Euclides Eslava

Milagros


Скачать книгу

¡Llenar de agua unas tinajas cuando lo que falta es vino!”.

      No sabemos si movidos por la persuasión maternal de María o por la potestad mesiánica de Jesús, aquellos hombres reaccionaron con obediencia pronta, generosa: Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dice: “Sacad ahora y llevadlo al mayordomo”. Continúan las órdenes inusitadas y en apariencia erróneas: ¿qué va a pensar el maestresala cuando le presenten unas tinajas con agua? Casi podríamos decir que está en juego el puesto de los servidores.

      Sin embargo, grande es la fe de aquellos hombres, que se lo llevaron. Jesús obedece al Padre, que habla a través de la petición de María, y los sirvientes obedecen a Jesús y le portan no unos pocos mililitros, sino unos quinientos litros de agua: El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al esposo y le dijo: “Todo el mundo pone primero el vino bueno, y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora”. Aquel esposo quedaría sorprendido ante el elogio inesperado y, sobre todo, recuperaría la tranquilidad, al ver la cantidad de vino de gran calidad, que en realidad era el anuncio de la llegada del Reino de Dios, el vino de las bodas definitivas de Dios con su pueblo.

      San Juan concluye que Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria. Comenzó la vida pública del Mesías. Llegaron los tiempos mesiánicos. La conclusión tiene un añadido importante: Y sus discípulos creyeron en él. El pasaje de Caná es una escuela de fe: seguir a Cristo, obedecerle, confiar en Él, y acudir a la Omnipotencia suplicante de la Madre de Dios. Como observa san Alfonso María de Ligorio (1954):

      El corazón de María, que no puede menos que compadecer a los desgraciados [...], la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera [...]. Si esta buena Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran? (p. 48)

      Por esa razón, san Juan Pablo II (2002b) quiso que este pasaje fuera uno de los nuevos misterios del Rosario: “Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná, cuando Cristo, transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente” (n. 21). Podemos dirigirnos al Señor para que también nos aumente la fe, contando con la intercesión de su Madre:

      Quiero, Señor, abandonar el cuidado de todo lo mío en tus manos generosas. Nuestra Madre —¡tu Madre!— a estas horas, como en Caná, ha hecho sonar en tus oídos: ¡no tienen!... Si nuestra fe es débil, acudamos a María […]. Nuestra Madre intercede siempre ante su Hijo para que nos atienda y se nos muestre, de tal modo que podamos confesar: Tú eres el Hijo de Dios. —¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea! (SR, II misterio de luz)

      Y sus discípulos creyeron en él. Además, descubrieron el carácter familiar de la Encarnación, de la Iglesia: Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus hermanos y sus discípulos. Acudamos a la Virgen para que presente al Señor nuestras necesidades, nuestra falta de vino, de fe, de gracia, de santidad, y para que nos recuerde en cada momento de nuestra vida su mejor consejo maternal: Haced lo que Él os diga.

       2. El paralítico de Betesda

      Después de la conversión del agua en vino en las bodas de Caná, san Juan continúa su Evangelio con otros milagros, signos que demuestran con hechos la divinidad que más tarde el Señor enseñará con palabras. Se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. De acuerdo con su costumbre, san Juan ubica la escena temporalmente, en el marco de las fiestas judías. Para Benedicto XVI es muy probable que se trate de Pentecostés, aunque algunos dicen que podría ser la Pascua.

      Luego viene el contexto espacial: Hay en Jerusalén, junto a la Puerta de las Ovejas, una piscina que llaman en hebreo Betesda [o Betzata]. Esta tiene cinco soportales, y allí estaban echados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos. En el siglo XIX se encontraron los vestigios de esta piscina, al nororiente de la ciudad, junto a la puerta llamada también probática, el sitio por donde ingresaban los animales —entre ellos las ovejas (próbata, en griego)— que se sacrificarían en el Templo.

      Los alrededores de la piscina estaban ocupados por muchos enfermos, que esperaban la curación con aquellas aguas, pues tenían fama de milagrosas. Jesús entró a Jerusalén por esa puerta —quizá para no llamar la atención, pero también para estar cerca de las personas que más sufrían— y de inmediato su afán de almas le llevó a obrar el bien: Estaba también allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo.

      Podemos imaginar la gravedad de la situación, el peso que aquel pobre paralítico llevaba en su vida por esa incapacidad que le había acompañado desde pequeño. Pero su mayor dolor era la soledad en la que los demás lo habían dejado. De repente, desde el suelo, vio a aquel hombre majestuoso, que se dirigía hacia él y escuchaba el recuento acerca de su prolongada situación. Jesús, al verlo echado y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo, le dice: “¿Quieres quedar sano?”.

      Quizá en un primer momento el paralítico sintió deseos de responder mal, pero ya sabía que parte de su estado exigía tratar bien a los transeúntes, para no perder la posible limosna. Así que le hizo un breve resumen de su historia, que cada jornada relataba al que pasaba cerca, entre tanto indigente. Esa respuesta servirá para nuestro diálogo con Dios. El enfermo le contestó: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”.

      “No tengo a nadie”. Estas palabras nos deben golpear con frecuencia. Pensemos cuántos paralíticos del alma tenemos a nuestro alrededor, esperando la ocasión propicia para acercarse a Dios, y cuántos de ellos no encuentran quién les señale el camino, una persona que les dé ejemplo, que los acompañe en el proceso de aproximación a esa fuente de aguas vivas que es el corazón de Jesús:

      Piensan con frecuencia los hombres que nada les impide prescindir de Dios. Se engañan. Aunque no lo sepan, yacen como el paralítico de la piscina probática: incapaces de moverse hacia las aguas que salvan, hacia la doctrina que pone alegría en el alma. La culpa es, tantas veces, de los cristianos; esas personas podrían repetir “No tengo a nadie”, no tengo ni siquiera uno que me ayude. (AIG, p. 37)

      Comprometámonos con el Señor en este momento. Sin creernos mejores que nadie, pensemos que la amistad con Jesucristo, la doctrina clara sobre su misericordia, es un tesoro que debemos compartir con los demás: “Todo cristiano debe ser apóstol, porque Dios, que no necesita a nadie, sin embargo, nos necesita. Cuenta con nosotros para que nos dediquemos a propagar su doctrina salvadora” (AIG, p. 37). Miremos en este momento a cuál amigo en concreto podríamos acercarnos, como hizo Jesús con el paralítico, para llevarle a la salud espiritual que proviene de Dios.

      El Maestro, aun sabiendo las consecuencias difíciles que conllevaría su acción, procedió de acuerdo con las esperanzas que el paralítico había albergado toda su vida, y le indicó: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. El mendigo sintió deseos de responder mal, una vez más, ante lo inaudito de semejante orden. Pero, al mismo tiempo, comenzó a experimentar una extraña sensación: sintió fuerza en sus miembros y se levantó con decisión: y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar.

      Aquel personaje, después de una vida entera postrado, obedeció con prontitud. Tras un instante de desconcierto, empezó a sentir la fuerza en sus extremidades y se levantó inmediatamente. Contemplar su respuesta pronta nos puede servir para que comparemos nuestra débil respuesta a las indicaciones divinas, muchas veces retrasada con excusas injustificadas. Quizá padecemos otro tipo de parálisis, la espiritual, que podemos considerar a la luz de las acciones del pordiosero que estamos contemplando.

      También san Josemaría hace esa exégesis novedosa, en un texto escrito originalmente como instrucción para sus hijos espirituales y que al final quedó recogido y ampliado en el n. 168 de Forja:

      Hay