mismo, completo, con su propio y ordenado sistema de satélites girando alrededor de su núcleo, como sujetos a la armoniosa dirección de algún tipo de inteligencia y ley interior, de las cuales a su vez se puede suponer que reproducen y cumplen la ley e inteligencia superiores de la propia Conciencia Universal.
En suma, si los seis días de la creación no hubieran producido más que un simple átomo, habrían hecho un milagro. Salvo que rechazo lo denominado milagroso o sobrenatural. Mi idea, basada en la filosofía de Cayce, es que aquello que percibimos como sobrenatural es solo lo natural, aún no entendido. Pero existe lo divinamente natural, así como lo terrenalmente natural. Esto último se relaciona con las fuerzas finitas y lo otro, con las del Infinito.
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EL SÉPTIMO DÍA
El séptimo día, Dios descansó.
Aunque más que descanso, tal vez fue una transición. Las Fuerzas Creadoras jamás están completamente en reposo: tanto Cayce como nuestros telescopios nos dicen que innumerables estrellas recién nacidas siguen apareciendo en un florecer de botones de oro en las brumosas y remotas praderas del espacio sideral.
En su interpretación de ese pasaje del Génesis, Edgar Cayce lo consideró una descripción alegórica del primer acto de gracia, la bendición del Creador, por así decirlo, a su propia obra. Describió específicamente el llamado «reposo» como una fase contemplativa, en la cual la Mente Creadora hizo una pausa para permitir que su propósito fluyera a través de todo lo que había puesto en marcha, de manera que se pudiera perfeccionar en sí mismo.1
Un universo que se autoperfeccionara, incluido el hombre. Adoptemos esa premisa. Evolución con un impulso espiritual, más que material. Darwin anulado por la previa acción del Logos. Decreto divino que reemplaza al ciego azar. Y de repente una necesidad, parece, de volver a pensar la aceptada teoría de la selección natural, junto con la teoría genética, en términos evolutivos de un orden muy diferente a lo que el pobre Darwin jamás soñara . . .
La evolución, se ha dicho con razón, no crea nada, solamente lo revela. Sus orígenes están fuera de la materia, en la Mente del Creador. La evolución de todas las ideas tuvo lugar primero en la conciencia de Dios, antes de materializarse. El comienzo de la evolución en el universo físico fue visible cuando por primera vez el Espíritu penetró en la materia, en coordinación con las fuerzas creadoras y energizantes de la Mente, convirtiéndose en lo que consideramos en este mundo tridimensional nuestro como los reinos de la tierra: mineral, vegetal y animal, en las diversas etapas de su expresión.2 A su vez, cada uno de estos tres reinos inferiores, precedió al hombre (señor de la creación) en su llegada aquí. Y cada uno estaba y está imbuido con la fuerza del espíritu, pero no del alma. La fuerza del alma estaba reservada solo para el hombre.3
En cada uno de los tres reinos, encontramos lo que Cayce denominó una «mente de grupo», o inteligencia colectiva. La mente de grupo se individualiza a diversos niveles, sobre todo entre las especies más avanzadas del reino animal, pero no se extiende más allá de las formas de mente consciente e inconsciente primaria. (Alguna vez que le preguntaron específicamente si los animales poseen esa ilimitado «depósito» mental que conocemos como subconsciente, Cayce respondió con un firme e inequívoco «no»). Solo el hombre, al parecer, fue dotado por el Creador con los tres niveles de inteligencia representados en las fuerzas del subconsciente, el consciente y el supraconsciente.4
Al mismo tiempo, el destino de toda la creación, nos informa nuestra fuente psíquica, es alcanzar un estado de Unicidad universal con el Creador, en un crecimiento continuo hacia ese ideal común.5 El hombre observa el ciclo del cambio a su alrededor, y lo denomina evolución. Y, en esencia, eso es. Sin embargo, aveces también puede haber involución. Porque el proceso de cambio en ocasiones parece curiosamente fluctuante, lo que tendería a contradecir de raíz el propósito divino. Pero esto es sólo porque hay fuerzas separadoras e influencias negativas que todo el tiempo trabajan acá en el plano terrenal, en la competencia entre esas fuerzas opuestas que son la luz y la oscuridad, el bien y el mal, la vida y la muerte, puestas en marcha al principio del tiempo y el espacio.
Al entrar en lo que conocemos como mundo visible de la materia, el espíritu representa un estado o fase muy diferente a su actividad original en el universo espiritual. Allí toda forma y sustancia permanecen puramente espirituales, o positivas. La materia, antípoda del Espíritu, no tiene derecho al Infinito, ni lugar en él; pero paradójicamente, habiendo evolucionado como idea o concepto en la Mente del Creador, requiere de la actividad del Espíritu para darle expresión. Su existencia como fuerza finita y negativa solo se puede volver real, o «realizarse», cuando se le otorgan su propio estado y condición de ser, por fuera de la conciencia de Dios. De ahí la necesidad que la materia tiene, como concepción del pensamiento, de «materializarse», con lo cual se convierte en el terreno para que la fuerza mental que mora en su interior tenga conciencia de su separación de Dios. La materialización tiene lugar mediante la polarización de la energía finita y negativa con la energía a la vez repelente y atrayente que se encuentra en la fuerza infinita y positiva del Espíritu. En suma, cuando lo Infinito penetra lo finito, en los terrenos invisibles, el acto de interpenetración de la fuerza negativa por su antítesis positiva crea una reacción atómica o celular. Esta actividad, a su vez, atrae a su alrededor un núcleo que permite a la materia emerger en estado visible, así como tomar la forma y naturaleza exterior deseadas por la fuerza mental controladora que la ha invocado, sea la del Hijo y Creador, como fue en el principio, o la de los otros hijos y cocreadores más adelante . . .6
Pues, como nos advierten una y otra vez las lecturas de Edgar Cayce, de hecho los pensamientos son cosas. Y de veras se exteriorizan en el tiempo, para bien y para mal. De ahí que el hombre, como organismo colectivo, siga moldeando la evolución del planeta y la suya propia e influyendo en ambas, si bien es cierto que de manera inconsciente actualmente, y siga siendo un cocreador sin saberlo . . .
En ese séptimo día debía estar cerca la caída de la noche cuando por fin el Creador abandonó Su reposo contemplativo. Y parece que se le hubiera ocurrido algo de último momento. A juzgar por la duración de un día bráhmico, establecida en unos 4500 millones de años —y por interesante coincidencia más o menos la misma edad del planeta Tierra estimada actualmente—, en términos relativos apenas quedaban unos momentos de luz (que en la medida bráhmica del tiempo corresponderían a solo unos pocos millones de años, tal vez menos). El Creador bajó repentinamente Su mano a la tierra, recogió un puñado de polvo e hizo ese segundo hombre, mencionado en el segundo capítulo del Génesis. Luego volvió a dejar al hombre en la tierra, entre las rocas, la vegetación y la vida animal que le habían precedido, en un jardín llamado Edén, con unas pocas instrucciones de última hora sobre su comportamiento.
Todo parece indicar que fue un asunto más bien improvisado. Casi como si el universo inferior de la materia no se hubiera planeado, inicialmente, como lugar de habitación de criatura alguna dotada con un alma viviente, como la que Dios había insuflado en el hombre terrenal del Edén justo antes de abandonarlo a su suerte.
Esa bruma, saben. Surgió en forma tan inesperada. ¿Qué significaba?
Por el primer capítulo del Génesis sabemos que ya había sido creado un hombre perfecto, a imagen y semejanza de Dios. ¿Qué necesidad había de otro?
De hecho, ninguna.
En realidad, sabemos que ambos son una misma entidad, en diferentes estados de conciencia. Una conciencia superior, y otra inferior. Un estado original de gracia y bienaventuranza, y un estado posterior de separación, tentación y, con la caída que debía seguir, de desgracia.
Si traspasamos el velo del simbolismo, descubrimos que la historia de la creación según el Génesis, narrada inicialmente en el primer capítulo y luego repetida en una versión extrañamente modificada en el segundo capítulo, es una presentación clásica de los mundos opuestos de Espíritu y materia, considerados real y permanente el del primero, ilusorio y pasajero el de la segunda. Encontramos el tema una y otra vez en los mitos y leyendas de cada nación, época y cultura, de los aztecas a los