el caos?
Al principio, esta sorprendente secuencia nos parece paradójica. Si debía haber caos en el primer movimiento de la Energía Creadora, esperaríamos un orden inverso de los acontecimientos: caos —el vacío de lo no revelado— seguido de una gran explosión de luz, una vibración cósmica. De hecho, justo lo que los cosmólogos parecen haber previsto bastante acertadamente como principio de las cosas, en su percepción racional del orden jerárquico divino (si es que fue «divino» y no un simple «suceso casual» en el tiempo y el espacio).
Pero aceptemos que fue divino. El orden es demasiado evidente por doquier en el universo que podemos observar, como para admitir la teoría de lo «casual» como veremos más adelante. En cuyo caso, entonces el Creador Divino habrá tenido Su propia lógica.
¿Pero cuál es esa lógica? Sigamos. Está a punto de revelarse.
La proyección de la Luz, descubrimos, fue sinónimo del despertar de la Fuerza de la Mente Suprema o Conciencia Universal. La Mente, y su compañero, el Espíritu, dieron vida a la primera creación: un universo espiritual, siendo uno con el Altísimo, y poblado con ideas celestiales que tomaron forma y sustancia espirituales, cuales vivían en una dimensión de la Mente y no requerían tiempo ni espacio para su expresión individual. (En esta etapa, el equivalente material de esta creación superior no existía todavía, porque aún no era necesaria su aparición).
Las lecturas de Cayce sobre ese suceso inicialy los acontecimientos siguientes, corroboran y desmitifican muchos pasajes bíblicos que hasta ahora habían sido desconcertantes. Nos enteramos de que, tal como el Evangelio de San Juan y la Epístola de Pablo a los Hebreos lo sugieren con algunos rodeos, la «luz» que originalmente se menciona en el Génesis era sinónimo del primero y único Hijo —la Mente—: el Verbo engendrado. Y fue después que Él, como Mente Creadora o aspecto creativo del Altísimo (definido por Edgar Cayce como la Primera Causa, o «Padre», como el Cuerpo; el Hijo, la Mente; el Espíritu Santo, el Alma),2 creó otro universo aparte, cuando el Infinito avanzó sobre lo finito en ese lugar fuera de Sí mismo llamado caos.3
En cuanto a las razones para esa segunda creación, así como sus consecuencias, me temo que eso ya es querer adelantarnos demasiado. Las respuestas aparecerán en su debido orden, cuando lleguemos a la Guerra en el Cielo y la rebelión de los ángeles. (Porque los ángeles, hay que reconocerlo, son bien reales ¡aunque no necesariamente «angelicales»! El registro de sus actividades, buenas y malas, se ha tejido en los etéreos hilos de Akasa, junto con el de los hombres). Entretanto, es tiempo de señalar un acontecimiento portentoso. Ese mismo primero y unigénito Hijo de Dios, a través del cual fueron engendrados después todos los demás hijos, así como las huestes de fuerzas angélicas que pueblan el universo superior de las formas mentales etéreas, ahora tomó una decisión insólita. Decidió materializarse a Sí mismo en el reino más bajo de la materia cada vez más densa —su segunda creación— donde hay que compartir la luz con la oscuridad, en el planeta Tierra. ¿Pero por qué? Para cumplir un propósito divino, sugieren los registros. Un propósito de carácter expiatorio. Después de aparecer una y otra vez en manifestación física, al final su ciclo de apariciones terrenales acabó victorioso sobre una cruz y en un sepulcro. Resucitó, y regresó al lugar de donde Él había venido, para que otros en la Tierra pudieran seguirle . . .
«Estudie la información filosófica o teosófica», alguna vez aconsejó Cayce a una mujer que le preguntó qué debía hacer para involucrarse en un trabajo espiritual que complementara el del propio Cayce.4 En otra ocasión, Cayce se refirió en una de las lecturas psíquicas a la utilidad de la filosofía ofrecida al mundo por Confucio y Buda, o contenida en las enseñanzas del taoísmo, para el desarrollo de la mente del hombre, así como también la de aquellas sagradas escrituras de la India que hablan de Brahma.5 Después enfatizó la necesidad de correlacionar las escrituras de diversas naciones, a través de los tiempos, como medio de ampliar nuestra perspectiva espiritual de acuerdo con ese precepto holístico que contiene la Biblia: «El Señor nuestro Dios es uno».
Es un buen consejo, así que vamos a seguirlo.
De hecho, en los escritos teosóficos de Helena Petrovna Blavatsky, a finales del siglo diecinueve, ella presentó como su lema estas palabras, provenientes de una fuente india: «No hay religión superior a la verdad».6 ¿Quién puede decir que es una afirmación errónea? Atengámonos a ella mientras retrocedemos un poco para explorar uno de los muchos antiguos paralelos de la versión bíblica de la creación. En realidad, esas versiones paralelas surgen en las leyendas religiosas de casi todas las grandes culturas, en las que hallamos familiares verdades ocultas en sus mitos y metáforas. Es obvio que la historia de la creación ha existido hace tanto como el mismo tiempo y se ha convertido en parte del inconsciente colectivo de toda la raza humana. ¿Qué mejor prueba entonces, de su probable veracidad? Pintada en muy diversos colores, con pinceladas distintas de una nación a otra, y a menudo con personajes que aparecen en escena con extravagantes atuendos apenas identificables, de todos modos conocemos demasiado bien los papeles como para confundir los actores, o la historia.
Tomemos la versión hindú para este ejemplo. Encontraremos que es muy parecida a nuestro familiar recuento bíblico de las cosas. Y sin embargo, igual podemos buscar en otras partes, por supuesto. En la China y la trinidad taoísta. En Egipto y Osiris. En Grecia y la Mónada de Pitágoras. En la mitología nórdica. O en el «Adán Superior» de los cabalistas hebreos y en el multicolor «Logos» de las primeras sectas gnósticas. Pero, ¿para qué confundir el tema con tanta diversidad?
Volvamos pues, a la literatura hindú. Aquí también existen variaciones entre los textos puránicos y védicos. Simplifiquemos un poco. En pocas palabras, al principio encontramos a Dios identificado como Brahma, el Ser Absoluto. Sin embargo, también se le anuncia como el miembro creador (la Fuerza de la Mente Suprema, por así decirlo) de la versión hindú de la trinidad, cuyos «hijos nacidos de la mente» hacen su aparición, junto con los saptarishi —agentes angélicos— en la primera, o invisible, creación. Más adelante, Brahma sale del reino interior del Ser Absoluto e inicia el «ciclo de lo necesario» al dejar caer el Huevo Cósmico en el caos, del cual va a nacer el universo visible. Luego, como Señor del Universo, Brahma entra en esta creación inferior en forma corporal para comenzar el Gran Ciclo de la evolución de regreso al Absoluto, y mostrar a las almas que luchan a Su alrededor el camino que los librará de la noria del karma, de la reencarnación, y también de maya o la ilusión de separación y multiplicidad.
En el Bhagavad-gita, un conocido texto védico, encontramos esta encarnación del Ser Superior denominado Atman. Sin embargo, los estudios del Gita dejan claro que debemos considerar el Atman simplemente como otro nombre y forma de Brahman o Brahma, o Brahm, si así se prefiere. Los puristas, atrapados en el concepto de dimensiones y divisiones escalonadas del Uno, por supuesto argumentarán lo contrario, e insistirán en las sutilezas de la diferenciación. Esos matices filosóficos no caben aquí. No se trata de negarlos, por supuesto. Pero optemos más bien por una Unicidad fundamental. Nombres diferentes y otros rostros, quizá, pero la misma Entidad divina. Eso es lo que importa.
Y también es cierto del Cristo.
En la interpretación psíquica de Cayce de la versión bíblica de los acontecimientos, descubrimos al Señor interpretando su papel divino como Guía por excelencia en unas treinta distintas encarnaciones en carne y hueso, todas con nombres diferentes, pero siempre el Cristo. Más adelante lo encontraremos en varias de esas apariciones históricas. Sin embargo, se puede revelar aquí una de ellas, de pasada. Este fue la del Adán andrógino, como Él existió antes de la proverbial Caída. Y la última, por supuesto, ya la hemos identificado como Jesús de Nazaret. ¿Y entre estas dos? Todas, salvo unas cuantas, permanecen en el misterio.
No obstante, cabe la posibilidad de que uno de ellos haya sido una encarnación en la antigua India, con un nombre brahmánico. Porque las lecturas de Cayce nos cuentan que el «Salvador» bíblico, bien sea en su manifestación en carne y hueso, o como ese impulso crístico invisible que lleva a otros a ser uno con la única Conciencia Universal, ha influido en todas las formas de filosofía o pensamiento religioso que a través de la historia han enseñado que Dios es Uno.7