Daniel Sorín

Plan Patagonia


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      Plan Patagonia

      Daniel Sorín

      Colección Imaginerías

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      Daniel Sorín

      Plan Patagonia

      E-Book

      ISBN 978-987-86-1929-3

      © 2019, Al Fondo a la Derecha Ediciones.

      José Cubas 3471 (C1419), Buenos Aires, Argentina.

      www.alfondoaladerecha.com.ar

      © 2019, Daniel Sorin.

      www.danielsorin.com

      Diseño de tapa e interior: Al Fondo a la Derecha

      Imagen de tapa: Néstor Crovetto

      www.nestorcrovetto.com.ar

      Reservados todos los derechos.

      Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723

      Para Valeria, por su dulce tenacidad.

       Nota

      En junio del año 2002 un golpe de Estado derrocó al presidente Hugo Chávez Frías que, dos años después, moriría en prisión.

      Meses después, el 27 de octubre, en las exuberantes tierras de Jorge Amado, el candidato del Partido de los Trabajadores, Luiz Inácio da Silva, intenta por cuarta vez ser elegido presidente. Derrotado por el oficialista José Serra, Lula abandona la política.

      Al año siguiente Carlos Menem fue reelegido por tercera vez presidente de la Argentina.

      En enero de 2004 fue asesinado —en un confuso episodio en los suburbios de La Paz— el dirigente cocalero Evo Morales.

      Y, hacia fines de ese año, la IV Cumbre de las Américas aprueba con entusiasta unanimidad el Área de Libre Comercio de las Américas.

      Ha pasado mucho tiempo.

      Ahora, comencemos con la presente historia.

       DS

       La señora del “A”

      

      Todos los humanos son prisioneros de su tiempo, pero todos, alguna vez, deciden cómo serlo. En el torbellino del desorden, sean bellos o contrahechos, inteligentes o tontos, hablen el idioma de Cervantes o el del pirata Morgan, la lengua Arawak o la de los misteriosos selk’nam, todos, no importa su condición, tienen en sus vidas un día decisivo. Un día en el que los sí y los no que pronuncien determinarán su futuro de manera inexorable.

      El destino, esa cárcel en donde transcurren nuestros dramas, quizá no esté construido por manos humanas; pero la aspereza de las paredes de cada celda está pintada del inmaterial color de la imaginación y la voluntad de cada uno. Allí reside, para bien o para mal, nuestra exigua libertad.

      A la diez de la mañana, Juan Balcarce se aprestaba a salir de su departamento; una hora después debía ver a un abogado que representaba los intereses de una empresa extranjera. El sujeto era amigo de un amigo del esposo de su hermana mayor, quien, escaso de palabras como era, solo le había dicho que posiblemente ese hombre tuviese algo para él.

      —Te espera a las once en punto —le dijo y no le había aclarado nada más.

      Su mano estaba a punto de bajar el picaporte cuando escuchó que afuera se cerraba una puerta. Espió por la mirilla y comprobó que la señora del “A” estaba en el pasillo esperando el ascensor; pudo observar que el cuerpo de su vecina —ya de por sí abultado— se había transformado, gracias al impiadoso trabajo de la lente, en una esfera. Aguardó que se fuera, pero súbitamente la señora hizo un gesto ampuloso, casi grotesco: se golpeó la frente con la palma de la mano, como si se hubiera olvidado de algo y, desandando sus pasos, entró nuevamente a su madriguera.

      Balcarce comenzó el día decisivo de su vida con esta insignificancia, cotidiana menudencia que produjo la demora necesaria para provocar posteriores encuentros y desencuentros.

      Esperó impaciente que apareciera otra vez la generosa anatomía de su vecina, pero nada. Pensó abrir la puerta, lo alentó para ello el ronco murmullo del motor del ascensor y los ruidos del cubículo subiendo; caviló que si corría rápidamente podría subirse al aparato antes de una nueva aparición de la señora del “A”, evitando así sus molestos comentarios. Pero cuando su mano por fin iba a bajar el picaporte escuchó, para su completo estupor, como el Otis pasaba totalmente despreocupado por su piso. No se atrevió a salir. Lo único que le faltaba esa mañana era verse atribulado de preguntas bochornosas y sabias sugerencias.

      “Es una buena mujer”, le había dicho su madre (o acaso ocurrió al revés, y fue la vecina la que así había aludido a la autora de sus días). Cerró los ojos mientras mantenía la frente apoyada en la puerta y la conciencia sumergida en un húmedo sopor.

      Son tal para cual, pensó.

      No, no debía verla. ¡Bajo ninguna circunstancia!

      Fue hacia el equipo de música y puso los Rolling Stones, bien fuerte, la vecina (igual que su madre) no podía soportarlos.

      ¿Y si viene a quejarse?

      “Juan, querido, poné esa música más bajo que me rompe la cabeza”, le diría la señora del “A” apenas él abriese la puerta.

      Podía imaginar el humilde pedido acompañado por una mirada hambrienta que indagaría el estado de su departamento. Y el discurso ulterior sobre las bondades del orden y el aseo. La señora del “A” solo se iría después de comprobar que el hijo de Amanda no tenía visitas. Ambas llamaban “visitas” a las compañías femeninas; las masculinas eran simplemente “amigos”, dicho con el mismo tono despectivo con el que dirían “vagos”.

      Parado nuevamente frente a la puerta, con miedo de salir y encontrarse con lo que no debía, pensó en la desquiciada suerte que había tenido en alquilar un departamento en el mismo edificio y, lo que era aún más grave, en el mismo piso que esa vieja amiga de su madre. ¡Con los departamentos que había para alquilar!

      Volvió sobre sus pasos y apagó el equipo antes de que se hubieran escuchado las primeras notas.

      Mejor no pongo nada, pensó. Y mejor no hago ruido, como si no estuviese. Así no viene a preguntarme, “¿cómo está tu mamá, Juancito?” —se dijo hablando solo.

      Se sintió estúpido y encendió un cigarrillo, acto reflejo que hacía cada vez que se sentía estúpido o le atraía una mujer. Atontado por la confusión, no escuchó el teléfono; solo cuando atendió el contestador, tomó conciencia de la llamada. Era su madre.

      —Otra vez esta máquina. ¿Juan, cómo estás?

      Se sirvió los restos tibios de café del reciente desayuno y escuchó sin levantar el auricular.

      —¿Tenés alguna novedad, querido?

      Era una suerte no haber contestado, no tener que pronunciar las palabras que lo atormentaban: “no, no tengo ninguna novedad”.

      La noticia que esperaba Amanda Cao, y por la cual preguntaba todos los días sin falta, hiciese frío o calor, con lluvia o sol radiante, era si el tercero de sus cinco hijos había conseguido trabajo. Pero tal noticia nunca se concretaba y Juan, que hubo conocido mejores tiempos, hacía dos años que estaba desocupado. Y eso no era todo. Hacía seis meses que no pagaba las expensas comunes y tres, que no abonaba el alquiler. Todo lo cual, de haberlo sabido, habría sido terrible para quien, como la señora Amanda Cao de Balcarce, jamás se retrasó ni siquiera un solo día en el pago de los impuestos. Tampoco sabía doña Amanda que ese día Juan consumiría los últimos