Euclides Eslava

Milagros


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Sería muy difícil su relación con los demás, con mayor razón si padecía una posesión diabólica. En realidad, se trataba de un caso dramático. Por eso Jesús tuvo compasión de él y lo curó gustosamente, sin poner trabas o exigencias como hizo antes de otros milagros. San Josemaría se sirve de este personaje para comentar la importancia de la sinceridad. Al llamar a esta posesión la del “demonio mudo”, se refiere a un tipo de enfermedad que va más allá de la incapacidad de pronunciar palabra. La aplica, en la vida interior, al temor de abrir la boca, de no contar lo que sucede —especialmente los hechos negativos, los pecados o imperfecciones que hemos cometido—, por vergüenza, para no perder el supuesto buen concepto que deben de tener sobre nosotros las personas que nos ayudan. Por eso aconseja: “Id a la dirección espiritual con el alma abierta: no la cerréis, porque —repito— se mete el demonio mudo, que es difícil de sacar” (AD, n. 188).

      Además, explica las características de la sinceridad para que la dirección espiritual logre su cometido, que es la identificación con el espíritu de Cristo:

      Si el demonio mudo —del que nos habla el Evangelio— se mete en el alma, lo echa todo a perder. En cambio, si se le arroja inmediatamente, todo sale bien, se camina feliz, todo marcha. —Propósito firme: “sinceridad salvaje” en la dirección espiritual, con delicada educación..., y que esa sinceridad sea inmediata. (F, n. 127)

      Sinceridad salvaje, inmediata, con delicada educación. Dios es la verdad, además de que lo sabe todo de nosotros. El diablo, en cambio, es el padre de la mentira y del engaño. Por esa razón, no tiene sentido ocultar la verdad de nuestro interior a quien representa al Señor en el proceso de santificación personal. Es como si uno fuera al médico y le escondiera los síntomas, o no se dejara revisar ni tomar exámenes; o, peor aún, si le dijera que está muy bien mientras el cáncer lo está carcomiendo.

      Hay varios ámbitos en los que debemos vivir esta virtud. En primer lugar, con Dios mismo. Huir del anonimato, tratarlo de tú a Tú, con sencillez y naturalidad, en la oración y en el examen de conciencia. Pedir luces al Espíritu Santo para vernos como Él nos ve, que es la realidad última de nuestra existencia.

      En segundo lugar, sinceridad con nosotros mismos: considerarnos con objetividad, tratar de conocernos como somos, de alcanzar la verdad sobre nuestra intimidad, sin esconderla en subterfugios ni en eufemismos. Se trata de una manifestación más de la virtud de la humildad. No podemos asustarnos de que seamos frágiles, de que podamos caer ¡y que de hecho caigamos! El conocimiento propio es fundamental para darnos a conocer como somos.

      Y así llegamos al tercer punto: la sinceridad con el director espiritual, para facilitarle su labor de acompañamiento, de orientación y exigencia. Hemos de ser sinceros desde antes, cuando la tentación acecha, diciendo con franqueza: se me ocurre esto, tengo una mala temporada, encomiéndame más estos días... Y si tuviéramos la desgracia de “tocar el violón” —no tiene por qué suceder—, sinceridad inmediata (salvaje y educada) en la dirección espiritual y en la confesión sacramental.

      La sinceridad lleva a darse a conocer con humildad y claridad, sin medias verdades, sin disimulos ni exageraciones, sin vaguedades, manifestando con sencillez las disposiciones interiores y la realidad de la propia vida, de modo que se pueda recibir toda la ayuda necesaria en la lucha por la santidad. Sinceridad en lo concreto; en el detalle, con delicadeza. Huyendo del embrollo y de lo complicado, llamando a las cosas por su nombre, sin querer enmascarar las flaquezas, derrotas y defectos con falsas razones y justificaciones. (Fernández-Carvajal, 2011, p. 195)

      Abrir el alma, dejar entrar al Espíritu Santo en nuestro corazón —con todos sus dones y sus frutos—, es una táctica triunfadora. Un buen consejo por si llegara un momento en que costara especialmente la sinceridad es abrir una puerta con el director espiritual. Quizá decirle de pasada, o escribirle un mensaje: “tenemos que hablar”, “tengo que decirte algo”. Ya es una manera de dar un paso, comenzar a sincerarse. De esa forma, será más fácil encontrar el momento de hablar a solas. Si quizá tampoco sepamos cómo romper el hielo, se puede comenzar diciendo con toda sencillez: “me cuesta mucho decir lo que te voy a contar”. Y entonces, lanzarse a “soltar el sapo”.

      Quizá no haga falta un plan tan estudiado, lo que sí es eficaz es un consejo antiguo, que utilizaba san Josemaría en su labor pastoral. Ponía el ejemplo de una persona que cargaba, durante un tramo de varios kilómetros, algunas piedritas en los bolsillos y una roca en el hombro. Al llegar al sitio de destino, lo lógico es que soltara el peñasco, y no las piedrecitas. Pues así tiene que ser la actitud nuestra en la dirección espiritual: comenzar por lo que más cuesta, por las faltas de mayor entidad, sin “dorar la píldora” con pequeños errores que nos pueden llevar a la mentira o al engaño:

      Contad primero lo que desearíais que no se supiera. ¡Abajo el demonio mudo! De una cuestión pequeña, dándole vueltas, hacéis una bola grande, como con la nieve, y os encerráis dentro. ¿Por qué? ¡Abrid el alma! Yo os aseguro la felicidad, que es fidelidad al camino cristiano, si sois sinceros. Claridad, sencillez: son disposiciones absolutamente necesarias; hemos de abrir el alma, de par en par, de modo que entre el sol de Dios y la claridad del Amor. (AD, n. 189)

      La aplicación del pasaje del demonio mudo a la sinceridad en la dirección espiritual va más allá de un simple simbolismo: “El que se calla tiene un secreto con Satanás, y es mala cosa tener a Satanás como amigo” (Carta, 24-3-1931, n. 38, citada por Burkhart y López, 2013, p. 325). O, mirándolo en positivo: “Por eso demuestra tanto interés el diablo en cegar nuestras inteligencias con la soberbia, que enmudece: sabe que, apenas abrimos el alma, Dios se vuelca con sus dones” (Carta, 14-2-1974, n. 22, citada por Burkhart y López, 2013, p. 325).

      La sinceridad es el comienzo de la solución. Como el hijo pródigo, experimentaremos la infinita misericordia del Padre, que no solo nos acoge de nuevo en su seno, sino que organiza una fiesta. El banquete del amor, del perdón, de la resurrección: este hijo estaba muerto y ha revivido.

      Acudamos a la Virgen Santísima, que tenía un alma fina, delicada, pura, limpísima, porque siempre estaba en diálogo franco y amoroso con ese Dios que era su Padre, su Hijo y su Esposo. Pidámosle que nos ayude a vencer al demonio mudo por medio de la sinceridad salvaje, educada e inmediata con Dios, con nosotros mismos y con quienes dirigen nuestra alma.

       5. Multiplicación de los panes y de los peces

      Entre los abundantes milagros del Señor, hay uno que llamó especialmente la atención de los discípulos, tanto que es el único presente en los cuatro Evangelios: la multiplicación de los panes y de los peces, que es una preparación para la institución del sacramento de la Eucaristía en la Última Cena.

      Después de esto, Jesús se marchó a la otra parte del mar de Galilea (o de Tiberíades). Nos conmueve el Señor con su iniciativa, con su esfuerzo por buscar a la gente. Quiere que todos se salven y sale a su encuentro, no se contenta con esperarlos. Además, desea que nosotros, siguiendo su ejemplo, vayamos a buscar las almas para entregarles el tesoro de la vida divina y para que también aprendamos de ellas en ese diálogo maravilloso de la amistad.

      Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos (Jn 6, 1-2). Así somos: lo buscamos por interés, cuando lo necesitamos. Después, cuando las cosas van bien, quizá nos olvidamos de Él, dejamos que pase a un segundo lugar. Perdón, Señor. Ayúdanos a confiar menos en nuestras fuerzas, a reaccionar contra la mediocridad y contra la tibieza. Que no te sigamos por los favores que nos puedes hacer, sino movidos por un amor desinteresado, con deseos de retornar en parte esa caridad que nos mostraste al morir por nosotros.

      Otro evangelista complementa: Al desembarcar vio Jesús una multitud, se compadeció de ella y curó a los enfermos (Mt 14, 14). Misericordia de Jesús, que conoce nuestras necesidades, nuestras aspiraciones, nuestros intereses. Esa clemencia del Maestro es una característica de Dios en la Sagrada Escritura. Debemos aprender de Él a compadecernos de los demás,