China Miéville

Buscando a Jake y otros relatos


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que lo dejaría atrás, en el desierto, en aquella zona anormalmente llana. Pensó que los susurros se disiparían a lo largo de los miles de kilómetros. Había vuelto a casa. Y entonces el sueño empezó. El purgatorio de fuegos de los pozos petroleros, de cielo ensangrentado y dunas, donde sus camaradas muertos estaban perdidos, asalvajados a causa de la soledad. Los otros, el cimiento, los demás muertos, eran miles. Eran infinitos.

      —mañana de bondad, le susurraban en sus achicharradas voces muertas. Mañana de luz

      —alabado sea dios

      —así nos hiciste

      —tenemos calor y estamos solos. tenemos hambre. solo comemos arena. estamos llenos de ella. llenos pero hambrientos. solo comemos arena

      Los había oído cada noche y trató de olvidarlo, trató de olvidar lo que había visto. Pero cavó un poco en su patio para levantar un cimiento para su casa, y encontró a uno esperando. Su mujer lo había oído gritar, corrió y lo vio escarbar en el agujero, manchándose los dedos de sangre para salir de él. Cava lo bastante hondo, le dijo a ella después, aunque ella no lo entendió, ya está ahí.

      Un año después de haberlo construido y haberlo visto, había llegado hasta el cimiento de nuevo. La ciudad, a su alrededor, estaba construida sobre ese muro de los muertos. Trincheras llenas de huesos se extendían debajo del mar y unían su hogar con el desierto.

      Haría cualquier cosa para no oírlos. Rogó a los muertos, les sostuvo la mirada. Rezó por tener su silencio. Ellos esperaron. Pensó en el peso que soportaban, escuchó su hambre, al final resolvió lo que debían querer.

      «Aquí tenéis algo», grita, y llora de nuevo, después de años de búsqueda. Imagina las familias en el apartamento cayendo para descansar con el cimiento. «Aquí tenéis algo; ya puede acabar. Dejadlo ya. No, dejadme en paz».

      Duerme allá donde cae, en el suelo del sótano, recorrido por arañas. Va hacia el desierto onírico. Camina por su arena. Oye el aullido de los soldados perdidos. El cimiento se alza a lo largo de incontables metros, kilómetros. Se ha convertido en una torre en el cielo carbonizado. Está hecha del mismo material, de muertos, que solo mueven bocas y ojos. Escupen nubecitas de arena cuando hablan. Está de pie en la sombra de la torre que le hicieron construir, sus paredes son jirones caqui, carne y piel ocre, empenachado de pelo negro y rojo oscuro. La arena de alrededor exuda el mismo líquido oscuro que vio en su propio patio. Sangre o petróleo. La torre es como un minarete en el infierno, una suerte de Babel invertido que se alza hacia el cielo y habla un solo idioma. Todas sus voces diciendo lo mismo, las palabras que ha oído durante años.

      El hombre se despierta. Escucha. Durante largo tiempo se queda inmóvil. Todo espera.

      Cuando chilla el grito empieza despacio y crece, volviéndose cada vez más alto durante largos segundos. Se oye a sí mismo. Él es como los soldados estadounidenses perdidos durante su sueño.

      No se detiene. Porque es de día, el día después de su ofrenda, después de darle al cimiento lo que pensaba que anhelaba, después de pagárselo. Pero aún puede verlo. Aún puede oírlo, y los muertos siguen diciendo las mismas cosas.

      Lo observan. El hombre está a solas con el cimiento, y sabe que ellos no se irán.

      Llora por aquellos que cayeron en el apartamento, que murieron por nada. El cimiento no quiere nada de él. Su ofrenda no significa nada para los muertos en las trincheras que entretejen el mundo. No están allí para burlarse, ni para castigarlo, ni para darle una lección, ni para exigir venganza o derramamiento de sangre, no están enfurecidos ni agitados. Son los cimientos de todo cuanto hay a su alrededor. Sin ellos todo se desmoronaría. Lo han visto, le han enseñado a verlos, y no quieren nada de él.

      Todos los edificios están diciendo las mismas cosas. El cimiento discurre por debajo de todos ellos, fracturado y hecho de muertos, y está diciendo las mismas cosas.

      —tenemos hambre. estamos solos. tenemos calor. estamos llenos pero hambrientos

      —nos construiste, y estás construido sobre nosotros, y debajo de nosotros no hay más que arena

      El parque de bolas

      Yo no estoy contratado por la tienda. No son ellos quienes me pagan el sueldo. Trabajo para una empresa de seguridad, pero desde hace mucho tiempo tenemos un contrato con este establecimiento y llevo aquí la mayor parte del mismo. Es aquí donde conozco a la gente. He trabajado como guardia de seguridad en otros sitios (y todavía trabajo, de tarde en tarde, cuando se presenta una urgencia) y hasta hace poco hubiese dicho que este era el mejor puesto donde había estado. Resulta agradable trabajar en un sitio al que a la gente le gusta ir. Hasta no hace demasiado, si me hubiesen preguntado a qué me dedicaba, me hubiera limitado a responder que trabajaba para la tienda.

      Este centro está en las afueras de la ciudad y es una inmensa nave metálica; llena de cientos de pequeñas habitaciones de mentira con un camino único que las recorre, y todos los muebles que vendemos están montados y colocados para que se vea cómo quedarían. Y luego los mismos productos, sin montar, se apilan en el almacén formando altos montones metidos dentro de cajas planas, para que la gente los compre. Son baratos.

      Sé que me tienen poco más que como adorno. Deambulo ataviado con mi uniforme, con las manos a la espalda, haciendo que la gente se sienta segura, haciendo que parezca que la mercancía está protegida. Tampoco es que sea el tipo de producto que se puede hurtar, así que casi nunca me toca intervenir.

      La última vez que me tocó fue en el parque de bolas.

      Este lugar es una auténtica locura los fines de semana. Tan lleno que cuesta caminar: todo parejas y familias jóvenes. Tratamos de facilitarle las cosas a la gente. Tenemos una cafetería barata y aparcamiento gratuito y, lo más importante de todo: tenemos servicio de guardería. Está al final de las escaleras de subida que hay nada más entrar. Y justo al lado se halla el parque de bolas, al que se puede acceder desde la guardería.

      Las paredes del parque de bolas son casi en su totalidad de cristal, para que desde la tienda la gente vea el interior. A todos los compradores les encanta mirar a sus hijos: siempre hay personas fuera, observando con una enorme sonrisa boba. Yo no pierdo de vista a los que no parecen padres.

      No es muy grande, el parque de bolas. En realidad no es más que un anexo, pero lleva años aquí. Hay un laberinto para trepar que se retuerce sobre sí mismo, con una red de cuerda por si algún niño se cae; una casita de juegos, y dibujos por las paredes. Y colores por todos lados. Todo el cubículo está cubierto por una capa de más de medio metro de brillantes bolas de plástico.

      Cuando los críos se caen, las bolas amortiguan el golpe. Les llegan por la cintura, de modo que los niños se mueven por el recinto como la gente en una inundación. Cogen puñados de bolas y se las arrojan unos a otros. Son más o menos del tamaño de pelotas de tenis, huecas y ligeras, para que no puedan lastimarse. Cuando rebotan en las paredes y en las cabezas de los niños hacen ruiditos, plof-plaf, que les hacen reír.

      No sé por qué se ríen tan fuerte. No sé qué tienen las bolas que hacen que el parque sea muchísimo mejor que una sala de juegos ordinaria, pero les vuelve locos. Solo se permite que haya seis niños a la vez, y esperan una eternidad en la cola de entrada. Dentro solo pueden estar veinte minutos. Resulta evidente que darían cualquier cosa por quedarse más. A veces se ponen a berrear cuando les toca salir, y sus nuevos amigos también lloran al verlos marchar.

      Estaba en mi descanso, leyendo, cuando recibí el aviso de que acudiese al parque de bolas.

      Antes de girar la esquina ya oí gritos y lloros, y al doblarla vi una multitud en el exterior de la gran cristalera. Un hombre estrechaba a su hijo y les gritaba a la encargada de la guardería y a la gerente del establecimiento. El chiquillo tendría unos cinco años, justo la edad mínima para poder entrar. Estaba aferrado a la pernera del pantalón de su padre, sollozando.

      La cuidadora, Sandra, trataba de no llorar. No tenía más que diecinueve años.