China Miéville

Buscando a Jake y otros relatos


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alterado y gesticulaba de manera exagerada, como en una película muda. De no haber tenido a su hijo agarrado a su pierna, hubiera estado paseando arriba y abajo nerviosamente.

      La gerente intentaba mantenerse firme pero sin enfrentarse al hombre. Me coloqué detrás de ella, por si las cosas se ponían feas, pero ya lo estaba calmando. Se le da bien su trabajo.

      —Caballero, tal como le he explicado, desalojamos el parque en cuanto su hijo se hizo daño, y hemos hablado con los otros niños…

      —Ni siquiera saben cuál de ellos fue. Si los hubiesen estado vigilando como es debido, que en eso supongo consiste su puñetero trabajo, entonces podrían ser un poco menos… ineptos de mierda.

      El exabrupto pareció poner punto final a su diatriba y por fin se tranquilizó, al igual que su hijo, que lo miraba con una especie de respeto perplejo.

      La gerente le aseguró que lo sentía muchísimo y le ofreció un helado al niño. La situación se estaba calmando, pero cuando ya me marchaba vi llorar a Sandra. El hombre pareció sentirse un tanto culpable y trató de disculparse, pero ella estaba demasiado alterada para responderle.

      El niño había estado jugando detrás del laberinto, en el rincón junto a la casita, me contó luego Sandra. Se fue enterrando en las bolas hasta quedar cubierto por completo, algo que a algunos niños les gusta hacer. Ella lo estaba vigilando y veía agitarse las bolas a su paso, así que sabía que estaba bien. Hasta que el crío se incorporó tambaleándose y gritando.

      La tienda está llena de niños. Los más pequeños, los chiquitines, pasan el tiempo en la sala principal de la guardería. Los mayores, los de ocho, nueve o diez años, suelen pasear por la tienda con sus padres, eligiendo su propia ropa de cama, sus cortinas, un pequeño pupitre con cajones o lo que sea. Pero los de edades intermedias, esos vienen para ir al parque de bolas.

      Son muy graciosos, trepando por el laberinto, profundamente concentrados. Riendo sin parar. A veces se hacen llorar entre ellos, desde luego, pero lo normal es que paren en cuestión de segundos. Eso es algo que siempre me descoloca: están berreando, y de pronto se distraen y echan a correr la mar de felices.

      A veces juegan en grupo, pero da la impresión de que siempre hay uno que está solo. Feliz y contento, arrojando bolas sobre las bolas, dejándolas caer por los huecos del laberinto, sumergiéndose en ellas como un pato. Feliz, pero jugando solo.

      Sandra dejó el trabajo. Habían transcurrido ya casi dos semanas desde aquella bronca, pero continuaba afectada. No me lo podía creer. Le saqué a colación el asunto y noté cómo se le volvían a humedecer los ojos. Estaba tratando de decirle que el hombre se había pasado de la raya, que no había sido culpa de ella, pero no me escuchaba.

      —No es por él —dijo Sandra—. No lo entiendes. Ya no puedo estar ahí dentro.

      Sentí pena por ella, pero su reacción era exagerada. Totalmente desproporcionada. Me contó que desde el día en que el chiquillo se había llevado aquel disgusto ella estaba en continua tensión en el parque de bolas. Se pasaba todo el tiempo tratando de vigilar a todos los niños a un mismo tiempo. Estaba obsesionada con contarlos una y otra vez.

      —Siempre parece como si hubiese demasiados —continuó—. Los cuento y hay seis, y los vuelvo a contar y hay seis, pero siempre parece haber demasiados.

      A lo mejor podía haber pedido quedarse y trabajar solo en la sala principal de la guardería, encargándose de las etiquetas con los nombres, de controlar los niños que entraban y salían, de cambiar las cintas de vídeo; pero ni siquiera quería hacer eso. A los críos les encantaba ese parque de bolas. No paraban de hablar de él, me dijo. Habrían estado dándole la lata todo el tiempo pidiendo poder entrar.

      Son chiquillos, y a veces se produce algún accidente. Cuando eso ocurre, alguien tiene que retirar con una pala todas las bolas para limpiar el suelo, y luego sumergirlas en agua con un poco de lejía.

      En ese aspecto llevábamos una mala racha. Casi cada día, un niño u otro parecía hacerse pis encima, y continuamente nos tocaba vaciar el recinto para limpiar los charquitos.

      —He tenido a todos los dichosos críos jugando conmigo, hasta el último segundo, solo para asegurarme de que no fuésemos a tener problemas —me contó uno de los monitores—. Pero después de que se marcharan… se notaba el olor. Justo al lado de la casita de las narices, donde juraría que ninguno de esos cabroncetes ha estado.

      Se llamaba Matthew. Dejó el trabajo un mes después de Sandra. Yo estaba pasmado. Me refiero a que eran de esas personas a las que se les nota que los niños les encantan. Incluso aunque les toque limpiar vómitos, babas y demás. Su trabajo era muy duro, como demostraba su marcha. Cuando se fue, a Matthew se lo veía enfermo de verdad, con el rostro macilento.

      Le pregunté qué pasaba, pero no me supo decir. No estoy seguro de que él lo supiese siquiera.

      Tienes que estar vigilando a los niños de continuo. Yo sería incapaz de encargarme de ese trabajo. No aguantaría el estrés. Los niños son muy revoltosos, y son tan pequeños… Estaría aterrorizado todo el tiempo, temiendo perderlos, temiendo hacerles daño.

      Tras todo esto, el clima reinante en la zona infantil no era bueno. Habíamos perdido dos empleados. Ni que decir tiene que la rotación de personal en el resto del establecimiento es vertiginosa, pero en el servicio de guardería la situación acostumbra a ser algo mejor. Tienes que estar cualificado para trabajar ahí, parque de bolas incluido. Reinaba la sensación de que esos dos abandonos eran una mala señal.

      Yo era consciente de que deseaba cuidar a los niños que estaban en la tienda. Cuando hacía mis rondas me parecía que estaban por todas partes. Tenía la sensación de que debía estar preparado para intervenir y salvarlos en cualquier momento. Dondequiera que mirase veía chiquillos, tan felices como de costumbre, retozando por las habitaciones de mentira y saltando en las literas, o sentados en pupitres equipados a la perfección. Pero ahora el rostro se me crispaba al verlos corretear a mi alrededor; y todo nuestro mobiliario, que cumple o incluso supera los estándares internacionales de seguridad más exigentes, parecía estar al acecho a la espera de una ocasión en la que hacerles daño. Veía cabezas heridas en las esquinas de todas las mesitas de café y quemaduras en todas las lámparas.

      Empecé a pasar por el parque de bolas más de lo habitual. En el interior siempre había algún muchacho o muchacha con pinta de agobiado tratando de agrupar a los niños, que corrían por entre una marea de plástico brillante que rebotaba de aquí para allá con ruido sordo cuando se lanzaban al interior de la casita o cuando amontonaban bolas sobre el tejado. Los chiquillos solían girar sobre sí mismos hasta marearse, entre risas.

      No les sentaba bien. Disfrutaban de lo lindo cuando estaban dentro, pero salían de lo más exhaustos, malhumorados y llorosos. Y empezaban con esos gimoteos típicos de los críos. Se aferraban al jersey de sus padres, sollozando, cuando llegaba la hora de marcharse. No querían separarse de sus amigos.

      Algunos niños volvían semana tras semana. A mí me daba la impresión de que a los padres ya no les quedaba nada por comprar. Al cabo de un rato hacían una adquisición simbólica, como por ejemplo un paquete de velitas, y se quedaban sentados en la cafetería, tomándose un té y contemplando por la ventana los grises pasos elevados, mientras sus hijos recibían su dosis de parque de bolas. Estas visitas no parecían ser demasiado felices.

      Nosotros nos contagiamos de ese estado de ánimo. El ambiente en la tienda no era bueno. Había quien opinaba que el parque de bolas daba demasiados problemas y debía cerrarse. Sin embargo, la dirección dejó bien claro que eso no iba a suceder.

      No hay quien se libre de los turnos de noche.

      Aquella noche éramos tres, y cada uno nos hicimos cargo de una zona distinta. Periódicamente, cada cual se daba una vuelta por su territorio y, en el entretanto, nos sentábamos juntos en la cafetería a oscuras o en la sala de personal, y charlábamos y jugábamos a las cartas, mientras la tele sin volumen resplandecía ofreciendo todo tipo de basura.

      Mi ruta me llevó al exterior, por el estacionamiento delantero, recorriendo arriba y abajo el asfalto