el Creador. Ni mil años ni mil millones de años. Todo tiempo es uno, solía afirmar, igual que el espacio es uno, en el reino del Espíritu donde todo está presente —el Eterno Ahora— en la conciencia de Dios. O para expresarlo en términos más absolutos (que la mente finita no alcanza a captar por completo, según Cayce, por su separación de lo Infinito), en realidad no hay tiempo ni espacio.2 Simplemente son conceptos de nuestra conciencia finita. La Mente Creadora originó el tiempo y el espacio como dimensiones necesarias de la creación física —los «pilares del escenario», por así decirlo— de nuestra evolución en un mundo relativo, un universo relativo. Otra dimensión agregada por el Creador, fue la paciencia. Porque, como dice en Lucas: «Por su perseverancia obtendrán sus almas».3 (Era uno de los temas bíblicos favoritos de Cayce, y aparece muchas veces en sus lecturas psíquicas).
Lo que nos trae, por fin, al último punto de vista relacionado con el tiempo que nos quedaba por analizar: el de la ciencia física.
La geología, conjuntamente con las demás ciencias de la tierra, ya tiene una posición bastante sólida sobre la edad de nuestro planeta, fijada en unos 4600 millones de años. La edad del universo, que se remonta a la Gran Explosión, es mucho menos precisa. Hasta hace muy poco, los científicos la estimaban en unos quince mil millones de años, pero es una cifra que siempre se corre más hacia atrás en las remotas brumas de un tiempo y un espacio desconocidos. Los cada vez más potentes telescopios permiten contemplar en el espacio sideral fantasmagóricas imágenes de refulgentes objetos celestiales a tantos miles de millones de años luz en el pasado, que dejan al observador atónito y perplejo.
La revelación más reciente y sorprendente es el avistamiento de dos primigenias galaxias a unos diecisiete mil millones de años luz de la Tierra, que se cree representan una distancia aproximada del 95 por ciento del retroceso en el tiempo hasta la denominada Gran Explosión. El aparato usado para este avistamiento no fue un telescopio ordinario, sino todo un nuevo sistema de potentes detectores de radiaciones infrarrojas desarrollado para el ejército y puesto a disposición de un equipo de astrónomos de la Universidad de Arizona.4
Con pruebas menos concretas, una solitaria voz en el terreno de la astrofísica —la de S. Chandrasekhar, muy respetado profesor de astronomía en la Universidad de Chicago— ha expresado su intuitiva opinión de que la edad del universo puede estar entre setenta y cien mil millones de años.5 (Lo que nos recuerda los cálculos bráhmicos antes citados, que ahora quizás ya no parezcan tan exagerados).
En todo caso, nos enfrentamos a un tiempo y un espacio que nuestra mente no puede abarcar. Para no mencionar ese tercer elemento, la paciencia. Sin duda, esos seis días de creación, en los cuales puso en marcha tierra y hombre y llenó de estrellas el firmamento (mucho más vasto que el magnífico techo de la Capilla Sixtina, que Miguel Ángel trabajó buena parte de su vida), debieron mantener al Creador bastante más ocupado de lo que cualquier partidario de la literalidad alcanzaría a explicarnos apoyándose en su reloj de pulsera o un calendario en la pared.
Resumiendo, ese bráhmico día de descanso era más que merecido.
Si volvemos de la ciencia a Cayce (o, podríamos decir, de la ciencia física a la ciencia psíquica), encontramos que el lenguaje cambia y también la actitud básica. Pero no obstante la obvia disparidad entre la perspectiva espiritual de Cayce y la opuesta orientación del científico, así como la diferencia de medio siglo o más entre las revelaciones psíquicas de Cayce y los más recientes teoremas científicos, a veces podemos detectar un sorprendente hilo de similitud que corre entre los dos. Y nos sugiere que ambos podrían estar avanzando por rutas paralelas hacia algún punto de futura convergencia, muy parecido a las teóricas líneas en el espacio de Einstein.
Precisamente así, de hecho.
Como alguna vez lo dijo Cayce, acontecimientos ya anunciados apuntan a una inevitable convergencia entre los mundos del espíritu y la materia a medida que los avances tecnológicos lleven al infatigable explorador científico a terrenos cada vez más remotos de la investigación. Todo en el universo material, como lo planteara Cayce, está diseñado igual que en el espiritual, pero en una forma divergente, muy similar a la manifestación de una sombra.6 Y puesto que las leyes naturales tienen su origen y equivalente superior en las leyes espirituales, el descubrimiento de una ley inferior nos acerca simultáneamente a una intuitiva comprensión de aquello superior, de lo cual se deriva. Alcanzado este nivel de entendimiento espiritual de las leyes del universo, el hombre ha avanzado bastante en su designio de convertirse en señor del cosmos, y de sí mismo. Sin embargo, adquirir demasiados conocimientos con muy poca comprensión es peligroso, como para desgracia suya aprenderían los atlantes . . . (Veremos su catastrófica caída en un capítulo más adelante).
Entretanto, con respecto a ese hilo de similitud que mencionamos, aquí tenemos algunos ejemplos.
El primero tiene que ver con la teoría de la creación en la Gran Explosión. Si fue una auténtica «explosión», podemos estar seguros de que su aspecto más notable fue una enorme vibración central —esencia de la luz y el sonido— que espontáneamente se expandió en todas direcciones por los recién nacidos terrenos de tiempo y espacio, sin que se haya detenido jamás. Sobre esto, la ciencia está completamente de acuerdo, claro, y continúa rastreando las primigenias ondas de luz y sonido a través de nuestro universo en expansión. Pues bien, entonces: ¿Qué dijo Cayce, mucho antes de que se hablara de esa enorme y vibrante explosión, que conmocionó al mundo de la ciencia moderna? Su visión psíquica de nuestro origen universal difería muy poco. Claro que ese poco era mucho en términos espirituales. Todo, dijo, proviene de una Vibración Central —Verbo y Luz— que toma formas diferentes en el continuo despliegue de su manifestación por todo el universo.7
Y afirmó, para complementar, que todas las vibraciones son parte integrante de la Conciencia Universal; que toda fuerza de la naturaleza, toda materia, existe como una forma de vibración, que es vida en sí misma. Esto incluye el cuerpo físico del hombre. Al describir electricidad y vibración como la misma única energía, Cayce definió la vibración como el movimiento o actividad de una fuerza positiva y una negativa, que crea los modelos de vida eléctricos hallados en la más pequeña de las partículas atómicas y, por consiguiente, incluso en algo al parecer «inanimado» como una piedra. Toda vibración, concluyó en una nota profundamente metafísica a la que la ciencia debería prestar atención, al energizar cualquier forma material que tome, debe pasar por una etapa evolutiva y salir de ella.8 Esto es tan cierto de una hoja que brota en primavera, destinada a cumplir su ciclo estacional de realización, como lo es de un hombre o de una estrella en desintegración. Pero en el caso del hombre, la evolución de la materia está sujeta a la mente como «constructora», y al alma. Pues lo que diferencia al hombre del resto de la creación es el alma. El alma es la semilla de Dios en el hombre, y es aquello que le sobrevive, reencarnando una y otra vez en un crecimiento gradual hacia la Unicidad . . .
Entretanto, esos físicos de partículas que hoy bailan un vals metafísico con el átomo, podrían llegar a aprender mucho más del siguiente hilo de similitud con su propia investigación. Todos y cada uno de los átomos del universo, dijo Cayce, tienen su relación relativa con cada uno de los demás átomos.9 Una vez más, hablaba de la Unicidad de toda la Fuerza pero esta vez, curiosamente, aplicada al microscópico nivel de la partícula atómica, demostrando así la omnipresente unicidad de lo más pequeño y de lo más grande, en el esquema divino de las cosas. Y es ahí donde está el meollo de una sorprendentemente simple «teoría del campo unificado», como la que buscaba Einstein, aunque alteraría en forma radical el futuro rumbo de la ciencia. Cayce también habló de la mente del átomo, en una afirmación muy parecida a los más recientes teoremas científicos. De la misma manera, alguna vez definió toda sanación física como un proceso de sintonización de cada átomo del organismo con la conciencia de lo divino que hay en su interior, refiriéndose a esa entidad espiritual residente, que diferencia al hombre y lo sitúa por encima de todas las demás formas vivientes evolutivas del universo.10
La conciencia del átomo individual, al igual que la más grande Conciencia Universal, ha sido una realidad aceptada en círculos esotéricos durante mucho tiempo. Como era de esperarse,