Daniel Sorín

Plan Patagonia


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que algunos sectores de la población están pasando por grandes penurias, pero de esta situación debemos salir todos juntos por la puerta de la ley, porque la otra puerta nos lleva al vacío y a la disolución social —expresó ante cámaras de televisión y micrófonos radiales—. No es impidiendo que los ciudadanos circulen por las rutas como conseguirán algunos torcer el brazo de este gobernador.

      En un comunicado posterior se hizo referencia a los logros del gobierno y a que este mantendría “la paz social y el derecho de los ciudadanos aplicando todo el peso de la ley”. No conforme con estas afirmaciones el gobernador Castillo le ordenó a su vocero que dejase en claro que, teniendo el Estado el monopolio de la fuerza, la ejercería “con responsabilidad, pero con total decisión”.

      El ministro de Economía, Emilio Lombrosso, aseguró a los postres de una comida empresarial que el gobierno mantendría con firmeza sus objetivos fiscales.

      —No nos apartaremos de nuestra política, aunque vengan degollando miles de indios en malón.

      Lamentablemente para el ministro este último párrafo fue lo único que levantaron los medios, lo que motivó la airada protesta de una federación de cooperativas mapuches, de dos organismos de defensa de los derechos humanos y de tres agrupaciones indigenistas.

      Tulumpa

      El domingo 28 de abril, Juan Balcarce llegó a una pequeña población de la cual no daban noticias los mapas ruteros; tan pequeño era el poblado que solamente tenía media docena de construcciones de adobe. Su nombre era solo conocido a través de la lengua oral que, tan cargada de atajos e imprecisiones, llamaba al caserío Tulumpa o Chozas Negras o Teniente Primero Agustín Paraíso, que sobre su identidad existían estas tres versiones diferentes.

      Balcarce arribó cuando el sol comenzaba su declive detrás de la inmensa cordillera. Bajó del auto y estiró las piernas. Vino a recibirlo un can amistoso de pelaje indefinido que olió sus botas y que, tras levantar su pata derecha, mientras él oteaba el panorama, marcó el calzado del forastero como parte de su territorio.

      Tocó bocina, encendió un cigarrillo y esperó. Al tiempo apareció una niña de unos cuatro años, de bellísimos y achinados ojos negros; tenía los pies descalzos, lucía un vestido blanco, con dos florcitas bordadas del lado del corazón, un vestidito hermoso e impecablemente limpio.

      —Señor, dice mi pa que enseguidita viene.

      Media hora después hacía su aparición un hombre de unos cincuenta años, delgado en extremo, que le extendió la diestra y lo invitó a pasar a su casa.

      —¿Cómo anduvo el viaje?

      —Bien, cansador, pero bien, don Amaro.

      Los ojos de Juan tardaron en acostumbrarse a la oscuridad del ambiente.

      —No, yo no soy don Amaro. Él está llegando; se tardará todavía unas horitas.

      El hombre se llamaba Ramón Cura y habitaba desde siempre esa casa ausente de toda riqueza: sin piso de material ni ventanas, y donde nada dividía comedor, cocina y gallinero. El hombre vio cierto destello de sorpresa en la mirada de Juan, no le dolió ni se sintió ofendido ni le preocupó, solo dijo al pasar y sin motivo aparente, mientras acercaba la mejor silla que disponía para que el visitante se sentase:

      —¡Así es la cosa!

      Hablaron de la ciudad de Neuquén, de Buenos Aires, de la cordillera y de los cóndores, mientras la niña seguía atentamente la conversación. Tomaron unos amargos cebados por una mujer joven que permaneció callada; tenía una mirada que, sin parecer perdida, no terminaba de estar presente. A Juan le atrajo esa ambigüedad. Baja, de piel oscura y manos labradas por el trabajo, tenía los cabellos negros de los mapuches sin mezcla y los músculos firmes de la juventud. Parecía —calculó— tener unos veinticinco años. No atinaba a acertar si era la hija o la mujer de don Ramón, hasta que la criatura la llamó mamá.

      Cuando ya estaba completamente oscuro, don Ramón encendió un sol de noche y le dijo en tono de disculpas:

      —Sabrá usted entender, don Juan, hace tres inviernos el generador dejó de funcionar y nunca pude arreglarlo.

      —No se preocupe, don Ramón, así está perfecto.

      Y era cierto. El silencio y las montañas nevadas le daban al lugar una paz profunda. Juan se sintió por primera vez en muchos años saciado, olvidado de un hambre al que nunca pudo dar nombre.

      Comieron minutos antes de las nueve. Juan notó que don Ramón y su familia lo hacían exageradamente despacio y pensó que estaban dejando el último trozo de carne asada para él, de manera que se apresuró a mentir que estaba completamente satisfecho. Al escucharlo, la pequeña no pudo reprimir una sonrisa. Mientras el vino rojo y espeso bajaba reconfortante, Juan agradeció una y otra vez la cena: tenía el convencimiento de que esa gente pobre había puesto sobre la mesa todo lo que disponía y que, en su honor, habían preparado un banquete inusual y completamente ajeno a sus costumbres diarias. De postre comieron en silencio unas sabrosas manzanas rojas de la zona.

      Cerca de las diez y media de la noche, aparecieron tres hombres; uno de ellos, el legendario don Amaro.

      Don Amaro abrazó a la joven y le dio un beso en la mejilla. Después, dirigiéndose a don Ramón, le preguntó cómo lo trataba su hermana.

      —Como si fuese un rey —dijo el dueño de casa.

      Entonces las miradas del matrimonio se cruzaron; Josefa, tal el nombre de la mujer, le dedicó a su marido una mirada tan tierna, tan infinitamente dulce, tan amorosa, que Balcarce pensó que, efectivamente, ese hombre huesudo y pobre era, a su manera, un rey.

      Don Amaro caminó hacia el visitante; tenía a su sobrina subida, con sus bracitos rodeándole el ancho cuello.

      —Manuel Amaro, compañero —y le extendió la mano—, pero dígame como todos por acá: el Pardo.

      Se sentaron alrededor de la mesa.

      —María, despedite, hay que acostarse.

      —Sí, mamá.

      Ambas niñas, la pequeña y la grande, desaparecieron en silencio. Balcarce pensó que por esos lados, en contraste con la piedra eternamente quieta, algunas mujeres flotaban en el aire.

      —Quédese tranquilo, no lo han seguido —dijo uno de los hombres de apellido Barcia o Tarcia, que Juan no pudo entender bien cuando se lo habían presentado.

      —¿Seguido?

      —Sí, Ramón y yo estábamos en la colina cuando llegó; esperamos para estar seguros, después bajó él y yo me quedé esperando al Pardo y a mi compadre —dijo, señalando al cuarto hombre.

      Balcarce extendió sobre la mesa los papeles que traía. Primero los levantó don Amaro, quien después de estudiarlos los fue pasando: leyeron con atención y concentrada lentitud. Juan pensó que ninguno de ellos debía haber pasado más de dos o tres años en la escuela.

      Una hora después los hombres se despidieron.

      —Por favor dele esto a don Gregorio, dígale que no fallaremos y que le mando saludos para Beatriz.

      En la oscuridad cerrada de la noche los hombres estrecharon sus diestras.

      —Serán dados, don Amaro.

      Juan caminó hacia su vehículo; el cuarto hombre se le acercó con paso rápido, llevaba un sol de noche que le iluminaba el camino.

      —Vaya con Dios, amigo —le dijo, cuando Balcarce puso el auto en marcha.

      A las cinco de la tarde

      El mediodía del 7 de mayo el licenciado Aurelio Martínez, director de la consultora Alfa, llamó por teléfono al gobernador Castillo; la conversación giró alrededor de los acontecimientos producidos hacía escasamente una semana.

      —No lo puedo creer.

      —Lo habíamos previsto.

      —¡Justo