Euclides Eslava

Milagros


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humilde situación. Quizá este era el estado del mundo cuando apareció en una población secundaria del imperio romano un predicador que confirmaba su doctrina con milagros. Ya hemos considerado antes que la gente se maravillaba al ver que se estaban cumpliendo las profecías: parecía que aquel era el profeta anunciado por Moisés.

      Regresemos entonces a la jornada de Jesús en Cafarnaúm, cuando el Señor se enteró de que la suegra de Pedro estaba enferma: Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles.

      Llama la atención que la primera actividad de Jesucristo sea dedicarse a curar enfermos, junto con la llamada a la conversión, la elección de sus discípulos y el anuncio del Reino. En este caso podríamos pensar que se trata de un favor doméstico, cuidar a la suegra de un discípulo, pero en realidad es una más de muchas curaciones: Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios.

      Este pasaje del Evangelio ilumina las reflexiones anteriores: Jesús quiso explicar, con su venida a la tierra, el sentido del dolor, del sufrimiento y la enfermedad en la vida del ser humano. ¿Por qué le da el Señor esa primacía al remedio del dolor en su misión? Porque forma parte de su misión redentora, de la salvación que vino a traernos.

      El Compendio del Catecismo (2005) enseña que entre las consecuencias del pecado original están las siguientes: “la naturaleza humana, aun sin estar totalmente corrompida, se halla herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte, e inclinada al pecado” (n. 77). Jesús se encarnó “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”, como decimos en el Credo; es decir, para reconciliarnos con el Padre y para liberarnos de los efectos del pecado, también de la subordinación al sufrimiento y al poder de la muerte.

      No quiere decir que con su venida a la tierra los hombres dejáramos de enfermarnos o de sufrir, pero sí que podríamos encontrar un sentido para el dolor, descubrir su significado. El papa Benedicto XVI (2009) explicaba este pasaje diciendo que

      Las curaciones son signos: no se quedan en sí mismas, sino que guían hacia el mensaje de Cristo, nos guían hacia Dios y nos dan a entender que la verdadera y más profunda enfermedad del hombre es la ausencia de Dios, de la fuente de verdad y de amor. Y sólo la reconciliación con Dios puede darnos la verdadera curación, la verdadera vida, porque una vida sin amor y sin verdad no sería vida.

      La explicación de cómo logra curarnos el Señor, cómo nos enseña el sentido de nuestros sufrimientos, aparece de pasada en la escena que estamos meditando: y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Lo mismo había sucedido en el exorcismo de esa mañana: Jesús rechazó el testimonio del diablo, pues su misión no se explica por el poder milagroso, sino por su muerte en la Cruz.

      Ahí es donde se encuentra el sentido del dolor: en el hecho de que Cristo mismo quiso asumir nuestras debilidades, darles un valor redentor, que pudiéramos ofrecerlas por el dolor de todos los hombres. Con nuestro sufrimiento —no solo con las enfermedades, que pueden tardar en llegar, sino también con las pequeñas o grandes dificultades y contradicciones diarias, y con las mortificaciones y sacrificios personales que buscamos activamente en las cosas pequeñas, en el trabajo, en la vida familiar— nos hacemos partícipes de la Cruz de Cristo. Como Simón de Cirene, ayudamos a la reconciliación del mundo con Dios, pues participamos en el sacrificio que el Hijo ofreció al Padre en la Cruz y que celebramos cada día en la Misa.

      Por eso la Iglesia fomenta el cuidado de los enfermos y de los pobres, de los huérfanos y de las viudas de todo el mundo, como ninguna otra institución lo ha hecho en la historia: porque sabe que en ellos está Cristo y porque conoce que esas personas necesitan sobre todo ser conscientes de su presencia salvadora. Así se prolonga la obra de Jesús en la historia.

      Podemos ver en este Evangelio un llamado a que seamos instrumentos del Señor en la atención a los enfermos, a los pobres y necesitados. Quizá dedicando un tiempo de nuestra semana a visitar personas solitarias o débiles, o ayudando a instituciones de caridad, o poniendo en manos de Dios nuestra vida entera, por si quiere dedicarla al servicio de los demás.

      En el testamento espiritual que dejó la abuela de Jorge Mario Bergoglio, y que él cargaba en el breviario cada día, quedó escrito:

      Que éstos, mis nietos, a los cuales entregué lo mejor de mi corazón, tengan una vida larga y feliz, pero si algún día el dolor, la enfermedad o la pérdida de una persona amada los llenan de desconsuelo, recuerden que un suspiro al Tabernáculo, donde está el mártir más grande y augusto, y una mirada a María al pie de la Cruz, pueden hacer caer una gota de bálsamo sobre las heridas más profundas y dolorosas. (Rubin y Ambrogetti, 2013, p. 124)

      Acudimos a Jesús sacramentado y a su Madre santísima para que nos ayuden a llevar con visión sobrenatural las pequeñas cruces de cada día, y que encontremos, en las personas que sufren, al Señor que pregunta por nosotros, que quiere asociarnos a su misión redentora.

      En el Evangelio de Marcos (2, 1-12) aparece un grupo de amigos que tenían una peculiaridad: uno de ellos era paralítico. La escena se desarrolla en Cafarnaún, probablemente en casa de Pedro, que era el centro desde donde partía el apostolado inicial de Jesucristo. Ya había corrido la fama por la población acerca de las enseñanzas del Maestro y de las curaciones milagrosas. De hecho, según narra san Lucas en el pasaje paralelo (5, 17-26), también estaban sentados unos fariseos y maestros de la ley, venidos de todas las aldeas de Galilea, Judea y Jerusalén.

      Quizá el grupo de camaradas venía de otro pueblo, pues ya antes Jesús había curado a prácticamente todos los enfermos de la ciudad que lo hospedaba. El caso es que estos hombres, animados por el prestigio que había adquirido el huésped de Pedro, decidieron llevar a su compañero a esa casa. Es normal que una persona quiera servir a sus amigos más necesitados, pero también puede pasar que ese servicio cueste más de lo que inicialmente planea. Así les sucedió a estos muchachos. San Marcos cuenta que se supo que estaba en casa y acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta.

      Los cinco amigos no contaban con el obstáculo de la multitud. Tal vez alguno pensó volver a casa, regresar otro día que hubiera menos afluencia. Pero otro —quizá el mismo paralítico, lleno de esperanza— diría que era necesario aprovechar esa ocasión, no fuera a ser que el Maestro se fuera lejos. Sigue narrando Marcos que vinieron trayéndole un paralítico llevado entre cuatro y, como no podían presentárselo por el gentío, levantaron la techumbre encima de donde él estaba, abrieron un boquete y descolgaron la camilla donde yacía el paralítico.

      Es todo un montaje el de estos hombres, no sin peligro para la integridad del paralítico. Seguramente, muchos de los allí presentes se molestarían porque la maniobra interrumpió unas palabras de Dios, de las que ellos eran testigos privilegiados. Alguno quizá pensaría que el mismo Señor podría incomodarse por esa perturbación intempestiva. Veamos, sin embargo, cuál fue la reacción del Maestro cuando el enfermo tocó tierra: Viendo Jesús la fe que tenían, le dice al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”.

      ¡Cómo nos sorprendes, Señor, cada día! Quizá esperábamos de tu benevolencia una sonrisa de aprobación y, en cambio, pronuncias unas palabras que nadie esperaba. Te piden una disculpa por la molestia y Tú te adelantas con el perdón de los pecados. ¿Cuántas personas, de entre los amigos del paralítico, sus parientes, se habrían planteado esa necesidad? Quizá ninguno o, solo Dios sabe, el alma de aquel hombre suspiraba por la misericordia divina, tal vez pensando (de acuerdo con la mentalidad de su tiempo) que esa enfermedad se debía a sus pecados y a los de sus mayores. Benedicto XVI (2006a) explicaba que, al obrar así, Jesús muestra que quiere sanar, ante todo, el espíritu:

      El paralítico es imagen de todo ser humano al que el pecado le impide moverse con libertad, caminar por la senda del bien, dar lo mejor de sí. En efecto, el mal, anidando en el alma, ata al hombre con los lazos de la mentira, la ira, la envidia y los demás pecados, y poco a poco