Plato

Obras Completas de Platón


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—Aún un poco de paciencia, te lo suplico, porque añadirá él: «Pero qué, si se comparan las jóvenes con las diosas, ¿no se dirá de ellas lo que se decía de la marmita comparada con una mujer hermosa? ¿La más bella de todas las jóvenes no sería fea respecto a una diosa? Este mismo Heráclito, que acabas de citar, ¿no dice también que el más sabio, el más bello, el más perfecto de los hombres, no es más que un mono cotejado con dios?» ¿Es por consiguiente indispensable, Hipias, convenir en que la más hermosa doncella es fea con respecto a una diosa?

      HIPIAS. —¿Pero puede dudarse de ello, Sócrates?

      SÓCRATES. —Si le concedemos esto, se echará a reír, y me dirá: «¿Te acuerdas, Sócrates, de lo que te pregunté?» «Me acuerdo muy bien», le diría; «tú me preguntaste qué es lo bello». «Así es», me contestará, «y en lugar de satisfacer a mi pregunta, me das por bello lo que según tú mismo tan pronto es bello, tan pronto feo». Le confesaré que lo que dice tiene trazas de ser verdadero; ¿o qué es lo que me aconsejas que le responda, amigo mío?

      HIPIAS. —Es preciso confesarle, que la belleza humana no es nada en comparación con la belleza divina; todo esto es cierto.

      SÓCRATES. —Pero, me dirá, «si desde el principio te hubiese yo preguntado qué es a la par lo bello y lo feo, y me hubieras respondido como lo haces ahora, ¿no me habrías contestado perfectamente? ¿Te parece aún que lo bello en sí mismo, que adorna y hace bellas todas las demás cosas desde el momento que en ellas se muestra, haya de ser una doncella, una yegua, una lira?»

      HIPIAS. —Si te hace esa pregunta, es fácil definirle lo bello que forma la belleza y el adorno de todas las cosas bellas; pero ciertamente ese hombre es un imbécil, que no entiende una palabra de belleza. Respóndele, que lo bello que busca no es otra cosa que el oro, y con eso le tapas la boca; porque no hay duda de que el oro, aplicado a una cosa, de fea que era antes, la hace bella.

      SÓCRATES. —No conoces a este hombre, Hipias, ni conoces su terquedad; no deja pasar nada sin fijarse bien en ello.

      HIPIAS. —No importa, Sócrates. ¿Puede menos de rendirse a la verdad? Si la combate indebidamente, habrá que tratarle como un hombre impertinente.

      SÓCRATES. —Estoy seguro, amigo mío, de que lejos de contentarse con esta respuesta, me dirá burlándose: «Imbécil, ¿crees que Fidias fuese un artista ignorante?» «De ninguna manera», le respondería.

      HIPIAS. —Muy bien.

      SÓCRATES. —Muy bien. Pero cuando le haya dicho yo que tengo a Fidias por un escultor hábil, proseguirá diciendo: «¿Piensas que Fidias no haya sabido lo que es bello?» «¿Para qué me preguntas eso?», le diría yo. «Porque no hizo de oro ni los ojos, ni el semblante, ni las manos, ni los pies de su Atenea, sino que los hizo de marfil; sin embargo, según tú, debió hacerlos de oro para ser enteramente bellos. Ésta es una falta que Fidias cometió por ignorancia, por no haber sabido que el oro hace bellos todos los objetos a que se aplica». ¿Qué se dice a esto, Hipias?

      HIPIAS. —Nada más fácil de responder; diremos que Fidias ha obrado bien, porque el marfil es también una cosa bella.

      SÓCRATES. —«¿Por qué», continuará él, «Fidias no ha hecho de marfil las niñas de los ojos de su Atenea, usando en su lugar la piedra preciosa que se aproximaba más a la blancura del marfil? Y una piedra bella ¿no es también una bella cosa?» ¿Se lo confesaremos, Hipias?

      HIPIAS. —¿Por qué no, cuando cuadra tan bien la piedra?

      SÓCRATES. —¿Y cuando no cuadra, diremos que es fea, o no lo diremos?

      HIPIAS. —Convengamos en que es fea, si no cuadra.

      SÓCRATES. —«¿El marfil y el oro», me dirá en seguida, «puesto que tan entendido eres, cuando cuadran bien, no hacen aparecer bellos los objetos en que se colocan, y por el contrario feos cuando cuadran mal?»

      HIPIAS. —Es preciso confesar que lo que cuadra bien a una cosa la hace bella.

      SÓCRATES. —Continuará él: «Si se pone a la lumbre esa bella marmita, de que hemos hablado, llena de buen condimento, ¿qué cuchara le convendrá mejor, una de higuera o una de oro?»

      HIPIAS. —Ah, ¡por Heracles!, ¿qué hombre es ese, Sócrates? Te suplico que me digas su nombre.

      SÓCRATES. —Aun cuando te lo dijera, no le conocerías.

      HIPIAS. —Cualquiera que él sea, le tengo por un ignorante.

      SÓCRATES. —Es cierto, que es hombre que fatiga con sus preguntas, pero, en fin, ¿qué le diremos, Hipias? ¿De las dos cucharas, la de higuera y la de oro, cuál conviene más a la marmita? Creo que la de higuera, porque da buen olor a las verduras, y con ellas no puede romperse la vasija, lo cual sería una desgracia, porque toda la sustancia se derramaría, el fuego se apagaría y los convidados quedarían a buenas noches. La cuchara de oro causaría todos estos desastres, y por esta razón me parece, que en tal caso debe preferirse la cuchara de higuera a la de oro, a no ser que seas tú de otro dictamen.

      HIPIAS. —No, la cuchara de higuera conviene más, pero no me gustaría en verdad razonar con un hombre que hace semejantes preguntas.

      SÓCRATES. —Tendrías razón, porque no sería justo que un sabio que admira toda la Grecia, tan bien vestido y calzado, escuchase tan humilde lenguaje; pero por lo que a mí toca, me es indiferente conversar con este personaje. Te suplico, pues, que me instruyas antes, y que tengas la bondad de responderme, porque el tal hombre no dejará de perseguirme. Si la cuchara de higuera conviene más que la de oro, es más bella, puesto que has confesado que lo que mejor cuadra a una cosa es más bello que lo que no le cuadra. ¿Habremos, pues, de convenir, Hipias, en que la cuchara de higuera es más bella que la cuchara de oro?

      HIPIAS. —¿Quieres, Sócrates, que de una vez para siempre te dé a conocer una definición de lo bello, que ponga término a estos largos y fastidiosos discursos?

      SÓCRATES. —Mucho gusto me darás en ello; pero dime antes, de las dos cucharas de higuera y de oro, ¿cuál te parece más conveniente y más bella?

      HIPIAS. —Pues bien, di a ese hombre, si quieres, que la de higuera.

      SÓCRATES. —Ahora ya puedes decirme esa otra definición de la que acabas de hablarme, porque con respecto a la de si lo bello es la misma cosa que el oro, fácilmente podríamos probar su falsedad, y que el oro no es más bello que la higuera. Ahora ya puedes decirme tu nueva definición de lo bello.

      HIPIAS. —Voy a decírtelo. Me parece que la belleza que buscas ha de ser tal, que jamás pueda parecer fea en ninguna parte, ni a ninguna persona.

      SÓCRATES. —Eso es lo que yo quiero, Hipias; has comprendido mi pensamiento.

      HIPIAS. —Escucha, pues, y si fuera posible que esta vez me engañara, tendré que confesar mi ignorancia.

      SÓCRATES. —Dilo luego, en nombre de los dioses.

      HIPIAS. —Digo, pues, que en todo lugar, en todo tiempo, y por todo el mundo es siempre una cosa muy bella el buen comportamiento, ser rico, verse honrado por los griegos, alargar mucho la vida, y en fin, recibir de su posteridad los últimos honores con la misma piedad y la misma magnificencia con que han sido dispensados a sus padres y a sus mayores.

      SÓCRATES. —¡Ah!, Hipias, ¡respuesta maravillosa, solución incomparable, muy digna de ti! ¡Por Hera!, admiro la bondad con que te esfuerzas en acudir a mi auxilio. Sin embargo, nuestro hombre se nos deslizará aún, y preveo que se burlará de nosotros más que nunca.

      HIPIAS. —Si se burla, se hará un hombre insufrible; reír, cuando no se tiene qué replicar, es reírse de sí mismo y exponerse a la risa pública.

      SÓCRATES. —Quizá tienes razón, pero también quizá esta respuesta o solución es tal que corre peligro de que no se contente con burlarse, si mis previsiones son exactas.

      HIPIAS. —Cómo, ¿qué hará?

      SÓCRATES. —Si por casualidad tiene un