Ignacio de Antioquía.
El segundo testimonio sobre la generosidad de la Iglesia de Roma lo encontramos unos sesenta años más tarde, en la carta que Dionisio, obispo de Corinto, dirigió a Sotero (166-175), obispo entonces de Roma, carta en la que escribirá:
Desde el principio tenéis esta costumbre, la de hacer el bien de múltiples maneras a todos los hermanos y enviar provisiones por cada ciudad a muchas Iglesias; remediáis así la pobreza de los necesitados y, con las provisiones que desde el principio estáis enviando, atendéis a los hermanos que se hallan en las minas (Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica IV,23,10).
El origen apostólico de la comunidad de Roma la convirtió en un lugar privilegiado de la memoria de la tradición cristiana, al confluir en ella los dos personajes más influyentes del cristianismo, Pablo y Pedro, que habrían sufrido martirio en esta ciudad y cuyas tumbas se encontraban allí.
A todo ello vendría a unirse el hecho de que, mientras en la parte oriental del Imperio había muchas ciudades –como Antioquía, Éfeso o Corinto– vinculadas con los apóstoles, Roma era la única sede apostólica en Occidente (Cartago jamás tuvo esta pretensión), lo que le otorgó un mayor prestigio en esta zona.
Las crisis gnóstica, marcionita y montanista que se produjeron a mediados del siglo II, dieron como uno de sus resultados el reforzamiento de la autoridad de los obispos por diversos medios, entre los que jugaron un papel clave las listas sucesorias episcopales, en cuyo origen se debía encontrar un apóstol.
Haber mantenido una estructura presbiteral de gobierno por más tiempo que otras comunidades no fue inconveniente para que Roma incluyese en sus listas episcopales a algunos de sus más destacados presbíteros, como podemos descubrir hacia el 180 en Ireneo de Lyon, el testimonio más antiguo conservado sobre la sucesión episcopal en Roma y el que tendrá una mayor transcendencia. Hablando de la tradición pública, segura y contrastada de los católicos, certificada por las listas episcopales, frente a las tradiciones secretas de los gnósticos, presenta a la comunidad romana como la única plenamente reconocida en la parte occidental del Imperio (Ireneo escribe desde la Galia) y la que goza de una especial autoridad en este campo:
La tradición de los apóstoles…, que ha sido manifestada en todo el mundo, puede ser considerada en cualquier Iglesia por todos cuantos deseen ver las cosas verdaderas. Y podemos enumerar a quienes fueron instituidos obispos por los apóstoles en las Iglesias y a quienes les han ido sucediendo hasta nosotros: ninguno de ellos ha enseñado ni conocido divagaciones heréticas... Pero, como sería muy prolijo enumerar las sucesiones que se han producido en todas las Iglesias, hablaremos de la mayor de ellas, la más conocida y la más antigua de todas, fundada y constituida en Roma por los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo; la que posee la tradición de los apóstoles y la fe anunciada a los hombres, llegada a nosotros en virtud de la sucesión episcopal; de este modo confundiremos a todos cuantos de una u otra manera, ya por presunción, ya por vanagloria, ya por obcecación y juicio erróneo, se agrupan inoportunamente en otra parte. Es con esta Iglesia, debido a su más poderoso origen [propter potentiorem principalitatem], con la que ha de armonizar necesariamente toda Iglesia, es decir, los que en cualquier lugar permanecen fieles, pues en ella ha sido siempre conservada, por quienes a ella acuden de todas partes, esta tradición recibida de los apóstoles. Habiendo así fundado y edificado la Iglesia, los bienaventurados apóstoles transmitieron su administración episcopal a Lino, al que Pablo menciona en sus epístolas a Timoteo. A este le sucedió Anacleto, tras el cual el episcopado recayó en Clemente, el tercero después de los apóstoles, que conoció a los propios apóstoles y habló con ellos: aún resonaba en sus oídos la predicación de estos, y tenía ante sus ojos la tradición (aunque no era él el único, pues otros muchos habían sobrevivido que habían sido instruidos por los apóstoles). En tiempos de este Clemente, y con ocasión de una muy viva discusión entre los hermanos que estaban en Corinto, fueron escritas importantes cartas por la Iglesia de Roma dirigidas a los Corintios para hacerles volver a la paz, restaurar su fe y enunciar la tradición que hacía poco habían recibido de los apóstoles (Ireneo de Lyon, Contra los herejes III,3,1-25).
Sin embargo, en relación con la preocupación por otras comunidades eclesiales, a finales del siglo II asistimos a un cambio de actitud en los obispos de Roma, que adoptan una serie de medidas para intentar influir en la marcha de otras Iglesias.
Algunas de ellas, como la discusión sobre la fecha de la celebración de Pascua, son ejemplos paradigmáticos de este cambio: mientras que en el año 160 se habían reunido el obispo de Roma, Aniceto, y el de Esmirna, Policarpo, y, tras debatir sobre la cuestión, no se habían puesto de acuerdo, pues ambos tenían tradiciones apostólicas diferentes, pero celebraron en común la eucaristía, se dieron el gesto de la paz y cada comunidad continuó con sus propias tradiciones, en cambio la reunión del año 195 entre Víctor I, obispo de Roma, y Polícrates de Éfeso, representante de las Iglesias de Asia Menor, no tuvo el mismo tono, pues, habiendo concluido como la vez anterior sin acuerdo (a causa de las tradiciones apostólicas diferentes: Pablo y Pedro en el caso romano, Felipe y Juan para las comunidades asiáticas), Víctor excomulgó a las Iglesias de Asia Menor, a pesar de la enérgica protesta de otros obispos (entre ellos Ireneo, haciendo honor a su nombre = «pacífico») y el hecho de que en este período las Iglesias de Asia Menor eran la zona con un mayor número de población cristiana, aparte de ser una de las más influyentes.
2. Desde Víctor I (ca. 190) a Dámaso (381):
Roma, centro de la comunión eclesial
Víctor I representó sin duda el inicio de un nuevo perfil de obispos, con un talante más autoritario tanto hacia afuera, como hemos visto en el caso de Polícrates de Éfeso, como hacia dentro, en respuesta a las tendencias disgregadoras existentes dentro de la comunidad romana. Un perfil que supuso una política de concentración de poder, que tuvo entre algunas de sus expresiones más llamativas la condena de ciertas escuelas cristianas de carácter heterodoxo, la exclusión de Roma de algunos defensores de la celebración de la Pascua según la fecha asiática o su opción por el cambio de la liturgia al latín. El hecho de que fuera el primer obispo de Roma no oriental (procedía de África y era latinoparlante) y el auge del monarquianismo modalista en Roma –un tipo de corriente heterodoxa que resaltaba de manera excluyente la unicidad de Dios– no son ajenos a todo esto.
Los obispos que sucedieron a Víctor I, uno de cuyos representantes más conocidos fue Calixto, y hasta mitad del siglo III, estuvieron más centrados en cuestiones internas de la propia comunidad, propiciando un tipo de Iglesia de carácter popular, frente a ciertas corrientes elitistas contrarias a la política de apertura al pecador arrepentido, muy centralizada jerárquicamente, con una buena organización tanto en el plano asistencial como ministerial, y bastante cerrada a las aportaciones culturales de su tiempo.
Sin embargo, a partir de mediados del siglo III los obispos romanos empezaron a intervenir de nuevo en cuestiones que afectaban a la vida de otras comunidades eclesiales, oponiéndose en algunos casos a las posturas de otras Iglesias u obispos.
Así, Esteban I (254-257) rehabilitó en su cargo a Basílides y Marcial, dos obispos hispanos depuestos por su comunidad y ratificados en su destitución por un sínodo africano presidido por el entonces obispo de Cartago, Cipriano (254). Fue el mismo Esteban I el que se enfrentó también durante los años 255-256 al obispo cartaginés con motivo del bautismo administrado por herejes, considerado como no válido por la Iglesia norteafricana.
Lo novedoso en el caso de Esteban I no es la intervención en otras comunidades eclesiales, algo que ya había hecho con anterioridad el obispo de Roma, sino que esta actuación se legitimase sobre la primacía que la Iglesia de Roma tenía sobre las demás comunidades en base al texto de Mt 16,18-21 («Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia»). La respuesta de Cipriano se convirtió en clásica para toda la Antigüedad: el obispo de Roma tenía auctoritas (autoridad de carácter moral) pero no potestas (poder jurídico) sobre el resto de comunidades.
Esta distinción de Cipriano no parece haber afectado en gran medida al proceso de intervención de Roma en otras comunidades