W. H. Church

Edgar Cayce la Historia del Alma


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escenario posible. Sin embargo, no necesitamos insistir en él, por supuesto. De cualquier manera, sin duda explicaría, como nada más podría hacerlo, por qué dos de las principales religiones del mundo, tan claramente diferentes en términos culturales y geográficos, ofrecen una versión de la creación tan sorprendentemente parecida.

      Y hay otro aspecto más de su paralelismo que podemos estudiar: la Palabra. OM. En el léxico hindú, «OM» es el sonido vibratorio y símbolo de Brahm. También se le conoce como la «Corriente Audible de Vida», un término oculto que puede equipararse, en esencia, con la Voz de la Creación, el Verbo. (Recordemos que el sonido, como la luz, es solo un modo de energía o vibración). Repetido una y otra vez durante el acto de meditación, OM (pronunciado «Ommm») es el mantra hindú tradicional. Se cree que su repetición audible eleva las vibraciones corporales en tal forma que despierta la energía kundalini que reposa dormida cual serpiente enroscada en la base de la columna vertebral, a medida que el que medita pasa a un estado alterado de conciencia. Se dice que una vez despierta, esta «energía» transformadora sube como una flecha dentro del cuerpo siguiendo una trayectoria ya establecida y activando ciertos centros espirituales hasta que alcanza el más alto de ellos, en esotérica asociación con la glándula pituitaria localizada en el centro del cerebro. Se supone que si alcanza ese pináculo, quien medita experimentará un estado inefable de unicidad con Brahma, o Dios. Este estado de arrobamiento se denomina samadhi. Es equiparable, por supuesto, al «éxtasis» de los santos y místicos cristianos, que han logrado un estado de unión meditativa con Dios a través de la elevación de la conciencia crística interna, obviamente un proceso de transformación idéntico pero bajo distintos términos de referencia metafóricos. En lenguaje psicológico, este mismo estado meditativo se denomina «conciencia cósmica».

      Las lecturas de Cayce dicen mucho sobre este tema tan complej o. Sin perder la cabeza en aguas tan profundas, igual nos sumergiremos fugazmente en ese insondable pozo de sabiduría en un capítulo posterior, cuando este viaje nos lleve allí. Y veremos que nuestro conocimiento de la materia desempeña un papel necesario en la evolución gradual del alma de regreso a su Origen, y que de hecho es un tema muy ligado a la compleja simbología del Apocalipsis de Juan.

      Entretanto, con una referencia más específica aquí, donde nos hemos tropezado con un paralelo por demás obvio entre el «Verbo» bíblico y el «OM» hindú, alguna vez Cayce observó que el habla es la vibración más elevada del cuerpo humano. A este mismo respecto, recomendó el uso de la palabra hablada en la oración como más efectiva que su homologa silenciosa.8

      ¿Cuántas hazañas inimaginables, podríamos preguntar con razón, mucho más asombrosas que derribar las murallas de Jericó con gritos y trompetas, no habrá realizado el Señor en el principio con los incalculables poderes vibratorios de Su Palabra hablada? Entonces, ¡ es de suponer que una palabra fue suficiente para dar vida a todo un universo! Mas yo les presento la formidable idea de que en la Mente de Dios, mil millones de ideas por mil millones de veces no son mayores que una. Y es ahí, deducción lógica, donde reside el gran secreto de la creación: en su Unicidad. Un átomo es igual a un universo. Y la Mente informa y gobierna todo, el macrocosmos y el microcosmos, hasta la última partícula de polvo sideral . . .

      Para reanudar nuestro viaje, ahora debemos iniciar el descenso con nuestro guía psíquico a través de los inmensos y nebulosos dominios de Akasa hasta donde está a punto de estallar la Guerra del Cielo.

      ¿La causa de esa guerra?

      Obstinación. O, en un contexto más metafísico: un mal encauzamiento del don divino del libre albedrío. En resumen: egoísmo. Alejarse, o separarse, de Dios.

      ¿Y el culpable de esta celestial conmoción? Nada menos que el antiguo Príncipe de la Luz —Lucifer—, hoy conocido en la Tierra por una cantidad de nombres menos halagüeños como el Tentador, Satanás, Diablo, Dragón, Serpiente, Príncipe de las Tinieblas, todos simbólicos de la malévola influencia del libre albedrío mal utilizado.

      El primero en ser creado de los siete arcángeles y de todas las huestes angélicas, a Lucifer también se le consideraba el más hermoso: un verdadero «ángel de luz». Tal vez es por eso que su nombre, que significa «portador de luz», y su mandato inicial se relacionaron en la leyenda con Venus, el lucero de la mañana y de la tarde. (Una metáfora acertada, que describe su temprano auge y posterior caída). Es probable que este concepto mítico se remonte al conocido pasaje de Isaías, «¡Cómo has caído del cielo, oh Lucifer, hijo de la mañana!». Las palabras, claro, iban dirigidas como advertencia profética a Nabucodonosor, Rey de Babilonia, quien buscaba, como el equivocado Lucifer, exaltar su trono «por encima de las estrellas de Dios . . .».9

      Sin embargo, esta teoría de Venus-Lucifer debe caer, como cayó el propio Lucifer. Venus, igual que los demás planetas y el resto del universo manifiesto, ni siquiera existían cuando Lucifer y sus secuaces fueron expulsados de la presencia de Dios y lanzados al abismo. Es de suponer que allí, en el vacío del caos y despojados de todo esplendor celestial, Lucifer y sus caídos seguidores vagaron sin rumbo fijo por su propia oscuridad, sin un reino o gobierno visible hasta que la segunda creación fue puesta en marcha.

      Este universo inferior de la materia se constituyó entonces en una arena en la que las fuerzas opuestas de la luz y la oscuridad —el bien y el mal— se encontrarían de nuevo para reanudar la batalla inconclusa, en un lugar bien apartado de la santidad del Ser Infinito, aunque no del todo lejos de la redentora influencia de la refracción de su Luz. Aquí el destronado Lucifer, con sus trémulas hordas, tomaría un nuevo nombre —Satanail o Satanás— y asumiría un gobierno muy diferente, como Príncipe de las Tinieblas. Su poder e influencia quedarían restringidos, sin embargo, por el hecho de que debe luchar eternamente con la constante presencia vigilante de las Fuerzas Superiores, que por mandato divino actúan para imponer el equilibrio necesario. Así, el libre albedrío de cualquiera de los hij os de Dios que decidiera apartarse del Creador para vivir la experiencia evolutiva en el universo inferior de la materia seguiría intacto, permitiéndole regresar por fin al universo espiritual del cual provenía, y recuperar su divinidad.

      Esa batalla aún continúa, dicen las lecturas al igual que los teólogos, aunque ahora se libra más que todo en las mentes y corazones humanos y, por supuesto, en las almas.

      Pero, ¿qué hay de sus verdaderos comienzos? Separar los hechos de lo puramente alegórico puede plantear un problema para las mentes muy exigentes. Adoptemos pues la perspectiva más amplia, desde la cual se reconoce que reducidos a su esencia, lo objetivo y lo alegórico pueden ser uno.

      Si recurrimos primero a las enseñanzas teosóficas, no nos debe sorprender encontrar una vez más que el hinduismo nos puede facilitar un esclarecedor paralelo. La versión védica de la historia de Lucifer muestra a Moisasure, el Lucifer hindú, que envidioso de la luz resplandeciente del Creador, decide liderar su legión de subordinados espíritus declarando una guerra espiritual contra Brahma. Pero Shiva, la tercera persona de la trinidad hindú y señor de las fuerzas de la destrucción, expulsa de su celestial morada a Moisasure y sus espíritus rebeldes y los arroja a la región de las tinieblas eternas.10

      Veamos en nuestro próximo relato de los acontecimientos, las escrituras apócrifas y la Biblia. Y después volveremos a nuestra fuente psíquica.

      Es lamentable, no obstante, que hasta aquí no haya nada lo suficientemente atrayente en nuestra historia como para que un científico participe en esta investigación celestial. ¿La razón? Falta de datos empíricos, por supuesto. Ausencia de leyes naturales que observar y teorizar. El marco de la ciencia no permite la especulación filosófica, y con toda razón. No obstante, si por fin algún día la ciencia aprende a recurrir a los registros akásicos, como ahora pueden hacerlo solo unos pocos dotados con el don psíquico, la observación científica del fenómeno celestial así como del terrenal será una clara posibilidad. Es más, los medios para tal avance científico pueden estar más cerca de lo que se cree. Primero, ya es evidente que la ciencia está avanzando a gran velocidad hacia nuevos horizontes antes inimaginables. Abundan los nuevos descubrimientos. En los últimos tiempos han surgido dos nuevas y asombrosas disciplinas científicas: una conocida como la ciencia del caos, y otra denominada en forma