de los puntos a tratar, pero fue interrumpido por el gobernador Castillo quien, mirando hacia la ventana y sin énfasis alguno, preguntó:
—Escuchame Mario ¿vos sos boludo o te pasaste a la oposición?
—Ni una cosa ni la otra, Edelmiro.
Los dos hombres se conocían desde hacía años y hasta ese momento habían labrado una cálida amistad. El gobernador giró la cabeza y, mirándolo a los ojos, le dijo a su ministro:
—Si lo tuyo fue una repentina imprudencia quiero que digas que no quisiste decir lo que dijiste, que te sacaron de contexto o cualquier cosa por el estilo. Pero si estás tramando algo a mis espaldas, quiero tu renuncia de inmediato.
Hubo en la sala un silencio denso que podía cortarse con el filo de un cuchillo. Después de unos interminables segundos, el doctor Mario Cruz dijo con tono firme:
—Puede, señor gobernador, contar con mi más absoluta fidelidad.
Algunos suspiraron aliviados, otros tosieron desencantados.
—Hoy mismo tendrá sobre su escritorio mi renuncia —dijo el ministro, y sin esperar respuesta abandonó la reunión.
Un 30 de abril
El jueves siguiente a la renuncia del ministro Cruz, la Consultora Alfa entregó en la secretaría privada del gobernador tres informes; las carpetas estuvieron allí hasta el viernes por la tarde en que fueron giradas al despacho del gobernador.
La recepcionista las tuvo entre sus manos minutos antes de la seis de la tarde. Contenta porque el mandatario hacía media hora había dejado la provincia para dirigirse a Buenos Aires —donde ese fin de semana había un importante cónclave político—, la joven estaba ilusionada con un fin de semana sin molestos llamados de funcionarios del gobernador. Iba a completar el trámite de recepción de los informes incluyéndolos debidamente en el archivo “entradas” cuando sonó el teléfono.
—Gobernación.
—María, Gustavo y Sebastián pasan por mi casa a las siete.
—¡No llego!, es imposible.
—Vamos nena, ¡es tu oportunidad!
Apretada por el tiempo decidió irse rápidamente, volvió a su computadora, confundida por lo apremiante de su situación, pasó por alto la advertencia del programa que, antes de cerrarse, le decía que “entradas” se había modificado y le preguntaba si quería guardar los cambios.
Ese pequeño error administrativo del todo involuntario hizo que, pese a que los informes se estacionaron en la bandeja que llevaba el cartelito “A-C”, no fueran asentados en el documento correspondiente del todopoderoso Excel. Para completar esta rara fatalidad, la jovencita contrajo ese fin de semana una pasajera enfermedad bronquial que la obligó a ausentarse de sus funciones toda la siguiente semana. Y solo ella, teniendo a la vista la bandeja “A-C”, hubiera podido corregir su lamentable error.
Ignorantes en las oficinas del gobernador de tan raro acontecimiento, nadie reclamó los informes hasta que la situación pasó a mayores.
La Coordinadora de Gremios Combativos no había movilizado hasta ese momento más que a unos cientos de trabajadores. Basilio Costas había ganado las últimas elecciones de su gremio —que nucleaba a una parte de los estatales provinciales— por la acción combinada de dos factores: la desunión de la lista oficialista y el uso que hicieron sus seguidores de su imagen, o mejor dicho de su no imagen.
Como nunca había integrado la conducción del gremio, Costas era poco conocido por las bases. Debía perder, pero fue justamente esa lejanía del poder lo decidió su triunfo: era ajeno a cualquier trapisonda, tenía las manos limpias y sus amigos no dudaron en exhibirlas.
El Frente Piquetero Neuquino, por su parte, fuera de las villamiserias era aún menos conocido que Costas. Sus cortes de ruta, si bien no estaban carentes de violencia, llamaban poco la atención pública. El Frente nunca había sido en realidad un frente, sino la simple unión de tres organizaciones barriales que, al fusionarse, formaron un único ente con tres asentamientos geográficos diferentes. Este hecho venía desconcertando a la policía desde hacía dos años; los custodios del orden nunca sabían de qué sucia villamiseria saldrían esos indios a quemar neumáticos, batir bombos e impedir que los ciudadanos transitaran libremente. El Frente estaba integrado por desocupados de familias numerosas, de piel oscura e inocultable ascendencia mapuche. Por lo general hablaban poco y habían sido reiteradamente acusados de exigir extorsivos peajes a los automovilistas durante las horas nocturnas.
Se ha dicho con razón que, si ambas organizaciones hubieran sido mejor conocidas por el gobierno, este no se habría sorprendido por los acontecimientos. Es cierto. Tan cierto como nada casual que las autoridades no repararan en ellos. Sus espías estaban ocupados con otros actores.
Veamos. Días antes se había firmado el Acuerdo Social Neuquino que, de tener éxito, desembocaría en la reelección del gobernador Castillo. Los hombres del gobernador hacían animosos esfuerzos por juntar el número necesario de diputados para promulgar cierta ley que mejoraría las ganancias de las compañías petroleras. A cambio de ello, estas garantizarían un millonario apoyo a su reelección.
Mientras tanto, sus rivales en el mismo partido de gobierno ponían iguales energías, aunque en el sentido contrario, para que la ley no se aprobara.
De manera que unos y otros seguían muy atentamente la actividad de los partidos de oposición porque estos, siendo minoritarios y sin esperanzas de acceder a la gobernación, decidían la lucha interna de la mayoría.
Fieles devotos del poder, los hombres del gobernador estuvieron empeñados en el seguimiento de las elucubraciones opositoras. De ellos dependía su futuro y las ganancias petroleras. Ocupados en tales devaneos, no prestaron atención ni a los desocupados organizados en el Frente ni al barbudo e ignoto Basilio Costas.
Tampoco los medios periodísticos repararon en ellos hasta que, treinta y cinco días después de aquella mañana en la que Juan Balcarce se vio impedido de salir de su departamento por la molesta presencia de una esférica vecina, el Frente Piquetero Neuquino y la Coordinadora de Gremios Combativos llamaron a un paro con movilización y cortes de ruta para el martes 30 de abril. Tozudos, volvían a pedir una rebaja del setenta por ciento en los servicios públicos, pedido al que ahora sumaban un aumento del treinta por ciento en los sueldos estatales y la implementación de un subsidio para los desocupados equivalente a medio salario mínimo. Todo lo cual estaba fuera de los límites de la voluntad y la imaginación del gobierno del doctor Castillo.
Preguntado por el cronista Sanmartino, que no dejaba de seguirle los pasos, el exministro Mario Cruz dijo que la confrontación era inevitable y volvió a señalar que el pedido obrero era exagerado, pero “básicamente justo”.
—Las ganancias de las empresas son fundamentales porque son ellas las que generan riquezas, riquezas que pueden después ser distribuidas. Pero incluso reconociendo esto, incluso dejando claramente expresado el respeto a la propiedad privada que tienen nuestras leyes, aun teniendo en cuenta todo eso —dijo—, este militante de la causa nacional sostiene que antes está la vida.
El periodista iba a retirar el micrófono para hacerle una nueva pregunta cuando el doctor Cruz lo retuvo con su mano.
—Permítame, estimado Sanmartino.
El exministro estaba en vena y hablaba como si delante tuviese a miles de partidarios exultantes.
—Ceder al justo reclamo no es debilidad, sino sabiduría —hizo un breve silencio—. No dude, señor gobernador, en avanzar por el camino que lleva a la justicia social, porque solo ella garantiza la paz social.
Ya porque las empresas petroleras presionaron, ya porque la situación podía poner en peligro su ansiada reelección, quizá porque los airados reclamos obreros —especialmente los de los violentos piqueteros— no podían ser aceptados por su conciencia, o porque las palabras de su exministro y