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Guía literaria de Londres


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condición del hombre situado entre tentadoras posibilidades y debilitantes defectos, ¿cuál sería el resultado de su investigación: el abatimiento o la esperanza?

      Sea como fuere, el espacio que rodea a San Pablo está en silencio, despejado y solitario. Los vivos han partido. ¿Quizá entonces vuelven los muertos y recuperan sus antiguos lugares? ¿Acaso una multitud del periodo de la Restauración pasea por la base de la catedral y la admira por cómo se ha levantado de nuevo de entre sus ruinas? ¿Acaso Nell Gwynn pasea por allí sonriente?5 ¿Llegan Evelyn y Pepys cogidos del brazo? ¿Está allí el príncipe Ruperto, convertido en científico e inventor en su vejez, pasada ya la época en que podía ganar solo su mitad de cualquier batalla? ¿Acaso el hombre más célebre de su época, un hombre extraordinario en cualquier era, ha dejado su trabajo de carpintero de ribera en Tower Hill y sus bebidas de brandy con pimienta… ha venido Pedro, el zar de Rusia, Pedro el Grande, al oeste a contemplar la cúpula de San Pablo? Sería curioso si este revisitar los atisbos de la luna alrededor de San Pablo no estuviera limitado a la compañía de aquellos que presenciaron la resurrección de la catedral y que los espectros de todas las épocas, o al menos desde los días de los centinelas romanos, pudieran aparecer por la noche en Ludgate Hill y honrar con su presencia a la última edición de San Pablo. En esta cuestión no puedo aventurar ninguna opinión. Pero sí estoy firmemente convencido de que esta catedral nunca está completamente sola. Los vivos la rodean de día; los muertos son libres en ella por la noche. El Monumento6 es contemporáneo de su última encarnación, Westminster Abbey es demasiado joven como para haber presenciado su primera aparición en esta colina del este.

      Algo de verdad tienen las palabras de McCarthy en cuanto a que San Pablo es la catedral con la que más se identifican los londinenses, y también está en lo cierto cuando dice que parece ser destruida y reconstruida de nuevo cada cierto tiempo para servir a una nueva generación. La catedral actual es uno de los San Pablo más longevos, pero también estuvo cerca de sufrir el mismo fin que sus antecesoras: la destrucción a manos del fuego. Solo que esta vez no fue un incendio involuntario, sino el fuego de los bombardeos alemanes sobre Londres durante el Blitz, en la Segunda Guerra Mundial. La Luftwaffe, durante abril, mayo y junio de 1942, estableció fijó entre sus objetivos los monumentos nacionales enemigos. Hitler tomó esa decisión enfurecido por el bombardeo de Lubeck por parte de la RAF, pues no consideraba que esa ciudad fuera un objetivo militar. Los alemanes establecieron como objetivos, por increíble que parezca, todos aquellos edificios ingleses marcados con tres estrellas en la guía Baedeker de la época, entre ellos, por supuesto, San Pablo. La City, el barrio que la rodea, fue atacada repetidamente con bombas incendiarias, pero, milagrosamente, San Pablo sobrevivió, convirtiéndose en un símbolo de resistencia para los londinenses. Bajo estas líneas reproducimos una fotografía, ¡San Pablo sobrevive!, que se convirtió en una imagen icónica de la Batalla de Inglaterra. Algunos, menos inclinados a creer en milagros, han defendido posteriormente que los alemanes evitaron de manera intencionada destruir la catedral porque su cúpula, tanto durante el día como cuando reflejaba la luz de la luna, les resultaba extremadamente útil para orientarse y poder llevar a cabo sus misiones.

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      El smog de Londres

       Fumifugium

      John Evelyn

      Se considera que Fumifugium, un panfleto publicado en 1661, fue uno de los primeros textos sobre la contaminación del aire y el primero en abordar un problema que castigaría a Londres durante varios siglos. Su autor, John Evelyn (1620-1706) fue un diarista y escritor que ha quedado injustamente eclipsado por su contemporáneo Samuel Pepys. Miembro fundador de la Royal Society, Evelyn fue además célebre por sus extensos conocimientos sobre árboles y jardinería, lo que, conjuntamente con su preocupación por la contaminación del aire y su estudio del vegetarianismo, lo convierten, aunque él no fuera consciente de ello, en un pionero del ecologismo.

      Que esta gloriosa y antigua ciudad, que desde la madera se convirtiera en ladrillo y (como una nueva Roma) del ladrillo pasara al mármol y a la piedra —la ciudad, en suma, que domina el orgulloso océano hasta las Indias y alcanza las Antípodas—, envuelva su digna cabeza en nubes de humo y azufre, tan apestosas y oscuras, es algo que deploro con justa indignación. El abuso y la falta de moderación en el consumo de carbón en la propia ciudad de Londres la expone a uno de los inconvenientes y reproches más abyectos que puede recaer en una urbe tan noble y por lo demás incomparable; y la cuestión es que ese despilfarro no procede de las cocinas de carbón, que, a causa de su pequeño tamaño y por estar poco tiempo encendidas, producen un humo que es poco en cantidad y se dispersa rápidamente sin llegar a ser discernible. El exceso procede más bien de ciertos túneles y salidas muy concretas, que solamente pertenecen a los destiladores, los tintoreros, los que trabajan en hornos de cal, los que hierven sal y jabón, y también a otros negocios particulares, uno de cuyos espiráculos infecta manifiestamente el aire de Londres más que todas las demás chimeneas juntas. Y eso no es ninguna hipérbole en absoluto, y dejaremos el medirlo en manos de los que hayan de juzgarlo, es decir, de nuestros sentidos. Mientras estas chimeneas se dedican a eructar con mandíbulas manchadas de hollín, la ciudad de Londres parece más bien la ladera del monte Etna, la corte de Vulcano, Estrómboli, o los bajos fondos del infierno, en lugar de una asamblea de criaturas racionales y la sede imperial de nuestro incomparable monarca. Pues mientras en el resto de lugares el aire es puro y sereno, aquí queda eclipsado por una nube de azufre tan densa que el propio sol, que da la luz al resto del mundo, es incapaz de perforar para derramar sus rayos sobre Londres. Así, el viajero cansado huele la ciudad desde varias millas de distancia, mucho antes de verla. Ese humo pernicioso es el que mancilla toda su gloria, crea una costra de hollín o de piel sobre todo lo que toca, estropea cuanto se mueve, empaña la plata, el bronce y los muebles, corroe hasta las barras de hierro y la piedra más dura por las substancias que acompañan a su azufre, y desgasta y castiga más en un solo año de lo que la exposición al aire puro del campo destruye en varios siglos.

      Cafeterías

       Correspondencia privada

      John Macky y César de Saussure

      

      

       A partir de 1650 empezaron a abrirse en Londres unos establecimientos, llamados cafeterías, que ofrecían a sus clientes té y café, dos nuevas y exóticas bebidas. También se abrieron chocolaterías, que hacían lo propio con el chocolate. En las cafeterías no solo se disfrutaba de un café en compañía de los amigos, sino que se convirtieron en sede de tertulias y discusiones filosóficas, lo que llevó a que el gobierno intentara una y otra vez suprimirlas. Sin embargo, la pasión por las cafeterías era incontenible y a principios del siglo xviii, apenas cincuenta años después de su primera aparición, Londres ya contaba con dos mil. Según Antoine François Prébost, un visitante francés, las cafeterías, «donde uno podía leer todos los periódicos, a favor y en contra del gobierno», eran «la sede de la libertad inglesa». John Macky, un escocés de visita en Londres, dejó escritas sus impresiones sobre las cafeterías del West End.

      Me alojo en una calle llamada Pall Mall, que es el lugar habitual de residencia de todos los extranjeros debido a su proximidad al palacio real, al parque, al parlamento, a los teatros y a las chocolaterías y cafeterías que frecuenta la flor y nata de la ciudad. Si quieres saber cómo vivimos, te lo diré: nos levantamos a las nueve, y los que frecuentan las recepciones que hacen por la mañana los grandes señores en sus dormitorios se entretienen en ello hasta las once. Alrededor de las doce todo el Beau Monde se reúne en las diversas cafeterías y chocolaterías, las mejores de las cuales son la Cocoa-Tree House, White’s Chocolate House, St. James’s, la Smyrna, Mrs. Rochford’s House y la British Coffee-House, y están tan cerca unas de otras que en menos de una hora puedes ver a la concurrencia de todas ellas. Nos llevan a estos lugares en sillas (o sedanes), que son muy baratos, una guinea a la semana