aproximado en el tiempo prehistórico. La cual se hará evidente más adelante.
A mediados del siglo diecinueve, cuando los bioevolucionistas estudiaban ansiosos sus mapas de rígido trazo en busca de posibles conexiones de tierra en una era anterior que pudieran confirmar la teoría darwiniana de migración de las especies de un continente a otro en los primeros tiempos, para explicar la transferencia de rasgos evolutivos, científicos de ciertos círculos se tornaron más audaces en sus especulaciones sobre la pasada existencia de continentes hoy desaparecidos, como la legendaria Atlántida de Platón, o un continente similar hundido en el Océano Pacífico o índico. Y no precisamente porque respaldaran a teosofistas u otros partidarios de las tradiciones psíquicas y legendarias en este respecto, por supuesto. Eso habría sido demasiado «incientífico». Sino porque desde su punto de vista racional, esos hipotéticos puntos de cruce constituían una justificable invención para validar su proliferación de infundadas hipótesis.
Uno de esos alegres cazadores de mapas fue un zoólogo llamado Philip L. Sclater. Habiendo observado los lémures de Madagascar, empezó a preguntarse en voz alta cómo fue que esta especie única de mamíferos quedó atrapada en un hábitat insular tan aislado, en medio del Océano índico. El lémur primitivo, pequeña criatura nocturna con características muy similares a las de los monos, ocupaba el nivel más bajo en la escala de los primates. Sin embargo ya se le estaba considerando seriamente como un posible antepasado prosimio del género Homo sapiens. Resulta que ya algunos habían imaginado un continente hundido mucho tiempo atrás, de vastas dimensiones latitudinales (dependiendo de dónde se mire) que se extendía por el Pacífico Sur desde América hasta el Océano índico. Otros, como el naturalista alemán Ernst Heinrich Haeckel, y otro naturalista, Alfred Russel Wallace, quienes abordarían el arca lemuriana más adelante con hipótesis separadas, situaron el continente perdido en los confines del Océano índico. Pero sea cual fuere su ubicación, Sclater fue quien dio a la tierra perdida visos de realidad al inventarle un nombre: Lemuria.
Más, tarde, a principios del siglo veinte, cuando finalmente se supo que después de todo el lémur no era exclusivo de Madagascar, la hipótesis lemuriana, que ya había hecho carrera rápidamente hasta abarcar otras especies también envueltas en el misterio, de repente se convirtió en embarazosa papa caliente que ningún científico quería tocar. Y así ha permanecido desde entonces. Pero vayamos voluntariamente hasta donde no se atreve la ciencia. Y podemos agradecer a uno de sus propios olvidados, P. L. Sclater, que hubiera corroborado algunos hechos psíquicos con ese nombre que él creyó haber inventado, Lemuria.
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