pueden poner en marcha una resonancia discordante que afecta no sólo al sol (en el que puede provocar manchas solares)4 y los distintos planetas de nuestro sistema solar inmediato, sino que llega a sistemas de estrellas mucho más lejanos dentro de nuestra propia galaxia y aún más allá. Ese factor de resonancia se pone en marcha, teóricamente, a través de una vasta red etérea de impulsos armónicos que conectan cada parte del universo con las demás, en forma muy similar al sistema de circuitos de las células nerviosas en el cuerpo humano. Y cuando la conciencia colectiva humana sobre la tierra no está en armonía, se supone que el organismo planetario resuena con un tono desafinado, por así decirlo, que afecta de manera adversa la «música de las esferas». En un efecto recíproco que coincide con los principios de la resonancia, nuestro tono alterado rebota hacia nosotros como un impulso discordante causado por nuestra sintonía incorrecta. Sus efectos sobre el planeta pueden verse en forma de terremotos, tormentas solares, plagas y demás, hasta que el factor de resonancia planetario se ajusta a un tono más armonioso. Y esto depende, por supuesto, de la conciencia colectiva del hombre, a quien se entregó el gobierno al principio con el mandato de «someter» la tierra y —en consecuencia— aquello que simboliza la tierra: el ser inferior.
Es una teoría factible, que tiene nexos aceptables con algunas de las más recientes propuestas científicas y al mismo tiempo, coincide básicamente con la tradición bíblica.
Veamos algunas teorías relacionadas, extraídas directamente del mundo de la ciencia moderna.
«Dios no juega a los dados con el universo».
De todos los aforismos de Albert Einstein, ese es quizá el más conocido y más a menudo citado. También es el que, aún en nuestros días, es objeto de más debates entre científicos pertenecientes a escuelas de pensamiento contradictorias.
De hecho se ha debatido desde el momento en que se conoció.
«¡Dejen de decirle a Dios qué debe hacer!» fue la inmediata y airada respuesta de Niels Bohr. Al talentoso teórico cuántico danés le contrariaba muchísimo que Einstein rechazara de plano su propuesta, que más tarde probarían y confirmarían otros científicos, sobre el carácter al parecer caótico y aleatorio del mundo de las partículas subatómicas. Einstein y su ordenado Dios eran los aparentes perdedores. Esa vez ganaron los revoltosos electrones. Con base en el impredecible comportamiento del electrón libre en repetidos experimentos, la conclusión parecía estar clara: en el universo nada se puede predecir con certeza, puesto que la partícula atómica es la esencia de toda materia. (Sin importar que el propio acto y modo de observar el electrón en condiciones artificiales dentro de un laboratorio interfirieran en su comportamiento normal, haciéndolo saltar en forma errática de una órbita a otra, o transformarse súbitamente de partícula en onda, y lo contrario).
En todo caso, los físicos de partículas ya han empezado a darse cuenta de que el trabajo pionero adelantado por Bohr y otros en su temprana exploración del poco conocido mundo de los sistemas cuánticos no llegó tan lejos como para ameritar ninguna conclusión definitiva. De hecho, recién llegados a este campo han presentado algunos descubrimientos nuevos de naturaleza por demás sorprendente. La investigación actual muestra que el caótico electrón libre también puede mostrar una asombrosa capacidad de auto-organización y lo que nos atreveríamos a denominar una forma de «conciencia» que en realidad lo capacita para responder a los estímulos mentales del observador. Resultado: del caos, orden repentino. La modalidad caprichosa del electrón de laboratorio disparado por un cañón de electrones, que al principio despliega un juego libre del cual surgen organizaciones y reorganizaciones al azar en una ciega manera darwiniana, de repente cambia a un predecible y ordenado patrón de comportamiento ante la atenta mirada de un observador humano (en este caso, el físico).
Esta interacción percibida entre observador y objeto observado, que guarda el meollo de la «nueva física», conlleva profundas implicaciones que resultan inquietantes para la ciencia. En primer lugar, toda sugerencia de que la mente humana pueda ejercer algún tipo de control sobre el átomo parecería validar, como efecto obligado, la tradición bíblica respecto al dominio sobre toda la creación, que Dios otorgó al hombre en el principio. Además, presenta la probabilidad de un papel equivalente, en este universo relativista nuestro, entre la mente del hombre y la de una Inteligencia superior (la llamemos o no «Dios»).
En suma, debemos concluir que el juego de perseguir electrones ha generado para la ciencia algunos enojosos interrogantes de naturaleza puramente metafísica, que por lo general se cree la ciencia física no está capacitada para responder. Sin embargo, hay una hipótesis tentativa planteada por los proponentes de la antes mencionada metafísica experimental, esa nueva ciencia atrevida y disidente. ¿Atrevida y disidente? Bueno, no del todo disidente, lástima. Veremos que la antigua ciencia aún interfiere con la nueva e innovadora, frenando su avance con buena parte de las críticas usuales. De hecho, nuestra llamada «metafísica experimental» evita todo tono aventurado con posibles implicaciones espirituales o religiosas, con lo que mantiene a la metafísica anclada en la materia, en situación muy parecida a la de un pájaro con las alas recortadas. Por consiguiente, una teoría de otro modo prometedora, acaba por no poder despegar jamás. Al señalar esta falla fundamental, me viene a la memoria lo que Madame Blavatsky escribió alguna vez de Darwin: «Darwin inicia su evolución de las especies en el punto más bajo para ir subiendo desde ahí. Su único error tal vez sea que aplica su sistema en el extremo equivocado».5
La hipótesis en cuestión parece apoyarse sobre el implícito supuesto de que una clase de factor de conciencia subliminal, fenómeno completamente natural desprovisto de toda causa sobrenatural, sea un aspecto evolutivo del universo físico. Hasta donde la ciencia puede interpretarlo, este cósmico «misterio de la conciencia», como se le conoce, ha venido evolucionando lentamente durante eones para nacer de la materia primigenia o lo que sea que la Gran Explosión lanzó al espacio en el principio. Hoy en su cúspide está la conciencia totalmente despierta del hombre, la especie pensante más avanzada del cosmos, traída especialmente a un estado de conciencia superior por la misteriosa conciencia cósmica para servir a sus propios fines evolutivos. Porque el universo —según la teoría— necesita de la mente de un hombre como observador, dado que no se puede decir que nada existe hasta que es observado. (Esta última proposición es premisa fundamental de la propuesta). El papel del hombre como observador es contribuir a que la progresiva evolución del cosmos observado se perpetúe y avance, aunque el hombre mismo requiere del cosmos para su propia evolución en curso. En fin, se trata de un arreglo simbiótico, como ocurre en toda la naturaleza cuando una forma de vida desarrolla una mutua dependencia de otra para lograr su supervivencia conjunta. Pero aquí el proceso de simbiosis parece haber alcanzado su estado más elevado, su forma más perfecta. Puesto que el observador consciente es el producto de aquello que él observa. Su unión panteísta forma lo que se ha denominado como una «danza metafísica» entre la mente del hombre y el universo de la materia.6
Las imágenes pueden ser atractivas; la metafísica no tanto.
Debemos preguntarnos con toda humildad: si en el principio no estuvo la Mente del Creador observando —y de hecho durante todo el resto del tiempo— ¿cómo es que un universo no observado se las arregló para sobrevivir y evolucionar por sí mismo hasta la llegada del hombre, unos cuantos miles de millones de años más tarde? Es más, ¿cómo puede la ciencia moderna dar validez alguna a la teoría de la creación por la Gran Explosión, en un mecánico inicio de las cosas desde la materia primigenia, sin nadie por ahí que escuchara u observara ese nacimiento? Si se elimina la Primera Causa, hay que eliminar sus efectos. Sin Observador Principal, nada que observar. Así de sencillo. ¿De qué sirven las explicaciones mecanicistas? . . .
Prefiero el punto de vista de las imaginativas páginas del Génesis. A pesar de la hipérbole de su simbólico lenguaje, de alguna manera tiene más sentido, y su metafísica general es mucho más sensata. La ciencia debería darle otro vistazo. Tal vez sea posible una síntesis en estos tiempos modernos. Podríamos conservar la Gran Explosión, pero agregar Espíritu y Luz —la Fuerza de la Mente Suprema—. A lo mejor todo encaje bien. Y en cuanto a esa relación simbiótica entre el hombre y el cosmos físico, si nos atenemos a la Palabra de Dios, es una asociación apenas temporal. Porque se nos ha dicho que