Y me llevó hasta el interior de nuevo, a través de dormitorios, pasando junto a marcos de madera y paredes de pega. La iluminación era tenue, con luces a media potencia en todas esas salas inmensas llenas de lavabos sin tuberías y camas en las que jamás había dormido nadie. Si me quedaba inmóvil no había nada, ni movimiento ni ruido.
En una ocasión me puse de acuerdo con los otros guardas del turno y traje a mi novia a la tienda. Deambulamos de la mano siguiendo la luz de una linterna por todas esas habitaciones de mentira semejantes a decorados. Jugamos a casitas como niños, interpretando pequeños momentos del día: ella saliendo de la ducha y envolviéndose en la toalla que yo le ofrecía, el reparto del periódico en la barra para desayunar de la cocina… Luego buscamos la cama más grande y cara, con un colchón especial cuyo corte transversal se podía ver a su lado.
Al cabo de un rato, ella me pidió parar. Le pregunté qué pasaba, pero parecía enfadada y no quiso decírmelo. La acompañé hasta el exterior abriendo las puertas con mi tarjeta magnética, hasta su coche, que estaba solo en el aparcamiento, y la contemplé alejarse conduciendo. Para salir de la tienda hay un sistema de largas rampas y rotondas de sentido único que ella siguió aunque no hubiese hecho falta, así que tardó un buen rato en desaparecer. Ya no estamos juntos.
En el almacén caminé entre estanterías metálicas de casi diez metros de altura. Mis pasos me sonaron como los de un guardia de prisiones. Me imaginé las cajas planas con el mobiliario desmontado formando a mi alrededor.
Regresé pasando por las cocinas, siguiendo el camino que conducía a la cafetería, escaleras arriba hasta el pasillo a oscuras. Mis compañeros todavía no habían regresado: en la gran cristalera frontal del parque de bolas no se reflejaba luz alguna.
La oscuridad era absoluta. Acerqué el rostro al cristal y contemplé la forma negra que sabía que era el laberinto para trepar; la casita de juegos, un cuadrado pequeño de sombra más clara, flotaba en mitad de un mar de bolas de plástico. Encendí la linterna e iluminé el interior del recinto. Allá donde el rayo las tocaba, las bolas adoptaban colores payasescos, y cuando la luz seguía adelante volvían a ser negras.
Me senté en la silla del cuidador en la sala principal de la guardería, con un pequeño semicírculo de sillitas para bebés delante de mí. Me quedé allí en la oscuridad y escuché la ausencia de ruidos. A través de las cristaleras entraba el leve resplandor anaranjado de una farola, y cada pocos segundos pasaba un coche, apenas audible, que se marchaba por el otro extremo del aparcamiento.
Cogí el libro que había junto a la silla y lo abrí a la luz de la linterna. Cuentos de hadas: La Bella Durmiente y La Cenicienta. Se oyó un ruido.
Un golpecito sordo.
Lo volví a oír.
Bolas en el parque de bolas, cayendo unas sobre otras.
Al momento estaba de pie, escrutando la oscuridad del parque de bolas a través del cristal. Plof-plaf, se oyó de nuevo. Tardé varios segundos en moverme, pero por fin me acerqué a la cristalera con la linterna levantada. Estaba conteniendo la respiración y notaba el cuerpo en tensión.
El haz de la linterna barrió el laberinto y atravesó la cristalera contraria, llenando de sombras los corredores. Bajé el haz hacia las bolas que se movían, y justo antes de que la luz las alcanzara, cuando todavía estaban sumidas en la oscuridad, temblaron y se deslizaron apartándose unas de otras para abrir una minúscula senda. Como si algo se estuviese abriendo paso por debajo de ellas.
Yo tenía los dientes apretados. La luz caía ahora sobre las bolas, pero nada se movía.
Durante largo rato mantuve el pequeño recinto iluminado, hasta que la luz de la linterna dejó de temblar. La desplacé con cuidado arriba y abajo por las paredes, por todas partes, hasta que dejé escapar un fuerte y sordo silbido de alivio al ver que encima del laberinto había bolas, en el mismísimo borde, y comprendí que una o dos se habrían caído y rebotado suavemente entre las demás.
Sacudí la cabeza y bajé la mano; la linterna bajó con ella y el parque de bolas regresó a la oscuridad. Y justo entonces, en el instante en que las sombras se abalanzaban de vuelta a su interior, sentí un frío brutal, miré a la chiquilla que había en la casita y ella me miró a mí.
Los otros dos guardas no conseguían tranquilizarme.
Me encontraron en el parque de bolas, pidiendo ayuda a gritos. Yo había abierto las dos puertas y estaba arrojando bolas al exterior, a la guardería y los pasillos, donde las pelotas rodaban y botaban en todas direcciones, escaleras abajo rumbo a la entrada y bajo las mesas de la cafetería.
Al principio me había obligado a ir despacio. Sabía que lo más importante era no asustar a la niña más de lo que ya debía de estar. Con voz ronca e intentando sonar alegre le había dirigido algún saludo bobo, luego había entrado, enfocando poco a poco la brillante linterna hacia la casita de juegos para no deslumbrar a la chiquilla, sin dejar de hablar, soltando todas las tonterías que se me ocurrían.
Cuando me percaté de que se había vuelto a enterrar bajo las bolas, me lo tomé a broma, tratando de fingir que estábamos jugando al escondite. Era terriblemente consciente de la impresión que le debía de estar causando, con mi corpulencia y uniforme, y con mi acento.
Pero cuando llegué a la casita allí no había nadie.
«¡Se han olvidado de ella!», gritaba yo una y otra vez, y cuando lo entendieron se sumergieron conmigo en el mar de bolas y empezaron a cogerlas y a apartarlas a puñados, pero ambos desistieron mucho antes que yo. Cuando me giré para arrojar más bolas a un lado me apercibí de que se limitaban a observarme.
Ni se creían que la niña hubiera estado allí ni que se hubiese marchado. Me dijeron que la hubieran visto, que habría tenido que pasar por su lado. Me repetían una y otra vez que me estaba comportando como un loco, pero no trataron de detenerme, y yo terminé vaciando el recinto, hasta la última bola, mientras ellos permanecían allí de pie esperando a la policía a la que yo les había obligado a llamar.
El parque de bolas estaba vacío. Debajo de la casita de juegos había una zona mojada que los cuidadores debían de haber pasado por alto.
Durante varios días no me encontré en condiciones de ir a trabajar. Me sentía febril. No dejaba de pensar en ella.
Solo la había vislumbrado un instante, hasta que la oscuridad la envolvió. Tenía cinco o seis años, y se la veía pálida, sucia y desvaída, y fría, como si la estuviese contemplando a través de agua. Llevaba una camiseta manchada y estampada con una princesa de algún dibujo animado.
Me había mirado con los ojos abiertos de par en par, la mandíbula apretada y los deditos regordetes y grisáceos aferrados al borde de la casita.
La policía no había encontrado a nadie. Nos habían ayudado a recoger las bolas y a volverlas a poner en el parque, y luego me habían acompañado a casa.
No puedo dejar de pensar si las cosas hubieran sido distintas si alguien me hubiese creído. Aunque no veo cómo. Cuando días más tarde regresé al trabajo, ya había sucedido todo.
Cuando llevas cierto tiempo en este trabajo hay dos tipos de situaciones a las que temes.
La primera, si al llegar te encuentras una masa de gente tensa y excitada, discutiendo y gritando, tratando de hacerse sitio y de calmarse entre unos y otros. No alcanzas a ver qué hay más allá del gentío, pero sabes que están reaccionando torpemente ante algo malo.
La segunda, cuando una muchedumbre te tapa lo que hay más allá, pero la gente apenas se mueve y reina un silencio casi completo. Esto es menos frecuente y siempre es peor.
A la mujer y a su hija ya se las habían llevado. Yo lo vi todo más tarde, en la grabación de las cámaras de seguridad.
Era la segunda vez que la chiquilla había estado en el parque de bolas en cuestión de horas. Al igual que en la primera ocasión, se había sentado aparte, feliz y contenta, cantando y hablando sola. Cuando se le acabó el tiempo, su madre cargó en el coche el nuevo mobiliario