Daniel Sorín

Plan Patagonia


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algo:

      —En un bar a unas cuadras de aquí me está esperando una compañera que necesito dejar en algún lugar seguro, ¿se puede quedar aquí? No te va a molestar, es una chica muy callada, es la primera vez que viene a Buenos Aires y está atemorizada.

      Tan sorprendido estaba Juan por la propuesta que dijo que sí sin darse cuenta.

      —En media hora viene. Chau Juan, espero tu llamado... ah, a la piba no le digas nada de lo que hablamos.

      Y se fue.

      Juan se sirvió un whisky y salió al balcón; la noche estaba fresca y sin luna. Recordó el cielo de Neuquén y el que tenía delante le pareció desteñido; pensó en las películas de espías, en Casablanca y El halcón maltés, y recordó un filme italiano de Marcello Mastroiani. A la media hora exacta, sonó el timbre.

      —¿Quién es?

      —Beatriz —dijo la voz.

      —Adelante —y apretó el botón.

      Envuelto en sus cavilaciones no la había imaginado antes de abrir la puerta, pero de haberlo hecho la sorpresa hubiera sido la misma. Beatriz era como una gota de rocío sobre una hoja de limonero.

      —¿Qué tomás?

      —Nada, gracias.

      Juan no pudo dejar de mirar aquellos ojos negros.

      —¿Café te parece bien? —dijo, mientas iba a la cocina y encendía nerviosamente un cigarrillo.

      Esa noche no pudo conciliar el sueño hasta las cinco de la mañana y cuando se despertó ya había pasado media hora de las ocho. Discó el número, pero no contestó nadie. Insistió una y otra vez hasta que, casi a las nueve, una voz le informó que el señor Costas se había retirado.

      —Lo vinieron a buscar y se fue hace una hora.

      Al rato se despertó Beatriz y él, como buen anfitrión, le preparó el desayuno. Hablaron de animales y de pequeños alumnos; la chica era maestra en un pueblito perdido entre las estribaciones de la cordillera. En otra oportunidad hubiera intentado aprovechar esos minutos para tener alguna excusa para mandarle una carta, pero los nervios le comían el estómago: se le había metido en la cabeza que Basilio podía estar preso.

      Sonó el timbre del portero eléctrico.

      —¿Quién es?

      —Basilio.

      Abrió.

      —Es Basilio —le dijo aliviado a Beatriz.

      —Ah, qué bien. ¿Viene solo?

      No lo había pensado: tal vez la policía lo detuvo y... En esos pensamientos andaba cuando el Otis paró en su piso; segundos después abría, ansioso, la puerta de su departamento: el corpachón estaba solo.

      —Perdoname Juan, tuve que irme antes y no pude esperar tu llamado.

      Beatriz se acercó con su pequeño bolso dispuesta a despedirse.

      —¿Qué resolviste? —le preguntó Basilio antes de partir.

      Una imprudencia

      Diez días después del impensado encuentro entre Juan y Basilio, la Coordinadora de Gremios Combativos y el Frente Piquetero Neuquino presentaron un petitorio al gobierno en el que pedían, con tono tan firme que valía como exigencia, una rebaja de las tarifas de los servicios públicos del setenta por ciento. Al final decía: “Nación y pueblo son inseparables; una nación sin pueblo no es más que la mentira de los explotadores”.

      El único medio que levantó la información fue el diario El Sur. “Reclamo por tarifas”, fue el breve título. La escueta nota se completaba con un recuadro donde se analizaba el deterioro del salario durante el último año.

      Fuera de esas líneas, nada se habló. Los medios tradicionales omitieron el petitorio, lo que ya estaba previsto por sus autores. Pero el viernes de esa semana ocurrió algo inesperado. Tomás Sanmartino, un inquieto periodista de la Radio Nahuel Huapi, después de una noche de sana juerga, concurrió a la conferencia de prensa del ministro de Servicios Públicos habiendo olvidado en la casa de su ocasional amante las preguntas que le había preparado el día anterior el gerente de noticias de la emisora. Privado de ellas, en vez de permanecer callado, prefirió lanzarse a la creación periodística. Micrófono en mano, le preguntó al ministro sobre el petitorio sindical del cual su emisora nada había dicho hasta ese momento.

      La contestación del funcionario fue desconcertante.

      Se dijo posteriormente que el doctor Mario Cruz estaba esa mañana, como el joven periodista Sanmartino, bajo los efectos desinhibitorios de un alcohol nocturno; también se formuló que tuvo un inusual e inoportuno rapto de sinceridad. Podemos dudar por igual de ambas afirmaciones.

      —El reclamo es enteramente justo, aunque un tanto desmedido —respondió el ministro.

      Repreguntado aclaró:

      —A la hora de problemas excepcionales las soluciones no pueden ser ordinarias. Si bien la rebaja pedida suena exagerada, algo habrá que hacer para evitar males mucho mayores que los números en rojo.

      Semejante declaración tuvo mejor destino que el pedido sindical que las originó y ningún medio las pudo pasar por alto.

      A la tarde noche de ese día, un alto ejecutivo de una petrolera afincada en la provincia se anotició de la singular declaración durante una reunión financiera. Quienes estuvieron presentes dejaron correr el rumor de que después de proferir un grueso insulto, que tenía como destinataria a la señora madre del ministro, para entonces ya fallecida, levantó el auricular del teléfono y mantuvo una corta pero interesante comunicación.

      El gobernador de la provincia, Edelmiro Castillo, tomó conocimiento del traspié lingüístico de su colaborador apenas este lo hubo tenido. Primero pensó que a Marito se le había ido la mano, aunque no le dio al hecho mayor importancia. Pero hacia las tres de la tarde comenzó a darse cuenta de la repercusión de las palabras de su amigo. Llamó entonces al subsecretario de Medios y le preguntó si la policía había detenido al violador de prostitutas y si el presidente había muerto de un síncope.

      —¿Cómo dice, doctor? —el humor del gobernador era incomprensible para el subsecretario.

      —A ver si inventa algo rápido, esto no puede ser tapa de los diarios de mañana.

      Cuando el subsecretario se fue del despacho, el gobernador le dijo a su secretario privado:

      —A Marito hay que decirle que las que van para afuera no las meta adentro.

      Metáfora referida a los arqueros que su secretario privado, ajeno por completo al cosmos futbolero, no entendió, lo que no le impidió apuntar con entusiasmo:

      —Eso mismo digo yo, doctor.

      Pero fue recién cuando atardecía que el gobernador tuvo acabada conciencia de las consecuencias de la desafortunada intervención de Marito. La toma de conciencia ocurrió cuando le pasaron una llamada telefónica; del otro lado de la línea, una voz con el inconfundible acento que otorga el poder, apenas ocultando su enojo, colocó los puntos sobre las íes.

      Juan Balcarce llegó en el primer vuelo de la mañana, se paró en el medio del hall del aeropuerto y esperó. A los pocos minutos se le acercó un hombre de abultado abdomen que le dijo que tenía en el estacionamiento su automóvil para llevarlo al centro de la ciudad. Durante el viaje Juan le preguntó por Basilio, pero el chofer no pareció conocer a nadie con ese nombre; cuando llegaron a destino el hombre le extendió un sobre. Ya abajo del vehículo, Juan lo abrió; adentro había un disco de los Beatles. Sonrió.

      Quince minutos pasadas las diez de la mañana, Juan Balcarce entraba a un lujoso edificio. Cuando en el quinto piso se abrieron las puertas del ascensor, pudo leer en grandes letras doradas: Distribuidora Los Andes.

      En