Daniel Sorín

Plan Patagonia


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atrevió a ir en su contra.

      Mario Cruz

      Fue arduamente buscado por los periodistas, su esposa dijo que no iba a hablar, no en ese momento, pero que estaba impresionado y dolorido por los “luctuosos acontecimientos”. Sin embargo, el mutismo del doctor Mario Cruz fue imprevistamente roto cuando concedió una entrevista para el programa especial que hacía el equipo de Amadeo. Junto a él, en Neuquén, estaban sus dos enviados, María Laura Sosa y Esteban Festa, acompañados por el joven Sanmartino.

      —Doctor Cruz, puede decirse que usted previó estos hechos cuando dijo que los reclamos de piqueteros y estatales, si bien exagerados, eran justos.

      —Sí, Sanmartino, y dije también que había cosas más importantes que los números en rojo.

      —Disculpe que lo interrumpa doctor —terció Amadeo desde los estudios en Buenos Aires— aquí se está acusando al gobierno de Castillo de ser un títere de las compañías petroleras. Usted fue su ministro de Servicios Públicos hasta hace unos días, ¿no le parece que se dio cuenta un poco tarde?

      El exministro trató de mantener la calma, no estaba acostumbrado al estilo agresivo del periodista porteño.

      —Vea, Jorge, hubo siempre en el gobierno del doctor Castillo una lucha encarnizada entre los intereses de las petroleras, que son muy legítimos le aclaro, y los derechos, las urgencias desesperadas, diría yo, de la población. Desgraciadamente esa lucha se desequilibró, en un momento dado, con estas terribles consecuencias.

      —Doctor Cruz —volvió a intervenir Sanmartino que no pensaba desaprovechar la oportunidad de hacerse notar—, ¿su renuncia fue la causa o la consecuencia de ese desequilibrio?

      —No sé si soy tan importante; lo que sé es que me echaron.

      Antes de terminar el reportaje, Cruz aseguró que la realidad de Neuquén se repetía en toda la Patagonia:

      —Se llevan nuestras riquezas y aquí no queda ni lo imprescindible para paliar el hambre.

      El viernes 3, mientras el país estaba paralizado, el intendente de la ciudad de Ushuaia, Ignacio Barcos, proclamó a los cuatro vientos que se alejaba del Movimiento Popular Fueguino, partido que siempre había dominado al electorado de la isla, porque había traicionado sus principios.

      —Si seguimos por este camino, lo que sucedió en Neuquén pasará en Tierra del Fuego.

      Expresó que el “interior de abajo” estaba cansado de ser postergado y concluyó diciendo: “Somos apenas un olvido”.

      El doctor Mariano Paz, experimentado y astuto intelectual de pretéritos golpes de Estado, la noche del 2 de mayo expresó en su programa Hora Definitiva que tanto la movilización popular de Neuquén, producida apenas la gente se anotició de las primeras muertes, como las espontáneas concentraciones del día siguiente en todo el país no eran otra cosa que “un indignado reclamo de justicia”.

      —Pero también es cierto que ese reclamo estuvo precedido por otros reclamos, que fueron tan exagerados y fuera de lugar que no pudieron ser hechos de buena fe. Se buscó la confrontación, no el diálogo.

      Levantó la copa y tomó un sorbo de agua antes de seguir.

      —Algunos dirigentes, como este... —buscó el nombre entre sus papeles— Basilio Costas, buscaron la confrontación con el gobierno de Castillo porque no creen en el sistema democrático.

      Un nuevo silencio teatral.

      —Hubo tres atentados, uno de ellos a un tanque de combustible de una empresa petrolera, ataque que pudo causar un daño ecológico de proporciones nunca vistas —exageró con gesto serio y mirada compungida.

      Después siguió:

      —Hemos visto ayer a los argentinos manifestar en orden y paz. ¡Qué muestra de civilidad han dado los ciudadanos! ¡Qué ejemplo de cordura de los mandantes hacia sus mandatarios!

      Didáctico como ningún otro, enseñó que, desde tiempos inmemoriales, luego de cosechar el trigo y dejar que se secara, se lo sometía a un proceso de zarandeo mediante el cual las pajas, más livianas y volátiles que los granos, eran arrastradas por el viento y los granos quedaban en su lugar para ser molidos en procura de harina.

      —Para hacer las cosas bien hay que separar la paja del trigo. Los gobernantes deben escuchar y proceder; los jueces, juzgar ecuánimemente; los ciudadanos, participar de la república. Queramos todos discriminar la paja del trigo.

      Estas ideas las volvió a volcar cuando, como columnista invitado, Paz habló para la CNN en español. En esa columna agregó un pensamiento que tendría después especial relevancia:

      —América latina vive desgarrada por la lucha entre dos colosos. Dos fuerzas contrarias: el pasado y el futuro. Un pasado de tierra y ancestros, de Pachamama, de la cultura secular del caudillaje. Una cultura de fronteras cerradas, de naciones pensadas como compartimentos estancos. Y un futuro que implica la incorporación definitiva del continente al mundo y la liberación de sus fuerzas creadoras. En el contexto de esa fricción entre un pasado doloroso, pero seguro, y un futuro deseable, aunque incierto, se inscriben estos lamentables acontecimientos que han cobrado más de una veintena de vidas.

       Howard Smith

      Hombre racional, Howard Smith se dijo que, pese a que lo molestaban, las casualidades existían. Se dijo también que había sido un raro albur el único culpable de aquella sucesión de hechos que llevaron esa enigmática palabra a su mente, una y otra vez, hasta que pergeñó la idea de la cual, en poco más, iba a dar cuenta.

      —En unos minutos el señor presidente lo atiende, ¿desea tomar algo señor Smith? —le preguntó la mujer.

      —No, gracias.

      Se reclinó en el sillón y recordó.

      Comúnmente pasaba todo el día sentado frente al monitor de una computadora, pero ese día había tenido que ir, no por la red, sino físicamente, a la Library of Congress. Buscaba cierta información, apenas una pequeña pieza de un gigantesco rompecabezas. Estuvo horas indagando sobre el tema, que para su gusto era demasiado aritmético. Había consultado libros especializados y comparado cifras, había recurrido a su mal alemán y a su pésimo francés y, al final del día, cansado, pero satisfecho por los resultados obtenidos, pasó por uno de los museos del Institut Smithsonian y se sentó en un solitario banco de madera.

      Frente a una enorme pintura que no acertaba a comprender —una mujer paría criaturas construidas con piezas de mecano— creyó escuchar a su esposa: “Las pinturas no se entienden, Howard, se sienten”. Fue entonces cuando, acusado de hacer lo indebido, cerró los ojos y dejó que las imágenes vinieran a él.

      Minutos después la mano de un guardia, que creyó que se había quedado dormido, rompió su ensueño. No tuvo otro remedio que pararse, saludar al hombre con una sonrisa desganada y emprender el regreso a su casa.

      Howard Smith tenía cuarenta y dos años y hacía catorce que estaba casado con Emma Greenough, una bióloga que integraba el equipo del doctor Andrew Fulbright, un científico de extendido renombre dedicado con obsesión al estudio (y a la modificación) de la pequeña cadena de eslabones que transmite, desde hace millones de años, los secretos divinos. Howard y Emma tenían dos hijos: Melanie, una grácil mujercita de nueve años, y John, un callado pero despierto joven que en ese momento acusaba seis.

      Howard se bajó del auto después de dejarlo estacionado en el garaje de su casa, al lado del anticuado pero pintoresco Volkswagen de su mujer. Bajó, saludó a su vecino, míster Harris, que a esa hora siempre salía a correr, sacó de su maletín las llaves y las introdujo en la cerradura. Con una pequeña presión de su brazo izquierdo abrió la puerta y entró. Para su sorpresa, en la sala estaba reunida toda su familia: Emma, Melanie y John, junto a una pequeña compañera de escuela de su hija.

      —Papá, ¿conocés la