etc.
Capítulo VI: La brujería vasco navarra
En 1466, la provincia de Guipúzcoa dirigió una petición a Enrique IV de Castilla, su señor natural, para que hiciera algo eficaz contra las brujas que habían proliferado tan extraordinariamente en el territorio, que constituían un mal de primer orden y las autoridades locales no habían sabido atajar, bien por mostrarse demasiado blandas con las acusadas, bien por temor, hasta tal punto que habían llegado a silenciar en sus informes el acuciante problema.
El débil monarca castellano accedió a la petición y facultó a los alcaldes para sentenciar y ejecutar en casos de brujería sin derecho a apelación por haber llegado a convertirse en una auténtica plaga social.
La brujería vasca aparece ligada a una peculiar situación del país: el desorden provocado por los constantes conflictos derivados de las banderías antagónicas entre sí y una tradición de paganismo primitivo ligada a ídolos como la Dama de Amboto en torno a la cual se agruparon adoradores del macho cabrío demoníaco.
Escenario contradictorio fue así el Duranguesado porque además de hacer sinónimas a las brujas con durangas, había aparecido un movimiento religioso herético de hermanos unidos por la pobreza.
Procedimientos para desenmascarar
a una bruja
El procedimiento conservado más corriente trataba de meter cuantos alfileres cupiesen en el corazón de un gallo. Del mismo modo, si había una bruja en una iglesia y el oficiante se olvidaba de cerrar el libro del altar al final de la misa, la sorguiña o bruja vasca no podía salir del santo recinto porque “el libro que abría camino a los fieles para su salvación, cerraba el paso a la bruja maléfica”.
Las vascas aseguraban que nunca se debía dar la mano a una bruja agonizante, porque trasmitía sus poderes, más si se le ofrecía una escoba, un palo o un ramo de retama verde. Las ramas de los árboles podían quedar impregnadas de las imprecaciones brujeriles que el viento podía despertar.
La caza de 1527:
¿asunto religioso o político?
En un principio, expertos en la brujería vasco navarra alertaron sobre los maleficios que las sorguiñas comportaban, pero rechazaron de pleno sus fantásticos vuelos sobre escobas. Sin embargo, pronto ganaron la partida los que creían a pies juntillas los rápidos traslados a través de los aires, sobre todo, a partir de la caza de brujas propiciada en 1527 por el consejo de Pamplona, que había tomado el testigo de la Inquisición de Logroño cuando veinte años antes el Tribunal del Santo Oficio había ordenado la pena de hoguera para más de treinta desgraciadas.
Hasta tres juntas de brujos y brujas (como siempre, más de estas que de aquellos) halló el inquisidor Avellaneda en los valles del Roncal, Salazar, Aézcoa, Roncesvalles y la tierra septentrional de Pamplona con un total de más de cuatrocientos miembros, por lo que bien podría decirse que la infección brujeril del país era general.
Nace el aquelarre
Precisamente será en estas tierras vasco navarras en las que se utilice por primera vez la idea del demonio como macho cabrío: (akerr, en vascuence y larre, larra= prado) dando origen a la palabra aquelarre o akelarre = prado del macho cabrío, en donde tenían lugar las reuniones, sinónimo del sabbat, auténticas orgías sexuales para los inquisidores y las autoridades civiles en las que participaban promiscuamente hombres, mujeres y diablos que corrompían a mozas y hasta niñas. A los ojos de la Inquisición, los convocados al aquelarre siempre se trataban de sectas malvadas y juramentadas para hacer el mal sobre los seres humanos, animales y cosechas, con premio para los que realizaban más barbaridades y castigo para los que se escabullían de ellas. Sin embargo, es curioso que esta ofensiva se emprenda por los años en que el territorio navarro era anexionado a la monarquía de Carlos I, ¿no serían los acusados agramonteses, partidarios de los antiguos reyes de Navarra? Una vez más parece que política y religión se entrelazaron para la finalidad de los mandamases.
La brujería como inversión del cristianismo
El Tratado de las supersticiones y hechicerías de fray Martín de Castañega publicado en 1529 en Logroño y dedicado al obispo de Calahorra don Alonso de Castilla, representó el mejor alegato justificativo de que la brujería era la inversión del cristianismo. Su protagonista es la sorguiña, la bruja, nombre derivado del vasco sorguñ = sortilegio (en latín sors - sortis= suerte en castellano). Y el sufijo vasco egin = hacer (así pues, hacer sortilegios).
Fray Martín justifica que haya más mujeres que hombres porque estas (¡menudo alegato machista!) “son compendio de todos los vicios y las viejas y pobres más aún si cabe, que las jóvenes y ricas” (¡bien por la división de las clases sociales!).
Como cosa curiosa, admite que aunque una bruja puede salir en figura de pájaro, gato, zorro (o mejor gata y zorra, sobre todo esta última metamorfosis les venía perfecta) o de forma invisible de un lugar, nunca puede salir por puerta o ventana del tamaño menor que el que tenga el cuerpo que ha adoptado. Claro, porque sino quedarían encalladas. (¿Tan tontas eran que no hacían un previo cálculo antes de metamorfosearse?).
Otra cuestión relevante es que junto a tanta credulidad, Castañega llegó a la conclusión de que las personas que afirmaban estar endemoniadas debían ser tratadas como enfermas, con remedios naturales.
Reprobación de las supersticiones
y hechicerías
Publicado por el aragonés Pedro Sánchez Ciruelo (1470 - 1560), una especie de padre Feijoo de la época, donde se analizan muy detalladamente todas las artes mágicas, dedicada a las bruxas xorguinas, donde plantea la posibilidad del traslado mágico (eso el padre Feijoo no lo admitiría), pero también que la mayoría de las veces las bruxas quedan sometidas a una especie de letargo (provocado por los alucinógenos) durante el cual creen ser las protagonistas de las aventuras que cuentan luego.
¿Corrupción de menores?
Ya bien entrado el s. XVI, la gente del lugar recitaba el siguiente estribillo: “Cerca de San Sebastián llevan niños a Satán”.
Interrogados unos niños de diez años, confesaron que una tal Mari Chuloco que vivía en pasajes, aunque de origen francés, los engatusaba con promesas diciéndoles que se lo pasarían muy bien y les ofrecía golosinas hasta llevarles en presencia del mismísimo demonio. Quizás fuera el primer tipo de bruja pervertidora que iniciara a los muchachitos en los placeres prohibidos.
Los mozalbetes añadieron que en el lugar de las reuniones había una gran multitud de mujeres y hombres (más de lo primero), todos iban con máscara y danzaban a la luz de unas velas de pez. A veces dejaban al cuidado de los niños unos extraños sapos.
Uno de los chiquillos afirmó que cierta noche apareció de repente poco antes del amanecer una señora muy hermosa y muy bien vestida. Se trataba de la Virgen, que según la tradición legendaria salvó a la grey infantil volviéndola a sus familias ante la ira y consternación de las maléficas.
La justicia por su mano
A veces las autoridades civiles, ante la prudencia con la que se condujo la Inquisición en aquellas tierras forales en muchos casos, tomaron la justicia por su mano. Tal es el caso de las brujas de Cebeiro (cerca de Durango), cuyas acusaciones las gestaron, a lo largo del año 1555, unos aldeanos enemistados con otro grupo. Para ello se valieron de unas niñas inocentes a las que instigaron para que formularan gravísimos cargos. Llevó la voz cantante una tal Catalina de Guesala que tenía ocho años. En su declaración acusó de brujería a la facción contraria afirmando haber visto volar a las brujas y seguirlas por el mismo procedimiento del pringue, hasta el lugar de reunión en donde el demonio se presentó en forma de un caballo cornudo negro (animal más original que el cabrón, desde luego), danzaban y el demonio les daba a beber en una especie de cáliz de plata sus propios y amarguísimos orines (supongo que no actuaban como la pócima de la inmortalidad de Astérix) con lo que culminaba el desenfreno sexual.
Sucedió que la parte acusada también tenía sus testimonios y la propia Catalina fue a su vez acusada de brujería. El más mal parado