de Dios a la especulación de los predicadores o el mandato de los papas. No es pues sorprendente que esta prolongada y mutua separación entre ciencia y religión también haya generado una mutua desconfianza, a menudo alimentada por el dogmatismo de las dos partes. Sin embargo, ha llegado el momento de derribar ambas murallas, la separación y la desconfianza, para buscar un terreno común. Creo que por fin vamos aprendiendo que Dios está en las leyes de la naturaleza igual que en todas partes. ¿Por qué los científicos no empiezan —de hecho como ya lo están haciendo algunos— a descubrirlo allí? ¿Y por qué los devotos de la religión no hacen una interpretación más científica de la naturaleza de Dios y cambian lo sobrenatural por lo divinamente natural? Claro que hay otro problema: los hallazgos científicos por fuerza son tentativos, en tanto que los pronunciamientos religiosos son absolutos. Pero como Cayce lo expresó una vez, la Verdad es una experiencia en crecimiento. La religión y la ciencia deben estar sujetas a un constante cambio y crecimiento a medida que evolucionamos hacia Dios.
De hecho, hemos visto al absolutismo religioso sufrir rudos golpes en el pasado siglo de progreso científico en la medida que se ha probado debidamente lo insostenible de posiciones fundamentalistas del cristianismo sobre ciertos temas de la interpretación bíblica como la edad de la Tierra, por ejemplo, o el tiempo probable que el hombre la ha habitado. La ciencia no ha entregado ninguna respuesta cierta todavía, pero a la fecha la evidencia ha sido suficientemente fuerte para desbancar aseveraciones fundamentalistas sobre estos temas, por un margen muy amplio. El desmoronamiento de la obstinada resistencia fundamentalista frente a nuevas verdades es sólo cuestión de tiempo, tal como unos cuantos siglos atrás el revolucionario descubrimiento de Copérnico por fin hizo entrar en razón a un papa obstinado.
Como Gandhi observó sabiamente en alguna ocasión, la Verdad es Dios. Pero como buscadores de la Verdad, que aún no penetran los misterios de Dios, «la religión que concebimos está en permanente proceso de evolución y reinterpretación. El avance hacia la Verdad, hacia Dios, es posible sólo debido a esa evolución». Sabias palabras. Y fue quizás en este contexto de crecimiento espiritual, que más de una vez Cayce afirmó que la verdadera «iglesia» debe estar en nuestro interior, más que en ninguna organización estática, por útil e incluso necesaria, que para algunos demuestre ser como fuerza para «centrarlos» a pesar de la inevitable gravitación hacia el dogmatismo.
Por otra parte, a veces la ciencia ha sido igualmente dogmática al aferrarse a posiciones no comprobadas. La teoría darwiniana del origen de las especies es un buen ejemplo de ello. Aunque no pasa de ser una teoría discutible, a menudo es exaltada al status de hecho comprobado. Y en este caso, es más probable que sea la ciencia y no la religión la que se vea forzada a dar marcha atrás en el tiempo, al hacer ciertas concesiones importantes cuando modere su posición intransigente. No es que el hombre no haya evolucionado, por supuesto, o que no esté aún evolucionando. ¿Pero de qué y hacia qué? Esas son las preguntas cruciales. ¿Y qué hay del alma del hombre, que tanto afecta el esquema total de la evolución? La ciencia tiene todo el derecho a dudar de la existencia del alma, pero no a pasar de la duda a la negación. De hecho, hace poco un científico catalogó a la ciencia como «el arte de dudar».2 Es una distinción que todos los científicos deben tener muy en cuenta cuando se sientan tentados a rebasar sus propios límites y volverse dogmáticos.
Uno de los peligros del dogmatismo científico es el embarazoso hábito que puntos de vista desacreditados desde tiempo atrás, tienen de recuperar su respetabilidad perdida cuando una nueva generación de científicos da con nuevos hechos. Ejemplo de ello son ciertas ideas ya descartadas que una vez planteara el científico francés Lamarck, las cuales contradicen el popular dogma biológico acerca de la aleatoriedad de la evolución y acaban de resucitar a manos de un equipo de biólogos de Harvard. Los sorprendentes resultados de sus experimentos con bacterias, publicados por la revista británica Nature en su número del 8 de septiembre de 1988, indican que estos organismos unicelulares son capaces de controlar sus propias mutaciones genéticas, en total acuerdo con la vieja teoría de Lamarck. (Que una criatura multicelular como el hombre pueda hacer lo mismo aún está por probarse, pero la lógica nos dice que lo que un organismo unicelular puede conseguir por sí solo, con seguridad no debe estar por fuera de la innata sabiduría de toda criatura viviente, incluso del hombre).
Entretanto, mientras los científicos dan señales de una cada vez más pronunciada inclinación a la metafísica en sus estudios del átomo y el universo, entrando así al patio trasero de la religión, algunos contendientes religiosos han intentado invadir los terrenos de la ciencia con una mal denominada «ciencia» propia, llamada ciencia de la creación. La cual, aunque en algunos aspectos refleja un escaso conocimiento de los principios científicos básicos, con lo que se descalifica a sí misma como verdadera disciplina científica, de todos modos sirve para demostrar que ciencia y religión ya no pueden evitar el cruce por sus terrenos antes mutuamente exclusivos. Y para ser sinceros, ¿acaso no es precisamente una cruzada fecundación de ideas de estos dos reinos rivales lo que se necesita en esta crítica etapa evolutiva? Porque se nos ha dicho que ya se está gestando una nueva raza madre que llamará al mundo a una mayor unificación a todo nivel.
Nuestro tema aquí es la unicidad.
Ciencia y religión son los pilares gemelos de nuestra civilización moderna. Cada una tiene su función separada, claro, como la tienen la cabeza y el corazón en el hombre, y ninguno de ellos puede sobrevivir sin cierto grado de cooperación del otro. Hay que reconocer esa interdependencia y actuar en concordancia, o el bienestar de todo el organismo correrá peligro. Igual ocurre con el intelecto y la emoción: los necesitamos a ambos, interactuando en forma equilibrada, o corremos el riesgo de convertirnos en una doble personalidad encaminada a la autodestrucción.
Trato de llegar a una percepción de la totalidad de las cosas. No obstante las mentes e inventivas increíblemente prolíficas de nuestros mejores científicos, asistidos como nunca antes por una casi ilimitada tecnología, el innato desprecio de la ciencia por los valores espirituales crea un lado «ciego» que impide muchos avances posibles. ¿Durante cuánto tiempo una ciencia librepensadora podrá evadir o desechar las realidades espirituales que pugnan por salir bajo sus inquisidoras manos, por así decirlo? Tarde o temprano, deberá encarar la necesidad evolutiva (de la que apenas un escaso número de científicos está siendo consciente) de reconocer la existencia de una Fuerza divina universal, o Dios, tras todo lo que ahora examina con tan deliberado desinterés por su naturaleza fundamental. Cuando lo logre, la ciencia tendrá que establecer objetivos y pautas interdisciplinarias sobre esa premisa unificadora. Para la humanidad el progreso resultante, tanto espiritual como material, será realmente espectacular y nos capacitará para crear una utopía terrenal si así lo deseamos.
En cuanto a la religión, su tarea de autocorrección luciría un tanto más difícil, pero ¿qué es imposible para Dios? La religión es una casa que está muy dividida en contra de sí misma, y ya es una maravilla que Dios pueda encontrar morada bajo su debilitadas vigas. Todas las grandes religiones del mundo necesitan unirse, en espíritu si no en la práctica individual, bajo un tema común a todas: «El Señor nuestro Dios es Uno». Luego, trabajando en equipo con la ciencia en todo el mundo, este cuerpo religioso unificado puede llevar a cabo una labor organizada bajo un ideal común, en busca de erradicar la pobreza y la ignorancia que sin proponérselo tantas veces han fomentado en el pasado, con políticas interesadas y socialmente retrógradas. No es posible satisfacer las necesidades del ser interno ignorando el externo.
Si trabajamos juntos, cosecharemos los frutos de la unicidad. Y de unicidad, dijo Cayce, es de lo que realmente se trata la evolución. Cualquier cosa que aparte a cualquiera de nosotros frena el avance de los demás, y todo aquello que nos una eleva a la humanidad como un todo. Jesús, al dirigirse a aquellos espiritualmente necesitados que se reunieron para escuchar sus palabras pocos días antes de su última cena, formuló su Ley de la Unicidad mediante una sorprendente profecía. Su cumplimiento puede ser un proceso en curso, incluso ahora. «Pero yo, cuando sea levantado de la tierra», dijo Él, «atraeré a todos a mí mismo».3
La Mente es el constructor, se nos ha dicho, y nuestros pensamientos continuamente se están materializando a innumerables niveles. Uno de esos niveles, por increíble que parezca, tiene implicaciones cósmicas. Implica el factor de resonancia.