Euclides Eslava

Milagros


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esa cobardía, obliga la criatura al Señor a pronunciar las palabras que Él oyó del paralítico, en la piscina probática: “hominem non habeo! —¡no tengo hombre!

      —¡Qué vergüenza si Jesús no encontrara en ti el hombre, la mujer, que espera!

      Señor: no queremos fallarte con nuestra cobardía, con nuestra dejadez, con la falta de lucha que paraliza el alma. Ayúdanos, como al paralítico de Betesda, para levantarnos con presteza, con el espíritu de hijos tuyos. Que te busquemos con nuestro esfuerzo en esos puntos concretos que nos has señalado por medio de la dirección espiritual o de la confesión, ¡que puedas contar con nosotros, a pesar de que seamos tan poca cosa!

      El relato continúa con la discusión sobre el sábado y la naturaleza de Jesús: Aquel día era sábado, y los judíos dijeron al hombre que había quedado sano: “Hoy es sábado, y no se puede llevar la camilla”. Él les respondió, con palabras que recuerdan a las del ciego de nacimiento después de su curación: El que me ha curado es quien me ha dicho: “Toma tu camilla y echa a andar”. Un hombre que tiene el poder de curar una enfermedad de casi cuarenta años de duración es un profeta y tiene todo el derecho de indicar cómo se vive mejor la restricción laboral del sábado.

      Pero las autoridades insisten, de igual modo que en el caso del ciego: ¿Quién es el que te ha dicho que tomes la camilla y eches a andar? Quizá sospechaban que había regresado a la Ciudad Santa aquel profetilla del norte, que tenía ínfulas mesiánicas. El hombre que había quedado sano no sabía quién era, porque Jesús, a causa del gentío que había en aquel sitio, se había alejado. Poco después se le hizo el encontradizo y le dio un último consejo, más importante que la misma curación. Más tarde lo encuentra Jesús en el templo y le dice: “Mira, has quedado sano; no peques más, no sea que te ocurra algo peor”.

      “No peques más”. El Señor nos hace ver que la limitación física es un mal relativo, pues no separa de Dios, sino que, al contrario, puede unir bastante a la Cruz que el mismo Jesús quiso cargar por nosotros. El Maestro nos enseña que el verdadero mal no es el sufrimiento o la enfermedad, sino la ofensa a Dios. El pecado es la auténtica parálisis espiritual, total o parcial, como enseña el Catecismo:

      […] el pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere. (n. 1855)

      Como al paralítico de Jerusalén, el Señor nos saca de esa postración del pecado por medio del sacramento de la alegría, que es la Reconciliación. Es necesario

      […] mostrar la grandeza del amor de Dios, que nos espera siempre con los brazos abiertos, que nos sale al encuentro, para levantarnos, purificarnos, fortalecernos, dándonos además la seguridad de su perdón mediante las palabras del confesor. San Josemaría llamaba en ocasiones, al sacramento de la Penitencia, “sacramento de la alegría”; la alegría que surge del corazón de quien se sabe liberado del mal y personalmente amado por Dios. (Ocáriz, 2014, p. 74)

      Se marchó aquel hombre y dijo a los judíos que era Jesús quien le había sanado. Dio testimonio de la verdad, sin saber que aquellas palabras acarreaban dificultades al Señor. El cuarto evangelista concluye el pasaje mostrando la respuesta llena de odio que esas autoridades dispusieron ante una revelación palmaria de su divinidad: Por esto los judíos perseguían a Jesús, porque no solo quebrantaba el sábado, sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.

      Acudamos a la Virgen Santísima, que contemplaría con dolor la cobardía, la parálisis espiritual de aquellos hombres que rechazaban el amor que su Hijo había traído al mundo. Y pidámosle que la nuestra sea una respuesta como la del paralítico del Evangelio: inmediata, decidida. Que rechacemos el pecado como el único verdadero mal, y que acerquemos a nuestros amigos a la Confesión, sacramento de la alegría. De esta manera, Jesús encontrará en nosotros “el hombre, la mujer, que espera”.

       3. Curaciones en Cafarnaún

      En el comienzo de su Evangelio, san Marcos presenta la actividad inicial de Jesús, que anuncia la cercanía del Reino, llama a los primeros discípulos y continúa su misión por toda Galilea. Después lo muestra en una especie de jornada típica de los inicios del ministerio en Cafarnaúm, que incluye varios milagros, como los que veremos a continuación.

      El primer tema con el que nos encontramos durante la jornada en Cafarnaúm es el dolor, que en este caso afectaba a una persona muy cercana a los apóstoles: al salir ellos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a la casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella.

      En el Antiguo Testamento hay una tradición sapiencial muy rica para explicar el sentido del sufrimiento, un aspecto de la vida humana tan difícil de comprender. La historia del Santo Job es emblemática, pues pasó a ser la víctima por antonomasia de la injusticia. El Señor permitió que padeciera grandes pérdidas materiales —todas sus posesiones—, afectivas —todos sus hijos— e incluso que sufriera una penosa enfermedad.

      Su biografía es difícil, porque pone en tela de juicio la bondad de Dios, el cual permite el dolor del inocente. Es lo que vemos en la réplica que el santo hace a un amigo, en la que manifiesta la oscuridad de una vida sin esperanza (Jb 7, 1-7): Mi herencia han sido meses baldíos, me han asignado noches de fatiga. Al acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré? Se me hace eterna la noche. Corren mis días más que la lanzadera, se van consumiendo faltos de esperanza.

      Job se queja de que la vida humana es un espacio para sufrir. Parece un servicio militar, el trabajo de un jornalero o incluso la vida de esclavitud. Si todo ser humano tiene asignado un tiempo, el de Job es desdichado. Presenta un retrato lamentable de su padecimiento y por eso es un libro muy contemporáneo y universal: como el dolor es una de las constantes humanas de todos los tiempos, cada generación se siente retratada en sus lamentos. Aunque también es ejemplar la actitud del protagonista ante las pérdidas que iba sufriendo: El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor.

      ¿Por qué permite Dios el sufrimiento? Es fácil entender que el dolor tenga un efecto redentor en los malvados, pero ¿por qué sufren de igual manera los inocentes? ¿Qué sentido tiene la presencia del mal en el mundo? Son preguntas que laceran la conciencia de muchas personas, que las ponen a veces en contra del Señor. En algunas ocasiones, parece que justificaran el enfrentamiento —transitorio o definitivo— con Dios.

      Estamos haciendo nuestra oración, y es un buen momento para pensar en los dolores que nos aquejan. Las personas jóvenes quizá tengan pocos problemas: recuerdo el caso de uno que consultó al médico porque tenía problemas para dormirse. Al hacerle la historia clínica, resultó que ¡tardaba unos diez minutos en conciliar el sueño! Cuando hay personas que gastan varias horas procurando dormir, o que incluso pasan la noche en vela, ese problema es envidiable. Bromas aparte, cada uno tiene su talón de Aquiles: el riñón, el corazón, la tiroides, un tobillo, que incomodan el diario trajinar.

      Pero no solo se trata del sufrimiento físico, pues son más dolorosas las penas espirituales: pérdidas, humillaciones, engaños, pobreza, injusticias, soledad… Estos padecimientos son más profundos y es más difícil desarraigarlos del alma. Esa es la causa de una enfermedad muy dura: el resentimiento, que cuesta desterrar y genera más daño aún en quien lo padece. Vamos hablando con el Señor y contándole nuestras dificultades.

      En el segundo grupo de sufrimientos que hemos mencionado también se cuentan los que nos causan nuestras miserias y defectos. ¡Cuánto sufrimos al ver que no somos capaces de superar un determinado punto de lucha, o que otra imperfección, que creíamos superada, reaparece con nuevos bríos! En el fondo, estos dolores se remontan a un pecado de base, que es nuestra soberbia. Nos duele saber que no somos tan buenos como quisiéramos. Nos cuesta reconocernos