y el honor de su linaje que uno de una familia de nobles que afirma que «todos los hermanos fueron valientes y todas las hermanas, virtuosas».
Mientras se camina bajo aquellas sombrías bóvedas y silenciosos pasillos, estudiando los registros de los muertos, el sonido de la bulliciosa existencia exterior alcanza solo muy ocasionalmente el oído —el traqueteo de los carruajes que pasan; el murmullo de la multitud o quizá alguna suave risa de placer—. Cuando esos ruidos se abren paso, el contraste con el reposo semejante a la muerte que lo envuelve todo es sorprendente. El oír cómo las oleadas de la vida cotidiana se apremian a romper contra los mismos muros de aquel sepulcro induce un ánimo extraño.
Continué de tumba en tumba y de capilla en capilla. El día se apagaba gradualmente; el sonido de pasos dentro de la abadía se hizo menos y menos frecuente; la campana llamaba con su voz dulce a las oraciones vespertinas y, a lo lejos, vi a los miembros del coro, vestidos con sus sobrepellizas blancas, cruzar la nave en dirección al coro. Me detuve frente a la entrada de la capilla de Enrique VII. Un tramo de escaleras conduce hasta ella, a través de un arco profundo y oscuro y, sin embargo, majestuoso. Las grandes puertas de bronce, rica y delicadamente talladas, giran pesadamente sobre sus bisagras, como si se negaran con orgullo a admitir los pies de los mortales comunes en el más precioso de los sepulcros.
Interior de la capilla de Enrique VII en la abadía de Westminster, según un grabado de 1879. En la capilla están enterrados, además del propio Enrique VII y otros monarcas ingleses, las reinas María I e Isabel I que, enfrentadas en vida, comparten reposo eterno a pocos metros una de otra. La capilla, de estilo gótico, cuenta con espectacular tracería en el techo.
Al entrar, la suntuosidad de la arquitectura abruma al ojo, que contempla anonadado la elaborada belleza de los detalles escultóricos. Las mismas paredes se han convertido todas ellas en ornamento, recubiertas de tracería y de nichos que albergan estatuas de santos y mártires. Pareciera que el cincel le hubiera robado con su arte a la piedra el peso y la densidad, haciéndola flotar en lo alto como por arte de magia, y que hubiera tallado la tracería del techo con el intrincado detalle y la etérea seguridad de una tela de araña.
En los lados de la capilla está la noble sillería de los caballeros de la orden del Baño, bellamente tallada en roble, aunque con todos los grotescos adornos de la arquitectura gótica. En el pináculo de cada una de las altas sillas están tallados los yelmos y divisas de los caballeros, con sus bufandas y espadas, y sobre ellos están suspendidas sus banderas con su escudo de armas estampado, cuyo esplendor color oro, púrpura y carmesí se contrapone al gris de la piedra de la tracería del techo. En medio de este gran mausoleo se erige el sepulcro de su fundador. Su estatua, junto con la de su reina, está tendida sobre una suntuosa tumba, toda ella rodeada de un exquisito e imponente enrejado.
Hay cierta tristeza en toda esta magnificencia, en esta extraña mezcla de tumbas y trofeos, en la presencia de estos emblemas de la ambición más viva y desbocada junto a mementos que muestran el polvo en que nos convertiremos y el olvido que a todos, más tarde o más temprano, nos aguarda. Nada impregna la mente de mayor sensación de soledad que caminar por un lugar silencioso y desierto otrora abarrotado y festivo. Al mirar la sillería vacante de caballeros y escuderos, y al posar la mirada en las filas de polvorientas pero hermosas banderas, mi imaginación creó una escena en la que aquella sala estaba iluminada por los más valientes y más bellos, refulgentes con el esplendor de su enjoyado rango militar, mientras la multitud los admiraba entre murmullos. Todo eso había desaparecido; el silencio de la muerte se había aposentado en el lugar, interrumpido solo por algún ocasional canto de varios pájaros que habían conseguido abrirse paso hasta el interior de la capilla y habían formado sus nidos entre sus frisos y sus pendones —signo inequívoco de abandono y soledad—. Cuando leo los nombres inscritos en las banderas veo que son de hombres que viajaron hasta los confines del mundo; algunos surcaron mares lejanos; otros guerrearon en tierras distantes; otros se mezclaron en las afanosas intrigas de las cortes y los gobiernos: todos buscaban conseguir una distinción más en esta mansión de vanos honores, la melancólica recompensa de un monumento.
Dos pequeños pasillos a ambos lados de esta capilla presentan una conmovedora prueba de la igualdad ante la muerte, que pone al opresor al mismo nivel que el oprimido y mezcla el polvo de los más enconados enemigos. En uno de los pasillos está el sepulcro de la orgullosa Isabel, en el otro el de su víctima, la adorable y desgraciada María. No hay hora del día en que no se pronuncie alguna frase de piedad por el destino de esta última, que se mezcla con la indignación hacia su opresora. Las paredes del sepulcro de Isabel resuenan continuamente con el eco de los suspiros de simpatía de los que visitan la tumba de su rival.
Una peculiar melancolía reina sobre el pasillo en el que está enterrada María. La luz pugna por atravesar los ventanales cubiertos de polvo. La mayor parte del lugar está envuelto en sombras y las paredes están manchadas y marcadas por el tiempo y el clima. Una figura en mármol de María está tendida sobre la tumba, alrededor de la cual hay una verja de hierro, muy oxidada, en la que se observa su emblema nacional, el cardo. Cansado de caminar, me senté junto al monumento para descansar un instante, mientras mi mente repasaba la accidentada y desastrosa historia de la desdichada María.
El sonido de los pasos había cesado en la abadía. Ahora solo oía, de forma esporádica, la voz lejana del sacerdote oficiando el servicio vespertino y las suaves respuestas del coro; estas cesaron por unos instantes y todo quedó en silencio. La quietud, la soledad y la oscuridad que me rodeaban conferían a la abadía un interés más profundo y solemne.
Pues en la tumba silenciosa no hay conversación
ni se oyen alegres los pasos de los amigos
ni las voces de los amantes
ni el consejo cuidadoso del padre. No se oye nada,
pues nada es sino olvido
polvo y una infinita tiniebla.
De repente las notas profundas del órgano estallaron sobre el oído, desgranándose cada vez con mayor y redoblada intensidad y desencadenando, por así decirlo, grandes nubes de sonido. ¡Qué bien concuerda su volumen y grandiosidad con este magnífico edificio! ¡Con qué pompa recorren sus grandes bóvedas y respiran su horrible armonía a través de estas catacumbas, haciendo hablar a los silenciosos sepulcros! Y ahora se elevan en triunfante aclamación, ascendiendo cada vez más en una torre de notas concordantes, amontonando sonidos sobre otros sonidos. Y en este instante se detienen, y las suaves voces del coro rompen en una melodía que es como una brisa suave que asciende gorjeando hasta el techo y parece sonar por estas grandiosas bóvedas como si fuera un viento venido del cielo. De nuevo el repique del órgano descarga su sobrecogedor trueno, comprimiendo el aire hasta volverlo música y desplegándolo sobre el alma. ¡Qué cadencias continuadas! ¡Qué solemnes y arrebatadores acordes! Se torna cada vez más denso y poderoso, llena la vasta pila y parece estremecer a los mismos muros, el oído se aturde, los sentidos se ven desbordados. ¡Y ahora está tocando con júbilo absoluto, elevándose desde la tierra hasta el cielo, y parece que el alma entra en rapto y flota hacia las alturas empujada por esa creciente marea de armonía!
Grabado de Wenceslav Hollar hacia 1650 que representa la antigua abadía de Westminster y los antiguos edificios del parlamento. Nótese la ausencia de las dos características torres cuadradas de la abadía, que se construirían entre 1722 y 1745.
Abadía de Westminster, pintada por Thomas H. Shepherd (1792-1864). Nótese al fondo que todavía aparecen los antiguos edificios del parlamento que fueron destruidos en un incendio en 1834.
Panorámica aérea actual que muestra la abadía, el palacio de Westminster reconstruido, que