W. H. Church

Edgar Cayce la Historia del Alma


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era para contener y contrarrestar el pecado similar del caído Lucifer y sus marginados secuaces, por supuesto, que el Creador había creado el universo material, con sus dualidades siempre en contienda. Solamente exponiéndose a los pares de opuestos en conflicto (esas fuerzas mutuamente repelentes, como luz y oscuridad, bien y mal, espíritu y materia), así como a aquellos que se atraen mutuamente buscando un equilibrio armónico en la unidad (representada por el yin y el yang, en las fuerzas sexuales separadas), podría un dios caído al igual que a un ángel caído, tener conciencia de su separación de la Unicidad y la Luz.

      Lo cierto es que la Tierra, como los otros mundos que aún seguían apareciendo en todo el universo manifiesto, no necesariamente había sido creada como lugar de habitación para el alma.2 La posible creación de un vehículo terrenal para el alma (representado por el «hombre» del Génesis) dependería de la necesidad de afrontar una situación que aún no había surgido entre los hijos de Dios no caídos. Pero en su sabiduría, la Mente Creadora de todas maneras había concebido un prototipo, hasta entonces no materializado, a Su propia imagen y semejanza. A este hombre-alma ideal se le podría proyectar, si fuera necesario antes de terminarse el séptimo día, como señor de la creación física. La administración del universo se convertiría en responsabilidad suya, para guiar la materia a lo largo de todo su ciclo evolutivo, y llevar cualquier alma perdida o caída de nuevo a su estado celestial, si ella así lo quisiere, según el propósito del Creador. Mientras tanto, el Creador esperaba. A lo mejor tenía sus reservas. Sin embargo, aún faltaban millones de años para ese séptimo día. Lo que el Creador no tenía razón para prever, por supuesto, era que finalmente Él mismo tendría que asumir ese papel terrenal, como hombre arquetípico proyectado en carne y hueso . . .

      No hay ley, dijo Cayce, que obligue a ningún alma a separarse del Altísimo.3 Es más, existen esas entidades espirituales (ya sabemos que, de hecho, uno no se convierte en una entidad que es alma, hasta su ingreso físico al universo de la materia) que jamás han participado en la conciencia física, sino que han permanecido siendo siempre Uno con la Primera Causa.4

      ¿Qué sería, pues, lo que a estas alturas indujo al propio Creador a ese momentáneo desliz que lo llevó a equivocarse? Sin duda, Satanás le tendió una astuta trampa y Él cayó en ella . . .

      Mientras escuchaba a los hijos nacidos de la Mente discutir entre ellos la correcta administración del firmamento inferior, al Creador se le ocurrió un plan provisional. Era un experimento que no violaba del todo la voluntad del Padre, al no implicar una total separación de la Fuente, sino un descenso parcial a los dominios de la materia.

      Como entidades-espíritus en forma astral, Él y los hijos que decidieran acompañarlo descenderían al éter que rodeaba al planeta Tierra y se convertirían en observadores de primera mano de las proyecciones mentales en evolución que conjuntamente habían hecho materializar. En esta ocasión no irían como participantes activos o gobernantes, sino solo como observadores. Básicamente sería una experiencia de «aprendizaje», que los ilustraría sobre cómo operaban las leyes materiales que trabajaban en la evolución de un universo material, mientras ellos se movilizaban sin ser vistos en el aire o sobre las olas o penetraban como espíritus, en rocas y vegetación.

      Fue así entonces, que la primera raza original cobró vida. Así de inocentemente empezó el gradual descenso y caída de los dioses.

      ¿Cómo, es razonable preguntarnos, pudieron los hijos de Dios descender a la materia, esa primera vez, sin materializarse a sí mismos? Edgar Cayce lo aclaró en forma indirecta, al explicar en cierta ocasión que el cuerpo celestial de la entidad-espíritu cósmica posee los atributos correspondientes a lo físico, pero además los cósmicos, con lo cual oído, vista y entendimiento se volvían uno.5

      En otra de sus lecturas psíquicas que viene al caso, encontramos que nuestro guía psíquico se refiere a las fases de la evolución como unas veces ascendentes y otras descendentes, a la manera de un arco.6 Esa metáfora se ajusta a los escritos teosóficos de H. P. Blavatsky, quien nos cuenta que en el arco descendente de la evolución lo espiritual se transforma en lo material; y por consiguiente, en el arco ascendente, lo material se somete al proceso de transformación, reafirmando gradualmente su calidad de espíritu. «Todas las cosas tuvieron su origen en el espíritu», escribe ella, «pues en un principio la evolución empezó desde arriba para continuar su descenso, y no lo contrario, como sostiene la teoría darwiniana».7

      Su intención no era rechazar la validez de la teoría evolucionista, sino echarla a andar por un camino muy diferente. «Si aceptamos la teoría de Darwin del desarrollo de las especies», concluye, «vemos que su punto de partida está ubicado frente a una puerta abierta».

      Es la puerta en la cual la ciencia material no puede encontrar respuestas. La materia, por sí sola, carece de un punto de origen que se pueda rastrear.

      Pero debemos preguntarnos, ¿cuál es la «estrategia» del Espíritu? ¿Por qué el arco descendente y ascendente del patrón evolutivo? Meister Eckhart nos ha entregado esta llave de oro para desentrañar un profundo misterio: «Dios es Inteligencia», nos dice este místico medieval, «entregada al conocimiento de Sí misma».8

      ¿Qué mejor explicación que esa, de la relación evolutiva del hombre con el Altísimo?

      En las lecturas de Edgar Cayce encontramos un eco de las esclarecedoras palabras de Eckhart, cuando nos dice que somos dioses en ciernes. O, como se dijo una vez: «Somos Dios, todavía sin heredar nuestro patrimonio».9

      Precisamente. Eso lo resume todo. Todo el misterio y significado de la creación y la evolución quedan aclarados en esas pocas y sencillas palabras de revelación espiritual. Creador y creación son Uno, dedicado al proceso en curso de Su propia comprensión.

      Y así, quizás, ese descenso inicial de los dioses, en busca de experiencia, después de todo no fue algo malo . . .

      De hecho, nuestra fuente psíquica sugiere sin titubeos la ilusoria naturaleza del mal. Solo el bien vive para siempre, nos asegura; mientras el mal es solamente un bien descompuesto, o un alejamiento temporal de Dios.10 El mal, dijo Cayce una vez, solo aparece «en la mente, en las sombras, en los miedos» de quienes aún no conocen toda la luz, o todavía no han experimentado el despertar del ser superior.11

      ¿Pero qué le hace todo este filosofar al Diablo? Bueno, parecería desterrarlo una vez más. Pero esta vez, convirtiéndolo en algo irreal, por así decirlo.

      Es probable que, para el final de nuestro viaje evolutivo, ese modo metafísico de ver a Satanás parezca suficientemente sólido. En este momento, no obstante, cuando estamos a punto de un reencuentro con los dioses en el próximo capítulo, en un descenso aún más profundo en los dominios de la materia, veremos que Satanás todavía hace diabluras.

      Y en cuanto a esos desafortunados dioses, un recordatorio: ellos no son otros que nosotros mismos, tal como éramos entonces.

      7

      EL PAÍS DE LOS LÉMURES

      ¿A dónde llegarían los hijos de Dios en su primer descenso a tierra firme? ¿Y más o menos cuándo?

      Dónde pudo ser cualquier parte. Sus fantasmales cuerpos astrales no conocían restricciones materiales. Cualquier ecosistema les servía, en el aire, bajo el agua, o en tierra. Tan invisibles como un espíritu cualquiera, su presencia podía sentirse pero no verse; entonces no tenían enemigos qué temer, excepto los espíritus de las tinieblas al acecho. Sin embargo, si nos lanzáramos a adivinar una localización escogida por su equipo de reconocimiento, elegiríamos el ahora extinto continente de Lemuria como principal zona de caída libre para esa primera raza madre. Respecto al por qué, sólo habría que echar un vistazo a la prístina belleza del lugar: temprano precursor de la Atlántida y Edén, su exuberante vegetación y diversidad de formas vivientes en un escenario de onduladas colinas verdes y serpenteantes riachuelos del agua más cristalina, lo convertían en una auténtica réplica del paraíso superior.

      Ahora, el cuándo.

      Un