quedé sentado durante un tiempo perdido en ese tipo de ensoñación que a veces inspira la música: las sombras del crepúsculo se alargaban a mi alrededor, las tumbas empezaron a parecer cada vez más lúgubres y el distante reloj dio fe de que el día se desvanecía lentamente.
Me levanté, dispuesto a salir de la abadía. Al descender el tramo de escaleras que llevaba a la nave principal atrajo mi atención la tumba de Eduardo el Confesor, así que ascendí la pequeña escalera que lleva hasta ella para desde allí contemplar aquel páramo de tumbas. El sepulcro está elevado sobre una especie de plataforma y cerca de él están los de varios reyes y reinas. Desde su eminencia, el ojo abarca desde pilares y trofeos funerarios hasta capillas y cámaras, abarrotadas de tumbas, en las que guerreros, prelados, cortesanos y estadistas yacen descomponiéndose en sus «lechos oscuros». Cerca de mí estaba el gran trono de coronación, toscamente tallado en roble, según el gusto bárbaro de una remota época gótica. La escena parecía casi artificial, como un escenario de teatro diseñado para producir el efecto deseado en el espectador. Aquí se encontraba el principio y el fin del poder y la pompa humanos; aquí, literalmente, solo había un paso del trono al sepulcro. ¿No se siente uno tentado de pensar que todos aquellos recuerdos se han reunido para que sirvan de lección a los grandes y poderosos, para mostrarles, incluso en el momento de exaltación más suprema, el olvido y deshonor al que llegarán? ¿Lo pronto que esa corona que ciñe sus sienes desaparecerá y tendrá que yacer entre el polvo y la desdicha de la tumba, y que caminen sobre él hasta los más viles de la multitud? Pues, aunque parezca extraño, ni la tumba es ya santuario seguro. En algunas naturalezas existe una levedad aberrante que les permite jugar con cosas que son terribles y sagradas; y hay mentes abyectas que se deleitan cobrando venganza en los difuntos ilustres el innoble homenaje y la servil docilidad que muestran ante los vivos. El ataúd de Eduardo el Confesor había sido abierto y sus restos desposeídos de sus ornamentos fúnebres; a la imperiosa Isabel le han robado su cetro y la efigie de Enrique V está descabezada. No hay una sola tumba real que no sea prueba de lo falso y pasajero que es el homenaje de la humanidad. Algunas han sido saqueadas, otras mutiladas; algunas cubiertas de obscenidades e insultos… ¡Todas han sido en mayor o menor grado deshonradas!
Los últimos rayos de sol penetraban tenuemente por las multicolores vidrieras de las altas bóvedas. La parte más baja de la abadía ya estaba envuelta en la oscuridad crepuscular. La luz se retiró poco a poco de las capillas y las naves. Las figuras de los reyes se sumergieron en las sombras y las estatuas de mármol de las tumbas asumieron formas extrañas en la dudosa luz; la brisa de la tarde corría por las naves como el frío aliento del ultramundo e incluso los lejanos pasos de un sacristán pasando por el Rincón de los Poetas tenían algo de extraño y amenazador. Rehíce lentamente mis pasos y, al salir por el portal del claustro, la puerta, que se cerró a mis espaldas con un sonido desgarrador, llenó de ecos el edificio entero.
La abadía de Westminster se salvó de la disolución y destrucción de los monasterios ordenada por Enrique VIII a pesar de ser la segunda más rica de Inglaterra, solo por detrás de la abadía de Glastonbury. El pedigrí literario de la abadía, no obstante, va mucho más allá de su célebre Rincón de los Poetas, donde descansan muchos de los grandes de las letras británicas, pues hasta el siglo xix fue el tercer centro universitario del país tras Oxford y Cambridge y en ella se tradujo el primer tercio de la Biblia del rey Jaime y la segunda mitad del Nuevo Testamento.
Una generación de catedrales
De Charing Cross a San Pablo
Justin McCarthy
Nacionalista irlandés, Justin McCarthy (1830-1912) fue historiador, novelista y miembro del parlamento del, entonces, Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda. Desde 1860 residió en Londres, ciudad que conoció a fondo y sobre la que escribió a menudo.
¡Qué hábito tan natural es dotar de características de ser vivo o incluso humanas a algún objeto inanimado o estructura que a uno le resulta familiar y querido! No es sorprendente que en la época de las Dríadas la gente atribuyera vida, carácter y simpatías humanas a los árboles, fuentes y ríos que conocían y amaban desde hacía tiempo. Casi todos acabamos haciendo algo parecido con los edificios que conocemos desde niños y que, en cierto sentido, han pasado a formar parte de nuestra existencia. Yo siempre he atribuido a la catedral de San Pablo naturaleza y carácter humanos. No puedo explicar bien qué tempranas asociaciones y casualidades han hecho que San Pablo sea una influencia viva mucho mayor y más noble para mí que la abadía de Westminster, pero así es, y siento como si San Pablo fuera una influencia viva sobre toda la región de la metrópolis que se avista desde su cúpula y su cruz. Hay, además, otro sentido en que para mí San Pablo es distinta de los demás edificios de su clase. No es una catedral antigua y longeva, sino más bien una generación de catedrales. La abadía de Westminster nos remonta al pasado de forma ininterrumpida, hasta los días en que nació Inglaterra. La propia Westminster, sin embargo, recibió ese nombre para distinguirla de la anterior East Minster, que o bien era la actual San Pablo o bien una catedral erigida en la zona de Tower Hill. Parecería, pues, que es San Pablo y no la abadía de Westminster la que mejor representa el gradual movimiento de la historia de Inglaterra y del pensamiento inglés, así como el crecimiento de la metrópolis. Pero observen la diferencia: la abadía de Westminster ha estado siempre, desde su edificación en los tiempos en los que Pan abandonaba definitivamente el uso del cuerno pagano, velando tranquilamente sobre Londres. Ha sido reformada aquí y allí, por supuesto. Reparada y renovada y decorada con nuevos adornos producto del agradecimiento de los devotos, pero siempre ha sido la misma abadía de Westminster. Ahora, en cambio, observen la historia de San Pablo: San Pablo se ha derrumbado y muerto una y otra vez, y siempre ha revivido y sido restaurada. Nuevas generaciones la han levantado repetidamente cuando ha caído. Ha perecido en el fuego varias veces, como una sucesión de martirios, y ha emergido de nuevo reluciendo sobre la frente del cielo de la mañana. San Pablo, más que una catedral, es una dinastía religiosa o eclesiástica. Ha sido destruida tan a menudo y reconstruida en formas tan diversas que parece como si cada época quisiera poner sobre ella su particular estampa y con ella encomendarla al servicio de cada nueva generación. Uno no puede evitar pensar que —por mucho que sus autoridades, su deán, el cabildo catedralicio y demás la cuiden de la mejor manera posible—, San Pablo no está destinada a mantener su forma actual durante mucho tiempo. No deseo que mis palabras sean como la historia del padre vigilante y prevenido que se encuentra en todas las literaturas (desde Esopo, pasando por Las mil y una noches, hasta la actualidad), la historia del padre al que avisan de que a su querido y único hijo le ha de sobrevenir una muerte imprevista y que lo encierra para ponerlo a salvo en una alta torre o profunda caverna —el relato se cuenta de diversas formas— sin que le sirva de nada, pues las mismas precauciones tomadas para salvar al chico solo consiguen acelerar su defunción. Puede que lo mismo suceda con la catedral de San Pablo… Sigo pensando en el pasado y no puedo evitar murmurar para mis adentros que la misión de San Pablo es, como ya he dicho, ser una sucesión o dinastía de catedrales, y no una estructura perenne con muros que resistan el paso del tiempo y el acoso del fuego. Su misión no es ofrecernos su historia en una continuidad ininterrumpida.
Este nacimiento y renacimiento confieren, en mi opinión, un interés muy peculiar a la catedral de San Pablo. ¡Piensen en lo que sus distintas generaciones podrían haber dicho a los que las rodearon! Otra gran iglesia —la abadía de Westminster, por ejemplo— crece acompañada de una historia que crece con ella y forma parte de ese movimiento gradual, de modo que no lo percibe. Cada día se produce un pequeño cambio, casi imperceptible, y la catedral cambia con la época sin ser consciente de ello. La abadía de Westminster no puede explicar cómo decayó lentamente el dominio romano, cómo los sajones dejaron su lugar a los normandos, cómo los Tudor siguieron a los Plantagenet, cómo los Estuardo llegaron a reinar y luego se desvanecieron y cómo llegó una nueva dinastía cabalgando en el corcel blanco de Hanover. Uno puede imaginarse a la abadía de Westminster confundiendo los esplendores nuevos con los antiguos, las historias del ayer con las del señor Henry Morton Stanley. Pero San Pablo, tal y como la contemplamos, renació hace solo dos siglos. Y volvió a la existencia con una conciencia joven y rápida, que se daba