W. H. Church

Edgar Cayce la Historia del Alma


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plano.21 Es de suponer que tendremos que esperar a haber alcanzado ese nivel para saberlo.

      Entretanto, hay otro punto que nos desconcierta. Y al no poder conseguir al señor Cayce para que nos responda, vamos a intentarlo nosotros mismos. Tiene que ver con el hecho de que Lucifer, el primero de los arcángeles en ser creado, al parecer fue dotado con una característica que Dios se había propuesto reservar sólo para los hijos: el don del libre albedrío, o la opción. ¿Fue éste uno de esos «accidentes» antes mencionados? Tal vez. O quizás fue una parte de los misteriosos planes del Señor . . . En todo caso, sin la deliberada desobediencia de Lucifer, ¿qué causa habría surgido para dejar caer, por así decirlo, el «Huevo» bráhmico y crear ese universo inferior? Y sin ese acontecimiento salvador, ¿dónde, en nombre del cielo, estaríamos ahora todos nosotros las almas apartadas? En el abismo, es lo más probable. En cambio, henos aquí: avanzando a tientas en nuestro lento y arduo caminar ascendiendo de vuelta a la Mente del Creador, lo cual —se nos ha asegurado— es nuestro destino a menos que por insensatos elijamos algo distinto.

      Nuestra fuente nos señala que el hombre en su estado original o de conciencia permanente, es alma, con un cuerpo espiritual como el del Creador. Y que aquí, en carne y hueso, el alma es la parte de Dios en nosotros. La conciencia de carne y hueso en lo material fue creada sólo para que el alma pudiera ser conciente de su separación del poder de Dios. Y fue Satanás, o Lucifer —como alma, se nos dice— quien «creó esas necesidades», a través de su propia caída, para que este estado se diera.22 Tampoco se arrepiente de lo que hizo. De ahí el enfrentamiento constante de carne y espíritu, que es una réplica de aquella rebelión original en el cielo.

      «Como es arriba es abajo», dice el axioma hermético.

      Y tal como existe un Salvador personal en la tierra, cuyo Nombre podemos invocar a voluntad, también existe un demonio personal.

      Sin embargo, el relato de esa batalla primordial de las Fuerzas Invisibles entre el arcángel Miguel, servidor de la Luz y Señor del Camino, y Lucifer, Señor de la Rebelión y las Tinieblas, concluye con una recomendación de prudencia. Se sugiere que todo el mal actual en la tierra debería ser visto de manera impersonal, como diversas influencias contra las que debemos luchar, más que como obra de una personalidad específica. De hecho, el intento de personalizar el mal, o el error, si a eso llegamos, es más acertado que no señalarnos a nosotros mismos.

      ¿Y por qué eso?

      Cada uno de los que estamos en el plano terrenal vinimos por voluntad propia, como almas en busca de experimentar en carne y hueso un reino de conciencia aparte de Dios.

      Nosotros también caímos.

      3

      LA ROTURA DEL HUEVO CÓSMICO

      ¿Nuestro origen cósmico en un huevo?

      Debemos tomarlo como una metáfora, por supuesto. Además acertada, para los sabios de la antigüedad, quienes la inventaron en una época que no conoció temas tan complicados como la mecánica cuántica o la relatividad. Pero los tiempos cambian, y con ellos sus símbolos. Ya no podemos fomentar la arcaica idea de un Dios que anida o un cosmos que sale del cascarón. Dejemos la postura de huevos descomunales al largamente extinto pterodáctilo y busquemos un simbolismo más actualizado para expresar el nacimiento de nuestro universo.

      Lo encontramos en el punto geométrico.

      Centrado en su propia nada ingrávida (existe a cero gravedad, atención), este inerte e invisible punto nuestro representa un potencial de energía nunca antes soñado, suspendido en un tiempo y espacio aún no manifiestos. Quizás no mayor que un átomo muy comprimido, resultante de un universo súbitamente aplastado por su propia gravedad o desintegrado por partículas antimateria, ahora empieza a crecer como capullo en flor después de un prolongado invierno. En ese nanosegundo de movimiento interior, de repente sale de sí mismo con toda la fuerza y velocidad de un genio liberado de su botella después de eones de inercia. Una enorme explosión de materia comprimida durante mucho tiempo —una inimaginable Gran Explosión que aún resuena en las más lejanas latitudes de un universo en constante expansión mientras el antiguo punto geométrico corre por igual en todas direcciones— convirtiéndose en un círculo que se ensancha ilimitadamente en el tiempo y el espacio. Aún hoy, en las más remotas ondas creadas en ese primer nanosegundo de movimiento celestial, siguen formándose nuevas e innumerables estrellas y nebulosas, así como vertiginosas galaxias.

      Lo descrito, de hecho, sobrepasa lo puramente metafórico. En la mente de la mayoría de los defensores de la teoría de la Gran Explosión, esa es exactamente la forma en que ocurrió . . . y en la que seguirá ocurriendo, a medida que, según ellos, nuestro autosostenible universo continúe expandiéndose indefinidamente.

      ¿Indefinidamente? Bueno, pues aquí es donde la principal escuela de teoría cuántica choca frontalmente con la relatividad general. Previendo una gravedad incontenible, Einstein predijo el derrumbe final de este universo finito, en una inversión exacta de sus inicios. Sus puntos de vista, en conflicto con la teoría cuántica, se ridiculizaron y desecharon por anticuados. Pero si se confirman las más recientes especulaciones de los actuales proponentes de la supergravedad, al final el imparable Einstein (como sus fuerzas gravitacionales) resultará vencedor. Y coincide con nuestro punto de vista psíquico de las cosas, como se demostrará muy pronto. Una especie de secuencia Alfa y Omega, por así decirlo, si tomamos prestado ese período apocalíptico en el cual el Señor se proclama a Sí mismo principio y fin de la creación finita.

      Sorprendentemente, esa alusión bíblica nos lleva de regreso a nuestro Huevo Bráhmico. ¿Acaso nos precipitamos un poco en abandonarlo? Porque el huevo, como la serpiente y otros símbolos familiares en las enseñanzas religiosas igual de Oriente que de Occidente, tiene una interpretación oculta y otra que por lo general es la revelada. En el hinduismo, el huevo se convierte en un símbolo esotérico del «No Número», o el oviforme cero, antes de ser agregado el Adi-Sanat —el «Número» o «Él es Uno»— por el cual se convierte en terreno fértil para la multiplicidad de números de la creación visible de Brahm.1 En la tradición occidental, el «huevo» que da la vida pierde su figura oviforme para convertirse en una esfera o círculo. Es el símbolo de la Eternidad, al cual se agrega el punto central para representar el Logos o Verbo, esa Energía Creadora que lleva la Eternidad a una manifestación finita. Este mismo círculo con el punto geométrico en su centro es también el comúnmente reconocido emblema del Sol (el Hijo).

      En su intento de rastrear los orígenes del universo hasta ese invisible punto de compresión anterior a la Gran Explosión, la física moderna acerca la ciencia en forma inquietante a los principios rectores de la religión. La materia se funde con el espíritu, lo natural con lo sobrenatural. De igual modo, una teórica «mente del universo» sigue de cerca a las investigaciones peligrosamente metafísicas de los físicos de partículas que parecen haber descubierto un principio de autoorganización tras el aparentemente caprichoso y caótico comportamiento de las partículas subatómicas. Algunos físicos, muy conscientes de las arenas movedizas que están surgiendo bajo sus pies, se han refugiado en los sutiles aforismos del budismo y el taoísmo, en los que es menor el riesgo de ser acusados del imperdonable pecado científico de la «religiosidad». (Crítica que habría acabado con Einstein de no ser por su indiscutible genialidad). Este giro al misticismo oriental ha traído como consecuencia una fascinante síntesis de puntos de vista, expresada en el creciente número de libros de este género inusual, que no es del todo ciencia pero tampoco religión. O que, más bien, podría denominarse como una mezcla filosófica de ambas . . .

      Fue muy a principios del siglo diecisiete que Sir Francis Bacon propuso por primera vez los parámetros correctos para la investigación científica, al declarar categóricamente que «no pretendemos alcanzar los misterios de Dios a través de la contemplación de la naturaleza». Fue una conclusión particularmente sabia para la época, porque cubría dos aspectos: implicaba que la Iglesia no debía inmiscuirse en la ciencia. Pero en esencia, iba dirigida a la creciente necesidad de definir el papel atribuido a la ciencia, percepción que casi no ha sufrido cambios hasta hace