me parece imposible, según los principios que hemos sentado.
—Protágoras —le dije—, todas estas preguntas que te hago no tienen otro objeto que examinar todas las partes de la virtud, y conocer bien lo que es la virtud misma, porque, una vez conocido esto, aclararemos ciertamente el punto sobre el que tanto hemos discurrido; yo diciendo que la virtud no puede ser enseñada, y tú sosteniendo que puede serlo.
»Y sobre el objeto de nuestra disputa, si me fuese permitido personificarla, yo diría que nos dirige terribles cargos y que se mofa de nosotros, diciéndonos: «¡Sócrates y Protágoras, sois unos pobres disputadores! Tú, Sócrates, después de haber sostenido que la virtud no puede ser enseñada, te esfuerzas ahora en contradecirte, procurando hacer ver que es ciencia toda virtud, la justicia, la templanza, el valor; de donde justamente se concluye, que la virtud puede ser enseñada. Porque si la ciencia es diferente de la virtud, como Protágoras trata de probar, es evidente que la virtud no puede ser enseñada, en lugar de lo cual, si pasa por ciencia, como quieres que los demás lo reconozcan, no se podrá comprender nunca que no pueda ser enseñada. Protágoras, por su parte, después de haber sostenido que se la puede enseñar, incurre igualmente en contradicción, tratando de demostrar que es otra cosa que la ciencia, lo que equivale a decir formalmente que no puede ser enseñada».
»Yo, Protágoras, tengo un sentimiento en ver todos nuestros principios confundidos y trastornados, y desearía con toda mi alma que los pudiésemos aclarar, y querría que, después de tan larga discusión, hiciéramos ver claramente lo que es la virtud en sí misma, para decidir, hecho este examen, si la virtud puede o no puede ser enseñada. Porque me temo mucho que Epimeteo nos haya engañado en este examen, como dices que nos engañó en la distribución que hizo. Así puedo decirte con franqueza, que, en tu fábula, Prometeo me gustó mucho más que el descuidado Epimeteo. Así es que siguiendo su ejemplo, y dirigiendo una mirada previsora a todo lo largo de mi vida, me aplico cuidadosamente al estudio de estas indagaciones; y si quieres, como te decía antes, con el mayor gusto profundizaré contigo todas estas materias.
—Sócrates —me dijo entonces Protágoras—, alabo extraordinariamente tu ardor y tu manera de tratar las cuestiones. Yo puedo alabarme, así lo creo, de que no tengo defectos, y sobre todo estoy muy lejos del de la envidia, y no hay nadie en el mundo menos llevado de esta pasión. Por lo que a ti toca, he dicho a quien ha querido escucharme, que de todos los que yo trato, eres tú el que más admiro, y que, entre todos los de tu edad, no hay ninguno que no esté infinitamente por debajo de ti. Añado, que no me sorprenderé, si algún día tu nombre aparece entre los personajes que se han hecho célebres por su sabiduría. En otra ocasión hablaremos de estas materias, y lo haremos cuantas veces quieras. Por ahora basta, porque un negocio me precisa a ausentarme.
—Marcha a tus negocios —respondí yo—, Protágoras, puesto que así lo quieres. Así como así, hace mucho rato que yo debiera haber partido para ir adonde se me aguarda, y solo por complacer al buen Calias, que me lo suplicó, he permanecido aquí.
Dicho esto, cada uno se retiró adonde le pareció.
Argumento del Hipias Mayor[1] por Patricio de Azcárate
La cuestión de la naturaleza de lo bello es una de las que más han ocupado a Platón. La ha estudiado sucesivamente bajo puntos de vista diferentes en tres de sus diálogos, el Primer Hipias, el Fedro y el Banquete. En esta última obra es donde ha puesto en boca de una mujer, la elocuente extranjera de Mantinea, Diotima, palabras de una elevación y de una grandeza sorprendentes, en las que se resume su verdadero y supremo pensamiento sobre lo bello. ¿Quién no percibe fácilmente el atractivo poderoso de esta idea, expuesta por el más bello genio de la antigüedad griega? El discípulo de Sócrates, el admirador de Fidias, había nacido para meditar sobre la belleza, para desprender la idea de todo elemento engañador o impuro, y para presentarla, en fin, en su principio mismo, con una claridad, una fuerza, una profundidad que no han sido superadas por nadie.
En el Hipias, Platón se ha propuesto refutar una a una las falsas teorías sobre la naturaleza de lo bello, sostenidas antes de él por los poetas o los filósofos, y en su tiempo por los sofistas. En un preámbulo, en el que se ve compensada alguna difusión con la fuerza del talento, Sócrates se entrega a la maligna satisfacción de desenmascarar, en la persona de Hipias de Elea, su interlocutor, el verdadero móvil de los sofistas, que no era la indagación desinteresada de lo verdadero, ni el placer de filosofar, sino el amor al dinero. Para estos magníficos codiciosos parlantes el pueblo más sabio era el que más pagaba; y la confesión de sus empresas afortunadas y de sus percances, en este punto, es a la vez materia de instrucción y de diversión. Desde luego esta sofistería venal se descubre y se desacredita ella misma, y arrastra en su ruina todas las teorías estrechas, erróneas y contradictorias que está encargada de sostener, y que va a proponer sucesivamente al buen sentido y a la perspicaz razón de Sócrates. Es una serie de refutaciones. El Hipias, en este sentido, es un diálogo todo negativo, que prepara y reclama a su vez las teorías de Fedro y del Banquete.
La cuestión tiene su origen en la vanidad del sofista, que, haciendo confianza de Sócrates, le cuenta el triunfo que recientemente ha obtenido en Lacedemonia por un discurso sobre las bellas ocupaciones, convenientes a los jóvenes. Pero, pregunta Sócrates, ¿qué es una ocupación bella? ¿Qué es lo que hace que una cosa sea bella? ¿Qué es, en fin, lo bello? No conociéndolo, ¿podrá decirse dónde se encuentra y dónde no se encuentra? A estas preguntas inevitables, Hipias, muy sorprendido, respondió por lo pronto con rodeos. Confundiendo las cosas bellas con lo bello mismo, propone sin intermisión tres soluciones igualmente estrechas y ligeras. —Lo bello es una mujer bella. —¿Por qué una bella mujer y no una bella yegua, una bella lira, una bella marmita? —Lo bello es el oro. —No, ni más ni menos que el marfil, las piedras preciosas, o cualquier otra sustancia puesta en obra por el arte[2]. —Lo bello es la riqueza, la salud, la consideración, la ancianidad, una muerte honrosa acompañada de magníficos funerales. —De ninguna manera; porque cada una de estas cosas, tan pronto es bella, tan pronto fea, según los hombres, los tiempos, los países, las ideas, el uso que de ellas se hace, y, por consiguiente, no es bella en sí. Y si se toman todas juntas, tampoco presentan una idea suficiente de lo bello, puesto que no siendo aplicables más que a los hombres, y jamás al arte, a la naturaleza, a los dioses, estrechan lo bello, universal por su naturaleza, a un solo género de seres y al menor de todos. —He aquí, en suma, tres teorías insostenibles bajo el mismo concepto, y aunque con diferentes términos, siempre aparece la misma confusión de las dos ideas: la idea del objeto bello, la idea de lo bello en sí.
Mejor instruido por la discusión, Hipias pone más alto sus miras y presenta definiciones, que si no son más verdaderas, son por lo menos más generales, y que valen la pena de ser refutadas con más extensión. La primera es la siguiente: lo bello es la conveniencia. —No, responde Sócrates, porque por conveniencia se entiende el acuerdo que resulta de la reunión de partes que se convienen; el concierto que se produce por una asociación acertada de elementos diversos; en una palabra, la armonía. Y de estas dos cosas, una: o bien las partes que componen un conjunto armonioso son bellas, cada una en sí misma, y entonces no es la conveniencia la que las hace bellas; o bien estas partes no son bellas en sí mismas, y en este caso la belleza, que la unión les presta, es solo aparente y no real. De aquí se sigue rigurosamente, que la conveniencia es aquello que hace parecer las cosas bellas, pero no aquello que las hace bellas. La conveniencia es una ilusión, es la ficción de una falsa belleza.
He aquí la segunda definición: lo bello es lo útil. Lo útil, pregunta Sócrates, ¿no es lo que sirve para un fin? Sin duda. Es preciso, por lo tanto, para tener derecho a asimilar la utilidad a la belleza, que una cosa sea bella solo porque conduce a un fin y es un medio de acción.
Nada más falso. Tomemos, por ejemplo, el más eficaz de todos los medios de acción, el poder, que es lo más útil que hay en el mundo, conforme a la definición misma de lo útil. ¿Y el poder es una