Hipias conviene en ello, pero al mismo tiempo deduce muy oportunamente, que lo bello es lo que conduce a un buen fin, lo que es ventajoso en sí, o, dicho de otra manera, lo que es ventajoso es el bien, definición que parece aproximarse singularmente a las miras de Sócrates. Éste, sin embargo, la rechaza con energía, por más que más bien es la suya que la de Hipias, y parezca a primer golpe de vista conformarse a la vez con sus ideas y con la razón; la rechaza, porque en la forma y en el sentido en que ha venido a producirse por la discusión, tiene las apariencias de ser verdadera, pero en el fondo no lo es. Propone estas dos objeciones: si lo bello es lo ventajoso, y lo ventajoso el bien, se sigue que lo bello es lo que produce el bien, que lo bello es la causa y el bien el efecto. Es así que la causa no es más que el efecto, que el efecto no es la causa; luego lo bello no es el bien. He aquí la definición refutada en sus términos. Además, y esto es más grave, ¿es sostenible en el fondo que el bien no es más que un efecto de lo bello, y de tal manera dependiente de lo bello, que solo existe por él y después de él? Ésta es la verdadera extensión de la definición, y Sócrates, rehusando asentir a ella, no hace más que mantener el principio fundamental de que el bien es absoluto en sí, y no se deja subordinar, ni por lo bello, ni por ningún otro principio.
Hipias propone por fin una última definición: lo bello es el placer que proporcionan los sentidos de la vista y del oído. Por este motivo, por ejemplo, las tapicerías, las pinturas, las estatuas, las obras moldeadas, la música, los discursos, nos parecen cosas bellas. Sócrates le hace comprender desde luego que en su definición no puede entrar una clase de belleza que no es menos real, que es la belleza moral, la de las instituciones y las leyes, por ejemplo. Por otra parte, la vista y el oído no son los únicos sentidos que nos causan placer. Para ser justo debería decirse que lo bello está en toda sensación de placer, en una palabra, en lo agradable. Lo que esto suponees que entre el número de las sensaciones agradables que proceden de los sentidos, además de las de la vista y el oído, las hay que son groseras, las hay que son vergonzosas, incapaces las unas e indignas las otras de recibir el nombre de bellas; lo que prueba de paso, que lo agradable no es lo bello. Pero lo agradable no es otra cosa que el placer, y si la vista y el oído constituyen lo bello por sí solos, no puede verificarse por el placer que es común a ambos, y común igualmente a los demás sentidos. Entonces, ¿a qué título las sensaciones de la vista y del oído producen lo bello? A título, se dirá, de que el placer que procuran es el más ventajoso, el mejor de los placeres, el placer sin mezcla de pena. Pero esto es volver a la confusión refutada ya más arriba de lo ventajoso y de lo bello, de lo bello causa eficiente del bien; y de este modo la discusión gira en un círculo vicioso. Hipias lo conoce bien, y como se siente resentido, exclama que lo bello es hacer un discurso persuasivo y útil, y no ocuparse de miserias. Pero Sócrates le confunde, con solo limitarse a repetir la primera pregunta que hizo al principio: ¿puede saberse si un discurso es bello cuando no se sabe qué es lo bello?
Hipias Mayor o de lo bello
SÓCRATES — HIPIAS
SÓCRATES. —¡Oh sabio y excelente Hipias!, ¿cuánto hace ya que no vienes a Atenas?
HIPIAS. —En verdad, Sócrates, no he podido. Apenas hay en Élide un negocio que se roce con otra ciudad, que al momento me prefieren a los demás para embajador, creyéndome el más competente y el mejor negociador de sus intereses para con los demás Estados. En este concepto me han enviado a muchas ciudades para los negocios más graves, y las más veces a Lacedemonia. He aquí por qué, puesto que me lo preguntas, vengo aquí pocas veces.
SÓCRATES. —Hipias, eso es lo que se llama ser un sabio y un hombre entendido. Además del mucho dinero que has sacado con las lecciones particulares que los jóvenes han recibido de ti, y de las notables ventajas que éstos han obtenido, tú has hecho un servicio público a tu patria, como conviene a un hombre digno de la consideración y estimación pública. Pero puedes decirme, Hipias, ¿por qué todos esos antiguos filósofos, cuya sabiduría se alaba tanto, Pítaco, Bías, Tales de Mileto y otros más modernos hasta el tiempo de Anaxágoras, todos o casi todos se han negado a mezclarse en los negocios públicos?
HIPIAS. —Será únicamente, Sócrates, porque la debilidad de su juicio fuera incapaz de abrazar a la vez los negocios de los particulares y los del Estado.
SÓCRATES. —¡Por Zeus!, Hipias, ¿crees tú que si las artes se han perfeccionado con el tiempo, y si nuestros artistas exceden en mucho a los de los siglos pasados, vuestro arte, hablo del arte de los sofistas, se haya hecho más perfecto, de suerte que, si se os compara con esos antiguos, que hacían profesión de sabiduría, resultaría que eran unos ignorantes cotejados con vosotros?
HIPIAS. —Así es la verdad.
SÓCRATES. —De manera, que si Bías volviese al mundo, sería un hombre ridículo a vuestros ojos, como Dédalo, que al decir de nuestros escultores, si diese ahora a luz las obras que en otro tiempo le granjearon tanta reputación, hasta sería objeto de befa.
HIPIAS. —Lo que dices, Sócrates, es la verdad; sin embargo, yo no dejo de preferir los antiguos a los modernos, y hacer de ellos las mayores alabanzas, para evitar los celos de los vivos y la indignación de los muertos.
SÓCRATES. —Eso está muy bien pensado y razonado, Hipias, y soy de tu opinión; porque es cierto, que vuestra ciencia se ha aumentado mucho, puesto que abraza al presente la dirección de los negocios particulares y la de los negocios públicos. Cuando Gorgias, el sofista, vino a Atenas en calidad de embajador de los leontinos, se le tuvo en efecto como el más hábil político que había entre ellos. Además de sus arengas, que le honraron mucho para con el público, ¿no dio en particular lecciones a los jóvenes, que le valieron sumas considerables? Nuestro amigo Pródico igualmente, después de haber desempeñado muchas embajadas públicas, últimamente vino a Atenas enviado por los habitantes de Ceos, arengó al senado con aplauso general, y además es increíble lo que le valieron las lecciones particulares que daba a nuestra juventud. Por lo que toca a los antiguos sabios, jamás ninguno de ellos quiso poner su ciencia a precio, ni hacer valer públicamente los conocimientos que había adquirido; tan inocentes eran y tan ignorantes del mérito del dinero. Pero esos dos grandes sofistas de que he hablado, se han hecho más ricos en su profesión, que ninguno de los artistas en la suya, y Protágoras antes que ellos había hecho lo mismo.
HIPIAS. —Verdaderamente, Sócrates, tú no estás al cabo de lo que pasa; si te dijera yo lo que he ganado, te sorprenderías. Solo en Sicilia, donde Protágoras se había establecido con un gran crédito, reuní yo en menos de nada ciento cincuenta minas, y eso que yo era más joven, y él gozaba de una gran nombradía. Solo en la aldea llamada Ínico[1], saqué más de veinte minas. A mi vuelta entregué todo este dinero a mi padre, y lo mismo él que todos nuestros conciudadanos admiraron mi industria; y ciertamente creo haber ganado yo solo más que otros dos sofistas juntos, sean los que sean.
SÓCRATES. —Vaya una cosa magnífica, Hipias, y en eso veo la prueba más positiva de tu superioridad y la superioridad de los demás sofistas de nuestro tiempo sobre los antiguos. Me haces comprender perfectamente la ignorancia de esos sabios de otro tiempo. Anaxágoras, al revés de vosotros, se gobernó tan mal por meterse a filosofar, que habiendo heredado un pingüe patrimonio, lo perdió por su abandono. Otro tanto se ha dicho de todos los demás; y así no podías aducir mejor prueba para demostrar que los sabios modernos valen mucho más que los antiguos. El pueblo también es del mismo dictamen, porque comúnmente se dice que el sabio debe ser en primer lugar sabio para sí mismo, y precisamente el objeto de esa filosofía es enriquecerse. Pero dejemos esto, y te suplico me digas en qué ciudad ganaste más, porque tú has corrido mucho. ¿No ha sido Lacedemonia el punto adonde has ido más veces?
HIPIAS. —No, ¡por Zeus!, Sócrates.
SÓCRATES. —Qué, ¿ganaste allí poco?
HIPIAS. —Nada, absolutamente nada.
SÓCRATES. —Verdaderamente lo que me dices me sorprende mucho; pero dime, Hipias, ¿tu sabiduría no hace más virtuosos a los que conversan y aprenden contigo?
HIPIAS. —Sí,