Juan, ¡qué mal, anda todo! ¡No sabés la cantidad de gente que está sin trabajo!
Iba a decirle que mal de muchos, consuelo de tontos —o alguna estupidez por el estilo, sabiendo que su madre era muy afecta a las bíblicas sentencias del gran Perogrullo— pero ella, como de costumbre, se adelantó:
—Hay gente a la que le va peor, jefes de familia, muchachos con hijos. ¡Menos mal que vos no tenés hijos, Juan!
No le preocupaba tener hijos, y mucho menos no tenerlos, pero a su madre sí. Ella se había casado con su padre cuando tenía veinte años y él veintidós. Después de un tiempo de búsqueda, había hecho un raid de partos, separados entre sí por dos años exactamente. De manera que, a su edad, don Bartolomé, ya había completado toda una familia.
Juan sabía muy bien lo que quería decir “menos mal que vos no tenés hijos”. Su madre no le mostraba a modo de consuelo el lado positivo de las cosas, ni siquiera le sugería la dudosa fortuna que significaba que se podía estar peor. Lo que quería decir la señora era que no había servido ni siquiera para darle un nieto. ¡Y ya tenía treinta años!
—Escuchame vieja, ya tenés nueve, para qué querés otro —le había contestado una vez que estaba con ánimo menos alicaído.
—¿Cómo para qué quiero otro?
—Sí, ¿para qué carajo querés otro?
Esa vez su madre dejó de llamarlo por dos semanas, mientras le decía a nueras y yernos que el tercero de sus hijos era un verdadero guarango.
—No sé a quién salió. A mí no, y tampoco a su padre —se apresuraba a aclarar—, que el bueno de Bartolomé jamás levantó la voz en esta casa y mucho menos para decir palabrotas.
Por fin, Juan pudo oír claramente que doña Dora, tal el nombre de la esférica vecina y entrañable amiga de su señora madre, abría y cerraba la puerta de su departamento, caminaba por el pasillo, llamaba al ascensor y se perdía, llevada por el bueno de Otis.
Respiró aliviado. Estaba libre, ya podía irse.
El encuentro
Quiso el destino, la fatalidad o la fortuna que, de tanto esperar que se fuera doña Dora, llegase tarde a la entrevista. La secretaria le informó lo que él ya sabía: el escrupuloso profesional ahora estaba ocupado y no podría atenderlo durante el transcurso del día.
—Siéntese, ya me fijo cuándo puede venir —le dijo con una de sus peores caras la agria recepcionista.
Juan levantó la vista, pero se quedó de pie delante del escritorio, sin moverse, atraído por un afiche que colgaba de la pared, detrás de la mujer. La lámina anunciaba una corrida de toros en algún lugar de España; en ella, un hábil torero estaba a punto de clavarle dos afilados aceros al animal.
—Puede sentarse.
Prestó atención a la mirada feroz del toro que pasaba apenas a centímetros de la cintura de su verdugo.
—Joven...
Le pareció que el torero, en puntas de pie, iba a moverse de un momento a otro.
—Siéntese por favor.
Al fin Juan se dio vuelta. Pero, para sorpresa de la mujer, en vez de ir como puntual penitente hacia alguna de las dos sillas desocupadas, caminó hacia la puerta y, tras abrirla, desapareció sin pronunciar palabra.
Balcarce bajó por la calle Montevideo, apenas había doblado por Corrientes, vio que un inmenso corpachón venía hacia él con los brazos abiertos. El hombre tenía una amplia sonrisa detrás la barba y repetía su nombre en voz tan alta que casi era un grito.
—No me recordás. ¿A que no sabés quién soy?
En ese primer instante no lo supo, pero pronto una imagen vino a su conciencia.
Entraron en un bar.
El corpachón se llamaba Basilio Costas, había sido veinte años antes compañero suyo en la escuela General San Martín de la ciudad de Neuquén. Cuando Juan dio el primer sorbo al café se dio cuenta de que ya casi había olvidado aquella ciudad y tuvo un súbito estremecimiento, no por recordar las inmensas y frías tierras donde el viento nunca se cansa, sino por la repentina sospecha de que algo importante había perdido.
Delante no estaba el niño que frecuentó, pero tampoco un absoluto desconocido. Fue por eso, o quizás porque ese día el alma le pesaba de inusual manera, que habló. Además, Basilio le dijo que a la mañana siguiente retornaba a Neuquén. Esa afirmación, evidencia de que posiblemente nunca más volvería a verlo, lo alentó a poner sus angustias sobre la mesa. Habló de los trabajos que había tenido, de la infructuosa búsqueda de uno nuevo, de sus estudios abandonados, de un amor perdido, de la reprobación de su madre y hasta de la molesta vecina entrometida.
No era habitual que Juan comentase ni éxitos ni fracasos. Allí, sentado en la mesa de un café con un viejo y desconocido amigo, tuvo la vívida conciencia de la angustia que le comía las entrañas.
Basilio, pasado el primer momento de euforia, lo miraba con la serenidad de los habitantes de aquellas inabarcables mesetas. No decía nada, solo lo escuchaba con atención. Media hora después miró el reloj y descubrió que tenía que irse.
—Me parece que tengo algo para vos, algo que puede solucionar tus dificultades.
Sacó la billetera, llamó al mozo y pagó.
—O meterte en un buen problema, pero ahora no puedo decirte nada.
Se dieron la mano después de quedar en verse a la noche en la casa de Juan.
—A las diez.
—A las diez en punto.
Esa noche Basilio Costas le dijo a Juan Balcarce a qué se dedicaba, el manso corpachón era dirigente sindical. En ese mismo momento, su gremio tramaba lo que él llamó un "movimiento de resistencia".
—Vamos a ir contra el aumento de las tarifas —le dijo—. Producimos petróleo, pero miles de familias no pueden calentar sus casas. ¿Recordás el invierno de allá?
Juan no sabía qué tenía que ver todo eso con él, pero sí recordaba cómo era el invierno en la Patagonia. Basilio se acercó y casi en voz baja le susurró:
—Vamos a cortar las seis rutas más importantes de la provincia dentro de cuarenta y cinco días —dijo en voz baja e hizo un breve silencio—. Pero nos cuesta organizarnos porque ni los mails ni los teléfonos son seguros.
Juan lo miraba sin hacer gesto alguno mientras se preguntaba si estaba delante de un paranoico.
—Necesitamos un correo, alguien confiable e inteligente.
Las miradas se encontraron.
—Quizás te interese. Te damos un auto y una buena coartada.
Juan sintió que la angustia se retiraba de sus entrañas.
La coartada era simple y fácilmente demostrable: la representación de una distribuidora de productos de limpieza, llevaría folletos, facturas y muestras de una docena de productos.
—Nosotros te pagamos la nafta y te damos unos pesos con los que podés vivir sin lujos, pero tenés que vender para que nadie sospeche y lo que vendas también es para vos.
Juan Balcarce escuchó sin decir palabra, sin pensar, sin juzgar ni tramar.
—Lo que pasás es información, nada más. Nosotros no usamos fierros ni estamos en nada raro. Lo único que te pido es que me contestes a este teléfono —le extendió un papelito— antes de las ocho de la mañana.
Juan miró el papel que sostenía con su mano derecha.
—Si decís que te consiga el disco de los Beatles quiere decir que aceptás, y si me decís que no