretensiones universales (sollicitudo omnium ecclesiarum)
Con