primera publicación, y muchos veteranos editaron concienzudamente y comentaron estos borradores. Muchos de estos veteranos leyeron el libro y lo compartieron con sus esposas. Y, entonces, estas esposas lo compartieron con otras esposas y estas esposas lo compartieron con sus maridos y así sucesivamente. Muchas veces los veteranos y/o sus mujeres se pusieron en contacto conmigo para decirme que el libro les servía para entender y comunicar lo que había ocurrido en combate. De su dolor ha surgido la comprensión, y de esa comprensión el poder para curar vidas y, quizás, curar a una nación que está siendo consumida por la violencia.
Los hombres cuyos relatos personales aparecen en este estudio son hombres nobles y valientes que confiaron a otros sus experiencias para contribuir al acervo de conocimiento humano. Pero mataron para salvar sus vidas y las vidas de sus camaradas, y mi admiración y afecto por ellos y sus hermanos son muy reales. El poema de Jon Masefield «Una consagración» sirve como mejor dedicatoria que lo que yo hubiera podido escribir. La excepción a esta admiración reside, por supuesto, en el apartado «Matar y atrocidades».
Dada mi tendencia a obviar los eufemismos y mi empeño en hablar clara y clínicamente de «los que matan» y «las víctimas», si el lector percibe en estas cosas un juicio moral o un repudio de las personas involucradas, quiero dejar meridianamente claro que esto no es el caso.
Generaciones de estadounidenses han padecido un gran trauma y horror físico y psicológico para darnos nuestras libertades. Hombres como los que se citan en este estudio siguieron a Washington, estuvieron codo con codo con Crockett y Travis en el Álamo, pusieron fin a la iniquidad de la esclavitud, y detuvieron el mal sanguinario de Hitler. Acudieron a la llamada de su nación sin hacer cálculos sobre los costes. Como soldado con casi un cuarto de siglo de servicio, me enorgullece haber mantenido en menor medida el estándar de sacrificio y dedicación que estos hombres representan. Y nunca les haría daño o mancillaría ni su recuerdo ni su honor. Douglas MacArthur lo dijo acertadamente: «Con independencia de lo horrible que puedan ser los incidentes de una guerra, el soldado llamado a ofrecer y dar su vida por este país es la expresión más noble de la humanidad.»
Los soldados cuyos relatos conforman el alma y el corazón de esta obra entendieron la esencia de la guerra. Son héroes tan grandes como cualquier héroe que podamos encontrar en la Ilíada y, sin embargo, las palabras que leerás aquí, sus propias palabras, destruyen el mito de los guerreros y la guerra como algo heroico. El soldado entiende que hay veces cuando todos los otros han fallado y entonces tiene que «pagar la cuenta del carnicero» y luchar, sufrir, y morir para arreglar los errores de los políticos y cumplir la «voluntad del pueblo».
«El soldado por encima de las demás personas», dijo MacArthur, «reza por la paz, porque ellos tienen que sufrir y acarrear con las heridas y cicatrices más profundas de la guerra.» Hay sabiduría en las palabras de estos soldados. Hay sabiduría en estas historias de «un puñado de ceniza, un bocado de moho./ De los mutilados, los tullidos y los ciegos en la lluvia y el frío.» Hay sabiduría, y haríamos bien si la escucháramos.
Al igual que no deseo condenar a aquellos que mataron en un combate lícito, tampoco quiero juzgar a los muchos soldados que eligieron no matar. Hay muchos soldados así; de hecho, ofreceré pruebas de que, en muchas circunstancias históricas, los que no disparaban suponían la mayoría de los que estaban en la línea de fuego. Como soldado que podía haber estado a su lado no puedo sino sentirme consternado por su incapacidad para apoyar a la causa, su nación y sus compatriotas; pero como ser humano que ha entendido parte de la carga que han tenido que soportar y el sacrificio que han hecho, no puedo sino sentirme orgulloso de ellos y de la característica noble que representan en nuestra especie.
El asunto de matar provoca que la mayoría de las personas sanas se sienta a disgusto, y algunos de los asuntos concretos y temas que se abordarán serán repulsivos y ofensivos. Son cosas que preferiríamos evitar. Sin embargo, Carl von Clausewitz nos avisó de que «no sirve a ningún propósito, resulta incluso contrario a los mejores intereses de uno mismo, evitar considerar un asunto porque el horror de sus elementos suscita repugnancia». Bruno Bettelheim, superviviente de los campos de la muerte nazis, defiende que el origen de nuestro fracaso a la hora de tratar la violencia yace en nuestro rechazo a encararla. Negamos nuestra fascinación por la «belleza oscura de la violencia», y condenamos la agresión y la reprimimos en vez de mirarla a la cara para entenderla y controlarla.
Y, por último, pido disculpas ahora mismo si en mi hincapié en el dolor de los que matan no trato suficientemente el dolor de las víctimas. «El que aprieta el gatillo», escriben Allen Cole y Chris Bunch, «nunca sufre tanto como la persona destinaria». Es la existencia del dolor y de la pérdida de la víctima lo que reverbera para siempre en el alma del que ha matado, lo que se encuentra en el fondo de su dolor. Leo Frankowski nos dice que «las culturas desarrollan ángulos ciegos, cosas sobre las que ni siquiera piensan porque saben de verdad cómo son». Verdaderamente, somos, tal y como me dijo un veterano, «vírgenes que estudian el sexo», pero ellos nos pueden enseñar lo que aprendieron pagando un enorme precio. Mi objetivo estriba en comprender la naturaleza psicológica de matar en combate e indagar en las heridas y cicatrices emocionales de aquellos hombres que respondieron a la llamada de su nación y administraron la muerte al enemigo o eligieron pagar el precio de no hacerlo.
Hoy más que nunca debemos superar nuestra repugnancia para comprender, como nunca antes habíamos comprendido, por qué los hombres luchan y matan. Y, lo que es igualmente importante, cuál es la razón de que no lo hagan. Solo sobre la base de una comprensión de este aspecto definitivo y destructivo del comportamiento humano podemos esperar influenciarlo de forma que podamos asegurar la supervivencia de nuestra civilización.1
1. Ni siquiera existe un nombre para el estudio específico del acto de matar. «Necrología» sería el estudio de los muertos, y «homicidiología» tendría las connotaciones indeseadas de asesinato. Quizás, y para este estudio, deberíamos plantearnos acuñar un término análogo a «suicidología» y «sexología», ambos de uso reciente para designar el estudio legítimo de estos campos concretos. En inglés, el término elegido es «killology», la «ciencia de matar».
I Matar y la existencia de la resistencia: un mundo de vírgenes que estudian el sexo
En consecuencia, resulta razonable creer que el individuo sano medio —el hombre que puede soportar el estrés mental y físico del combate— sigue teniendo una resistencia interior normalmente latente al acto de matar a su semejante, de forma que no tomará la vida de otro por voluntad propia si es posible rehuir esa responsabilidad … En el momento crítico, se convierte en un objetor de conciencia sin saberlo.
S. L. A. Marshall, Men Against Fire
Entonces levanté con cautela la parte superior de mi cuerpo adentrándome en el túnel hasta quedarme tendido sobre mi estómago. Cuando me sentí cómodo, coloqué mi Smith & Wesson del calibre .38 con cañón corto (que mi padre me había enviado para el trabajo en los túneles) junto a la linterna y encendí la luz iluminando todo el túnel.
Ahí, a una distancia que no llegaba a los cinco metros, estaba sentado un Viet Cong comiendo un puñado de arroz de una cartuchera que tenía en la falda. Nos miramos el uno al otro durante lo que pareció ser una eternidad, pero que probablemente fueron unos pocos segundos.
Quizás fue la sorpresa de encontrar realmente a alguien más ahí, o quizás se trató de la inocencia absoluta de la situación, pero ninguno de los dos reaccionamos.
Tras un instante, depositó su cartuchera con arroz en el suelo, me dio la espalda y comenzó a alejarse lentamente gateando. Yo, por mi parte, apagué mi linterna, antes de deslizarme al túnel inferior para regresar a la entrada. Unos veinte
minutos más tarde nos enteramos de que otro escuadrón había matado a un VC cuando emergía de un túnel que estaba a unos quinientos metros.
Nunca dudé sobre la identidad de ese VC. Hasta el día de hoy, sigo creyendo que ese machaca y yo podríamos haber puesto fin antes a la guerra con un par de cervezas en Saigón que Henry Kissinger acudiendo a las negociaciones de paz.
Michael