precisamente cuando) no pueden causar ningún daño al enemigo. Griffith señala:
Incluso en los mencionados «mataderos», como Bloody Lane, Marye’s Heights, Kennesaw, Spotsylvania y Cold Harbor, una unidad que atacaba no solo podía llegar muy cerca de la línea defensa, sino que podía estar ahí durante horas, e incluso días, de una vez. La mosquetería de la Guerra de Secesión, por tanto, no poseía el poder de matar a grandes números de hombres, incluso en formaciones muy densas, a larga distancia. En la distancia corta sí podía, y de hecho lo hizo, matar a grandes números, pero no de forma rápida [la cursiva es mía].
Griffith estima que el promedio de fuego de un regimiento napoleónico o de la Guerra de Secesión (que oscilaba de doscientos a mil hombres) que disparara a un enemigo expuesto a una distancia media de veinticinco metros, tenía por lo general el resultado de alcanzar a tan solo uno o dos hombres por minuto. Estas luchas con disparos «se alargaban hasta que el cansancio hacía acto de presencia o la noche ponía fin a las hostilidades. Las víctimas crecían porque la lucha duraba mucho, y no porque el fuego fuera particularmente letal».
Así que vemos que el fuego de armas de la época napoleónica y de la Guerra de Secesión era increíblemente ineficaz. Esto no implica un fallo del armamento. En su libro Soldiers, John Keegan y Richard Holmes nos narran un experimento prusiano a finales del siglo xviii en el que un batallón de infantería disparó con mosquetes de ánima lisa a un objetivo de treinta metros de ancho y dos metros de altura que representaba a una unidad enemiga. El resultado fue de un 25 por ciento de aciertos a doscientos metros, un 40 por ciento a ciento veinticinco metros, y un 60 por ciento a sesenta y cinco metros. Esto representaba el poder letal potencial de esta unidad. La realidad se demostró en la Batalla de Belgrado en 1717, cuando «dos batallones imperiales aguardaron a disparar hasta que los turcos estaban a solo treinta pasos de distancia. Cuando dispararon solo alcanzaron a treinta y dos turcos, y pronto fueron derrotados».
Algunas veces el fuego era completamente inocuo, como observó Benjamin McIntyre en su relato de primera mano sobre el tiroteo nocturno completamente incruento que tuvo lugar en Vicksburg en 1863. «Parece extraño», escribió McIntyre, «que una compañía de hombres pueda disparar una descarga tras otra a un número igual de hombres sin causar ni una sola baja. Y, sin embargo, estos son los hechos en este caso.» La mosquetería de la época de la pólvora negra no siempre era tan ineficaz, si bien una y otra vez la media resulta ser de tan solo uno o dos hombres alcanzados por minuto.
(El fuego de cañón, como el de las ametralladoras en la segunda guerra mundial es otra cosa distinta por completo, pues a veces suponía más del 50 por ciento de las bajas en el campo de batalla de pólvora negra; y el fuego de artillería ha supuesto de forma consistente la mayor parte de las bajas en combate en el siglo xx. Esto obedece a los procesos en grupo que operan con un cañón, ametralladora u otras armas de fuego de manejo en equipo. Este asunto se tratará con más detenimiento en la sección titulada «Una anatomía del acto de matar».)
Los mosquetes de avancarga podían disparar de uno a cinco disparos por minuto, dependiendo de la habilidad del tirador y el estado del arma. Con un potencial de la tasa de aciertos superior al 50 por ciento a la distancia media de combate de esa época, la tasa de bajas debería haber sido de cientos por minuto, en vez una o dos. El eslabón débil entre el potencial para matar y la capacidad de matar de estas unidades era el soldado. El hecho es que, enfrentada a un oponente vivo que respira en vez de a dianas, una mayoría significativa de los soldados revierte al modo de la postura y dispara por encima de la cabeza de su enemigo.
En su soberbio libro Acts of War, Richard Holmes examina la tasa de aciertos de los soldados en varias batallas históricas. En Rorkes Drift en 1897, un pequeño grupo de soldados británicos se vio rodeado y claramente superado en número por los zulús. Disparando una ronda tras otra contra el grueso de las filas enemigas a quemarropa, parecería que ninguna bala podría fallar. Pero Holmes estima que, en realidad, se dispararon aproximadamente trece balas por cada acierto.
De igual manera, los hombres del general Crook dispararon 25.000 balas en Rosebud Creek el 16 de junio de 1876, con el resultado de 99 bajas entre los indios, o 252 balas por acierto. Y en la defensa francesa desde posiciones fortificadas durante la batalla de Weissenburg en 1870, los franceses que disparaban a los soldados alemanes que avanzaban a campo abierto dispararon 48.000 balas alcanzando a 404 alemanes, con una tasa de acierto de 1 por cada 119 balas disparadas. (Y algunas, o posiblemente la mayoría, de las bajas se debieron al fuego de artillería, lo que hace que la capacidad mortífera de los franceses sea aún más sorprendente.)
El sargento George Roupell se encontró con el mismo fenómeno cuando lideraba un pelotón británico durante la primera guerra mundial. Afirmó que la única manera para impedir que sus hombres dispararan al aire fue desenvainar su espada y caminar por la trinchera, «golpeando a los hombres en la espalda y, cuando obtenía su atención, diciéndoles que dispararan más bajo». Y encontramos también esta tendencia en los tiroteos en Vietnam, donde se dispararon más de cincuenta mil balas por cada enemigo abatido.2 «Una de las cosas que me sorprendió», señala Douglas Graham, un médico de combate en la Primera División de Marines en Vietnam que tuvo que gatear bajo fuego enemigo y amigo para ayudar a los soldados heridos, «fue cuántas balas se pueden disparar en un enfrentamiento armado sin que nadie resulte herido».
El interés de las tribus primitivas por la postura en detrimento de la lucha en tiempos de guerra es por lo general un caso demasiado flagrante. Richard Gabriel señala que las tribus primitivas de Nueva Guinea eran muy certeras con los arcos y flechas que empleaban para cazar, pero cuando iban a la guerra los unos contra los otros quitaban las plumas del dorso de sus arcos, y era tan solo con estos arcos imprecisos con los que libraban la guerra. De la misma manera, los amerindios consideraban el «golpe que cuenta», o simplemente tocar al enemigo, como algo más importante que matar.
Esta tendencia puede verse en las raíces de la forma occidental de librar la guerra. Sam Keen destaca que al profesor Arthur Nock de Harvard le gustaba decir que las guerras entre las ciudades Estado «eran tan solo un poco más peligrosas que un partido de fútbol americano». Y Ardant du Picq apunta que, en todos sus años de conquista, Alejandro Magno perdió tan solo a setecientos hombres pasados por la espada. Su enemigo perdió muchísimos más, pero casi siempre esto ocurría tras la batalla (que, al parecer, no era más que un torneo casi incruento de empujones), cuando los soldados enemigos se daban la vuelta y empezaban a correr. Carl von Clausewitz apunta lo mismo cuando señala que, históricamente, la inmensa mayoría de bajas en combate se daban en la persecución una vez que uno u otro había ganado la batalla. (El porqué de esto se examinará en detalle en la sección «Matar y la distancia física».)
Tal y como veremos, las técnicas modernas de adiestramiento y condicionamiento pueden superar parcialmente la inclinación a la postura. De hecho, la historia de la guerra puede verse como la historia de mecanismos cada vez más efectivos para habilitar y condicionar a los hombres para que superen su resistencia innata a matar a sus congéneres. En muchas circunstancias, soldados modernos altamente adiestrados han luchado contra fuerzas guerrilleras mal adiestradas, y la tendencia de las fuerzas mal preparadas a adoptar instintivamente mecanismos de postureo (como, por ejemplo, disparar hacia arriba) ha otorgado una ventaja significativa para la fuerza altamente adiestrada. Jack Thompson, un veterano de Rodesia, vio el mismo proceso en el combate contra fuerzas no adiestradas. En Rodesia (hoy en día Zimbabue), Jack Thompson señala que su acción inmediata consistía en «soltar nuestros petates y asaltar disparando … siempre. La razón era porque las guerrillas no eran capaces de disparar de forma efectiva, y sus balas se iban hacia arriba. Podíamos rápidamente establecer una superioridad en el fuego, y rara vez perdíamos a un hombre.»
Esta superioridad psicológica y técnica en el adiestramiento y la habilitación para matar continúa siendo un factor vital en la guerra moderna. Se puede ver en la invasión británica de las Malvinas y en la invasión estadounidense de Panamá en 1989, en las que el éxito tremendo de los invasores y la llamativa disparidad en la tasa de muertes puede en parte ser explicada por el grado y calidad del adiestramiento de las distintas fuerzas. Esto también se ve en las largas guerras en Iraq y Afganistán, en las que las fuerzas de Estados Unidos y la otan tenían tal ventaja en los enfrentamientos armados