la purificación previa, al final, dijeron airados: «Si no aceptas satisfacernos en un asunto de tan poca importancia, no podrás quedarte en nuestra provincia». Y lo expulsaron e hicieron que él y su compañía salieran de su reino.
Melito se vio obligado a huir a la Galia, pero el arzobispo de Canterbury le insistió en que debía regresar a Londres, cosa que hizo. Beda cuenta el resto de la historia.
… pero el pueblo de Londres no quiso recibir al obispo Melito y prefirió seguir bajo sus idólatras sumos sacerdotes; pues el rey Eadbald [el gobernante sajón del sur y el centro de Inglaterra] no tenía tanto dominio sobre su reino como había tenido su padre y no fue capaz de devolver al obispo a su iglesia contra la voluntad y sin el consentimiento de los paganos.
El rey Olaf destruye el puente de Londres
Heimskringla
Snorri Sturluson
La narración que hace Snorri Sturluson (1179-1241), historiador, político y poeta islandés, del ataque de Olaf al puente de Londres fue escrita alrededor de 1225 y se basó en las sagas que cantaban los guerreros escandinavos. Este ataque tuvo lugar cerca de 1014, un momento en que las incursiones vikingas asolaban toda Inglaterra y buena parte de Europa. Se cree que ese invierno los vikingos acamparon dentro de las murallas de la antigua ciudad romana.
Ethelred envió una invitación a todos los hombres que quisieran estar a su sueldo para que se unieran a él con el fin de recuperar el país. Entonces mucha gente acudió a su lado y, entre ellos, el rey Olaf con una gran hueste de hombres del norte. Pusieron proa primero a Londres y remontaron el Támesis con su flota, pero los daneses tenían un castillo. Al otro lado del río hay un gran lugar de comercio llamado Sudvirke [Southwark]. Allí los daneses habían levantado grandes obras, cavado vastas trincheras y elevado un baluarte de piedra, madera y tierra en el que habían acantonado un poderoso ejército. El rey Ethelred ordenó un gran asalto; pero los daneses se defendieron valerosamente y el rey Ethelred no pudo conseguir nada. Entre el castillo y Sudvirke había un puente tan ancho que sobre él podían cruzarse dos carros. Sobre el puente se habían levantado barricadas en dirección al río, tanto torres como parapetos de madera, que llegaban casi hasta el pecho, y debajo había pilares que se sumergían hasta el fondo del río. Cuando se lanzó el ataque, las tropas se atrincheraron en el puente por todas partes y allí se defendieron. El rey Ethelred quería tomar el puente cuanto antes y convocó a todos los jefes para consultar cómo destruirlo. El rey Olaf dijo que intentaría colocar a su flota junto al puente si los demás barcos hacían lo mismo. Fue entonces cuando el rey decidió que debían colocar sus fuerzas bajo el puente, y todos aprestaron sus hombres y barcos.
El rey Olaf ordenó que se ataran unas a otras grandes plataformas flotantes de madera; para construirlas derribó casas viejas. Con estas plataformas como tejado, cubrió sus barcos hasta tal punto que sobresalían por los costados. Bajo estas pantallas construyó unos pilares tan altos y fuertes que había sitio bajo ellos para blandir la espada y los tejados eran lo bastante fuertes como para resistir las piedras que les tiraban. Cuando la flota y los hombres estuvieron listos, remaron río arriba, pero cuando se acercaron al puente les llovieron tantas piedras y proyectiles, entre ellos flechas y lanzas, que ni los cascos ni los escudos pudieron resistir y los barcos mismos quedaron gravemente dañados y muchos se retiraron. Pero el rey Olaf y la flota de hombres del norte que lo acompañaba remaron hasta situarse bajo el puente, ataron cables a los pilares que lo sostenían y luego remaron con todas sus fuerzas corriente abajo. Los pilares se estremecieron y se soltaron del fondo. Así pues, como el puente estaba lleno de hombres armados que además habían acumulado muchas piedras y otras armas arrojadizas, y como los pilares estaban sueltos y habían perdido su fijación, el puente cedió y una gran parte de los hombres que en él estaban cayeron al río, y todos los demás huyeron, algunos al castillo y otros a Sudvirke, que a continuación fue asaltada y saqueada. Cuando los que estaban en el castillo vieron que el río Támesis estaba perdido y que no podían evitar que los barcos pasaran río arriba, se asustaron, rindieron la torre y aceptaron a Ethelred como su rey.
Por eso dice Ottar Svarte: «El puente de Londres ha caído. Se ha ganado oro y fama. ¡Truenan los escudos y suenan los cuernos de guerra, Hilrd grita entre el estruendo! ¡Cantan las flechas y chirrían las cotas de malla! ¡Odín le da la victoria a nuestro Olaf!».1
Reconstrucción del ataque vikingo al puente de Londres de 1014. El dibujo es de M. Meredith Williams y fue publicado por primera vez en The Northmen in Britain (Thomas Y. Cromwell Company, Nueva York, 1913). El puente de Londres de los sajones seguía siendo, como el que construyeron los romanos, de madera. En sus diversas encarnaciones, este cruce del río ha existido durante los últimos dos mil años.
En el año 1015, tras casi doscientos años de incursiones vikingas, Canuto, rey de Dinamarca, lanzó una invasión a gran escala y se proclamó también rey de Inglaterra. Exigió altos tributos a los londinenses y alojó daneses por toda la ciudad para evitar rebeliones. Muchos de ellos vivieron en la zona alrededor de la iglesia que todavía se conoce como St. Clement Danes (San Clemente de los daneses). Pero Londres tiene que agradecerle a Canuto que la convirtiera en la capital inequívoca de Inglaterra, desbancando a Winchester, tradicional sede de la casa de Wessex. Cuando esta casa volvió al trono en la persona de Eduardo el Confesor después de que el hijo de Canuto, Hardecanuto, muriera sin descendencia, la capital no se movió de Londres. Eduardo, eso sí, trasladó el palacio de San Pablo a la isla de Thornea,2 donde estaba construyendo su nueva iglesia o minster. Para diferenciarla de San Pablo, la nueva iglesia se denominó Westminster o «Iglesia del oeste».
La abadía de Westminster
Libro de apuntes de Geoffrey Crayon
Washington Irving
Historiador y escritor norteamericano, Washington Irving (1783-1859) no solo fue embajador en España durante unos años (1842-1846), sino que fue el primer escritor estadounidense, quizá junto a Fenimore Cooper, en alcanzar fama universal. El fragmento sobre la abadía de Westminster que reproducimos forma parte del Libro de apuntes, una popular compilación de relatos, folclore y textos sobre viajes que Irving escribió bajo el seudónimo de Geoffrey Crayon y que se publicó por entregas entre 1819 y 1820. Uno de los capítulos del libro está dedicado por entero a la abadía de Westminster, uno de los lugares más visitados de Londres y que permanece prácticamente igual desde que lo visitó el escritor estadounidense, hace casi dos siglos.
En uno de esos sobrios y melancólicos días de finales de otoño en que las sombras de la mañana y las de la tarde tiñen la última decadencia del año de melancolía, pasé varias horas paseando por la abadía de Westminster. En la lúgubre belleza de aquel antiguo edificio hay algo que congenia bien con la estación y, al cruzar su umbral, sentí como si me hubiera trasladado de súbito a los parajes de la Antigüedad y fuera a perderme entre las sombras de épocas pasadas.
Entré desde el patio interior de la escuela de Westminster3 a través de un largo pasadizo abovedado de aspecto subterráneo e iluminado solamente por unos agujeros circulares realizados en sus gruesos muros. Por esta oscura avenida entreví el claustro, en el que un viejo sacristán, vestido con su hábito negro, se movía entre sus bóvedas lóbregas, como si fuera un espectro salido de alguna de las tumbas cercanas. Acercarse a la abadía a través de estos tenebrosos restos monásticos prepara la mente para su solemne contemplación. El claustro todavía conserva algo de la tranquilidad y la reclusión de antaño. Las paredes grises están descoloridas por la humedad y el tiempo las ha agrietado; una capa de moho velludo cubre las inscripciones de los monumentales murales y