China Miéville

Buscando a Jake y otros relatos


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la grabación se ve cómo cambia por completo su lenguaje corporal. Empieza a enfurruñarse y gimotear, y de repente se gira y corre de vuelta a la casita, pisando con fuerza entre las bolas. Su madre parece bastante paciente, de pie en la puerta junto a la cuidadora, llamándola. Se ve charlar a ambas mujeres.

      La chiquilla se sienta sola, hablando en dirección a la entrada vacía de la casita, de espaldas a los adultos, entregada obstinadamente a un último juego solitario. El resto de niños siguen a lo suyo, aunque algunos miran para ver qué sucede.

      Al cabo, la madre le grita que salga. La niña se pone de pie, se da media vuelta y la mira desde el otro extremo del mar de bolas, con una en cada mano, con los brazos colgando a los costados; levanta las bolas y las observa, y luego mira a su madre. «No —me enteré más tarde que estaba diciendo—. Quiero quedarme. Estamos jugando».

      La niña retrocede y se mete en la casita. Su madre se dirige hacia ella a grandes zancadas y se agacha un instante ante la puerta. Se ve obligada a ponerse a gatas para entrar. Los pies le sobresalen de la casa.

      En la grabación no hay sonido. Cuando ves sobresaltarse a todos los niños y correr a la monitora sabes que la mujer ha empezado a gritar.

      La cuidadora me contó más tarde que al tratar de correr hacia delante había tenido la sensación de que no podía pasar por entre las bolas, como si se hubieran vuelto pesadas. Y todos los niños se interponían en su camino. Fue algo de lo más extraño, de lo más tonto, lo difícil que le resultó salvar los escasos pasos que la separaban de la casita, con varios adultos siguiéndola.

      Como no conseguían quitar a la madre de en medio, entre todos levantaron la casa por encima de ella, destrozando las paredes de juguete.

      La niña se estaba ahogando.

      Por supuesto, por supuesto que las bolas están diseñadas para que sean demasiado grandes para que algo así pueda ocurrir, pero de algún modo la chiquilla había empujado una hasta el fondo de su boca. Algo que debería haber sido imposible. La bola estaba demasiado lejos y demasiado encajada para poder ser extraída. La pequeña tenía los ojos como platos, y sus pies y rodillas rotaban una y otra vez hacia dentro.

      Se ve a la madre levantarla y golpearle en la espalda, con mucha fuerza. Los niños están colocados a lo largo de la pared, observando.

      Uno de los hombres consigue apartar a la madre y coge a la pequeña para realizar la maniobra de Heimlich. La cara no se ve con demasiada nitidez en la grabación, pero se nota que está ya muy oscura, del color de un moratón, y la cabeza le cuelga inerte.

      Justo cuando tiene los brazos alrededor de la niña, algo sucede a los pies del hombre, que resbala en las bolas sin dejar de abrazar a la chiquilla. Los dos se desploman juntos.

      Los niños fueron llevados a otra sala. Ni que decir tiene que la voz se corrió por la tienda y todos los progenitores ausentes acudieron en tropel. Cuando llegó el primero, una madre, se encontró al hombre que había intervenido gritando a los niños mientras la cuidadora trataba desesperadamente de tranquilizarlo. El hombre les exigía que le dijesen dónde estaba la otra cría, la que se había acercado y le había hablado cuando él estaba tratando de ayudar, la que se había dedicado a estorbarle.

      Ese era uno de los motivos por los que teníamos que reproducir la grabación una y otra vez, para ver de dónde había salido esa niña y qué había sido de ella. Pero de esa chiquilla no había ni rastro.

      Desde luego que intenté que me trasladaran a otro centro, pero nuestro sector no pasaba por una buena racha, ni ningún otro. Me dejaron bastante claro que la mejor manera de conservar mi puesto era no moverme.

      El parque de bolas estuvo cerrado, en un principio durante la investigación, después por «reformas» y luego más tiempo mientras se debatía su futuro. El cierre se convirtió en indefinido de manera extraoficial, y posteriormente de manera oficial.

      Los adultos que estaban al tanto de lo sucedido (y siempre me sorprendía que fuesen tan pocos) pasaban a toda prisa junto al recinto con sus chiquilines bien sujetos en las sillitas y los ojos clavados en la línea que marcaba el camino que llevaba a la zona de exposición, pero sus hijos seguían añorando el parque de bolas. Lo notabas cuando subían por las escaleras con sus padres. Creían que iban al parque y empezaban a parlotear sobre él, a hablar a gritos del laberinto y de los colores, y cuando se daban cuenta de que estaba cerrado, con la cristalera tapada con papel marrón, siempre había lágrimas.

      Al igual que la mayoría de los adultos, yo corrí un tupido velo sobre el recinto clausurado. Lo evitaba incluso en los turnos nocturnos en los que todavía formaba parte de mi ruta. Estaba cerrado a cal y canto, así que ¿qué necesidad había de echarle un vistazo? Sobre todo teniendo en cuenta que en su interior todavía se percibía algo terrible, una malsana atmósfera persistente como un fuerte hedor. Tenemos que pasar la tarjeta magnética por varios lectores para demostrar que hemos cubierto cada una de las zonas, y yo deslizaba la mía por el del parque de bolas sin mirar, con la vista clavada en las pilas de catálogos nuevos en lo alto de la escalera. A veces imaginaba que oía ruidos a mi espalda: suaves, pequeños plof-plafs, pero como sabía que era imposible, incluso comprobarlo carecía de todo sentido.

      Resultaba extraño pensar que el parque de bolas estaba cerrado para siempre; pensar que aquellos habían sido los últimos niños que jugarían en él.

      Un día me ofrecieron una cuantiosa gratificación por quedarme hasta tarde. La encargada de la tienda me presentó al señor Gainsburg, de la sede central. Resultó que no se refería a la sede central del Reino Unido, sino que nada menos que a la sede matriz de la empresa. El señor Gainsburg quería quedarse trabajando hasta tarde esa noche, y necesitaba a alguien que se ocupase de él.

      El señor Gainsburg no volvió a dejarse ver hasta bien pasadas las once, justo cuando yo estaba empezando a pensar que habría sucumbido al jet lag y ya me preparaba para pasar una noche tranquila. El hombre estaba bronceado e iba bien vestido. Me llamó por mi nombre de pila repetidas veces mientras me sermoneaba sobre la empresa. En un par de ocasiones me sentí tentado a decirle cuál había sido mi profesión en mi país, pero comprendí que su intención no era mostrarse condescendiente conmigo. Y, en cualquier caso, necesitaba el trabajo.

      Me pidió que lo llevase al parque de bolas.

      —Los problemas hay que solucionarlos cuanto antes —dijo—. Eso es lo más importante que he aprendido, John, y ya llevo bastante tiempo en esto. Un problema siempre conlleva otro. Si dejas algún problemilla creyendo que podrás capearlo sin más, en un abrir y cerrar de ojos te encuentras con que tienes dos. Y así sucesivamente.

      »Tú llevas ya una temporada aquí, ¿verdad, John? Tú viste este lugar antes de que se cerrara. Estas pequeñas leoneras arrasan entre los niños. Ahora las tenemos en todos nuestros establecimientos. Cualquiera pensaría que no son más que un servicio extra, ¿a que sí? Algo que viene bien que esté, sin más. Pero te aseguro, John, que a los niños les encantan estos sitios, y los niños… bueno, los niños son muy, muy importantes para esta empresa.

      Para entonces ya teníamos las puertas abiertas y apuntaladas, y me hizo echarle una mano para llevar al interior del parque de bolas una mesa plegable de la zona de exposición.

      —Estamos donde estamos gracias a los niños, John. Cerca del cuarenta por ciento de nuestros clientes tienen hijos pequeños, y la mayoría de ellos menciona el hecho de que los niños se lo pasan bien en nuestras tiendas como uno de los dos o tres motivos fundamentales por los que acuden a ellas. Por encima de la calidad del producto. Incluso del precio. Vienen en coche. Comen aquí. Es como una excursión familiar.

      »Eso por un lado. Además resulta que la gente que está comprando para sus hijos se preocupa mucho más por aspectos como la seguridad y la calidad. De media, gastan más por artículo que los solteros y parejas sin hijos, porque quieren tener la certeza de que han comprado lo mejor para ellos. Y nuestros márgenes en los productos caros son bastante mayores que en los de gama baja. Incluso en las parejas con ingresos bajos, John, el porcentaje de sus ingresos dedicado a mobiliario y artículos para el hogar se dispara con un embarazo.