target="_blank" rel="nofollow" href="#ulink_66ad0336-9ae6-504d-8e72-1140aa73ce78">14 Hombres blancos barbados.
15 Dioses blancos.
16 Contisuyo.
17 Antisuyo.
III. RECORDANDO SER PARTE DE UNA LEYENDA
«¿Podrían ser esas extrañas e intensas sensaciones que nos asaltan cuando llegamos a lugares mágicos los recuerdos de experiencias vividas en existencias pasadas?»
El avión empezó a descender sobre los valles montañosos ligeramente boscosos de Cuzco, la capital arqueológica de América del Sur. Dentro de la aeronave se sentía una cierta turbulencia que, por su brusquedad, preocupó a más de un pasajero. Había que tener una gran pericia y un gran conocimiento de vuelo para descender a aquel aeropuerto enclavado en un estrecho valle entre montañas. La terminal aérea había sido construida al pie de una ciudad que en tiempos antiguos fue edificada con forma de puma para ser vista desde el cielo por los dioses. Ciertamente, los incas heredaron muchos de los logros y adelantos de los pueblos que los precedieron, entre ellos los antiguos paracas en la costa sur, autores hace más de 2.500 años de los geoglifos de Palpa y Pozo Santo, trazados sobre cerros, montañas y dunas de arena con una elaboradísima y perfecta geometría, y de los nazca, hacedores de las famosas líneas de la gigantesca Pampa de Ingenio, de 2.000 años de antigüedad. En el caso de las líneas de Nazca, son más de 600 kilómetros cuadrados de líneas, pistas y figuras que pueden ser vistas desde gran altura y que habrían sido hechas por la gente de esas tierras pensando en aquellos que vinieron de las estrellas y que prometieron volver algún día. Al final de las líneas y figuras se encuentra una ciudadela de pirámides escalonadas de barro cubiertas por la arena conocida como Cahuachi, donde residían los inspirados ejecutores de semejantes enigmas.
Esperanza era una niña de seis años de edad, muy blanca de piel, de complexión delgada, pelo largo color azabache y expresivos ojos pardos. Viajaba acompañando a su padre a la ciudad imperial de los incas, Cuzco, al Sur de Perú. Don José Gracia tenía que atender asuntos de trabajo en esa importante metrópoli del montañoso Sureste peruano. Era un «mediador», experto en resolver conflictos laborales, dotado de gran inteligencia, don de gentes y calidad humana. Sabía granjearse con facilidad la confianza y la amistad de la gente mostrándose siempre sincero y transparente, y poseía además una gran locuacidad y la capacidad de hacer ver a las personas –con refinada y profunda sabiduría, así como con gran sentido común– la mejor solución. Esto le había llevado a ser muy valorado en su trabajo por empresarios y sindicatos, que siempre requerían sus servicios. En el viaje aprovecharía para dar rienda suelta a su pasión, que era la investigación de los «ovnis», participando en una pesquisa en colaboración con la Fuerza Aérea del país, en la zona alta de Sicuani, y para reunirse con un viejo amigo. Todo en un solo viaje. ¡Eso sí que era aprovechar el tiempo!
Don José era un hombre de mediana altura, algo grueso y natural de Lima. Llevaba el pelo negro peinado hacia atrás, al estilo antiguo, con gruesos bigotes y pobladas cejas. Era un Piscis típico, amigable, cordial y elocuente, deseoso de comunicar en animadas conversaciones sus puntos de vista siempre adelantados a su época. Cuando era joven había sido muy audaz y deportista, pero ahora era más reposado e intelectual. Se llevaba diez años con su esposa, Marie, una mujer extranjera, natural del Norte de los Estados Unidos, nacida cerca de la frontera con Canadá. Marie era delgada y guapa, de cabello castaño claro y pecosa. En sus raíces tenía algo de sangre de los pieles rojas de las praderas y el águila en su alma.
Marie era bastante tímida. Llegó a Perú con sus padres para vivir y trabajar cerca de las refinerías de las minas de la cordillera central. Con el paso de los años se estableció definitivamente en el país, enamorándose en su juventud de José, a quien conoció a través de unos amigos en una fiesta en la que él la hizo bailar toda la noche. Ella se quedó fascinada con el peruano locuaz y divertido, y se casó con él al poco tiempo; de esa relación nació Esperanza, espigada desde pequeña y, eso sí, como la madre, pecosa también.
Marie procuraba que su pequeña hija Esperanza pasara la mayor cantidad de tiempo posible con José, cosa que ella no había podido hacer con su padre. Y hasta la dejaba que lo acompañara en sus viajes a pesar de su tierna edad, porque sabía que era la «niña de sus ojos». Él la cuidaba mucho pero le dejaba margen para que fuera ella misma con su espíritu de aventura y no se perdiera nada. Consideraba que con los viajes y conociendo gente diferente desarrollaría más y mejor su novel personalidad.
A veces –cuando se podía–, la madre los acompañaba y disfrutaban mucho en familia. A ella también le gustaba explorar todo aquello que fuese misterioso, pues Marie era una gran lectora de novelas de aventura, literatura insólita, grandes descubrimientos y biografías.
Además de al trabajo y a la investigación, don José dedicaría parte de su tiempo a visitar a Aarón Pirca, su amigo, un hombre risueño, de mediana estatura y rostro trigueño, sonrisa sincera y mirada sabia. Era el director de un importante canal de televisión local. Este hombre encanecido prematuramente, recibió a su amigo y a su niña en el aeropuerto con mucho cariño y hospitalidad, llevándolos en su coche al hotel.
–¡Bienvenido seas a Cuzco José!... Qué alegría verte después de tanto tiempo –dijo dándole un sentido abrazo a José.
–¡Gracias amigo, siempre es un placer reencontrarse contigo!
–¿Y quién es esta pequeña? ¿No me vas a decir José que es Esperanza?
»¡Cómo ha crecido!... La recuerdo el día de su bautizo en la Iglesia de la Santísima Cruz del distrito de Barranco en Lima. Siempre fue tan blanca que parecía un fantasmita… ¡Jajá!
Aarón alzó a la niña en sus brazos y le dio un beso en la mejilla.
–¡Ya tengo seis años señor! –dijo Esperanza, como queriendo hacer saber que ya no era tan pequeña.
–¡Caramba, seis años! ¡Quién lo diría! La vida se pasa muy rápido y solo tenemos tiempo para hacer lo que debemos hacer –sentenció aquel sabio cuzqueño.
Don Aarón compartía con el padre de la niña intereses similares respecto al estudio de la astronomía, las civilizaciones antiguas y la vida extraterrestre, y tenía, como él, profundos conocimientos antropológicos andinos y esotéricos. Todo lo reinterpretaba a la luz de esa formación tan arraigada en su propia sangre y cultura.
En el hotel, padre e hija bebieron unas infusiones de la hoja sagrada de la coca a manera de té, que ayuda a que una persona se relaje, oxigene mejor y no se enferme del llamado soroche o mal de altura, que se produce por la falta de oxígeno en la sangre. En alrededor de una hora habían pasado de estar a nivel del mar en Lima a 3.240 metros de altitud en la ciudad de Cuzco, lo cual afecta gravemente a la salud si uno no toma las debidas precauciones. Después de beber esos «matecitos» –como suelen llamarse–, se fueron directamente a la habitación para dormir e irse aclimatando.
Después de arroparla en su cama, Don José le dijo a la niña:
–Duerme un rato Esperanza y te sentirás muy bien al despertar, así no te afectará la altura. –Dicho esto le dio un beso en la frente y se fue a descansar él también.
La niña no se sentía cansada sino más bien llena de energía, pero queriendo agradar al padre cerró los ojos y se quedó profundamente dormida. El padre, que se había ido a su cama, hizo lo propio, porque sabía bien que es sano y conveniente relajarse y dormir, según la recomendación médica, un par de horas para oxigenarse y adaptarse de esa manera al clima y al ambiente andino.
Los tres primeros días en Cuzco fueron algo aburridos para la niña, que acompañó a su padre a las dos empresas que tenía que visitar y pasó largas horas sola. Solía quedarse sentada en una oficina leyendo