preceptos. Leí este discurso en Lacedemonia; y a petición de Eudico el hijo de Apemanto, lo recitaré aquí por espacio de tres días, en la escuela de Fidóstrato, con algunos otros tratados dignos de la curiosidad de las personas ilustradas. Desearé que concurras tú y lleves a aquéllos de tus amigos que sean capaces de juzgar.
SÓCRATES. —Así lo haremos, si Dios quiere, pero te suplico, que en este momento me des algunas explicaciones sobre lo que tratamos. Me haces recordar muy a tiempo que el otro día, escuchando un discurso, como criticara yo ciertas partes que encontraba feas y alabara otras que encontraba bellas, un hombre me preguntó muy bruscamente: —¿Quién te enseñó, Sócrates, lo que es bello y lo que es feo? ¿Podrás decirme qué es lo bello? Yo quedé cortado con esta pregunta, y mi estupidez no me permitió responderle en el acto. Después que me retiré, me sentí incomodado conmigo mismo; me eché en cara mi tontería, e hice propósito firme de aprovechar la primera ocasión en que me encontrara con alguno de vosotros, sabios como sois, para que me instruyerais a fondo, y, bien preparado sobre esta materia, ir en busca de mi hombre y presentarle la batalla como de nuevo. Por consiguiente, este encuentro contigo es para mí un acontecimiento afortunado. Enséñame, pues, te lo suplico, qué es lo bello; pero explícamelo con tal claridad, que el tal hombre no se burle de mí una segunda vez; porque tú sabes todo esto perfectamente, y lo que ahora se trata es sin duda el menos importante de tus conocimientos.
HIPIAS. —Es cierto, Sócrates, y esto no merece la pena que se hable de ello.
SÓCRATES. —Tanto mejor, porque así aprenderé yo más fácilmente, y nadie vendrá en lo sucesivo a darme la ley y confundirme.
HIPIAS. —Nadie; porque entonces dejaría yo de ser un hombre muy hábil, y pasaría por un necio.
SÓCRATES. —¡Por Hera!, dices bien, Hipias, si podemos convencer a ese hombre. Pero me permitirás, que suponiéndome yo en su lugar, te importune con las objeciones que podría hacer a su manera, para que así se imprima tu doctrina más profundamente en mi espíritu. Porque en materia de objeciones yo soy fuerte, y, si no te disgusta, te haré la guerra para instruirme mejor de lo que quiero saber.
HIPIAS. —Obra como te parezca. Esta cuestión, como te he dicho, no es de gran importancia, y te enseñaré a responder sobre cosas más difíciles, hasta el punto de que nadie pueda refutarte.
SÓCRATES. —¡Qué bien hablas, Hipias!, entremos en materia, puesto que así lo quieres, y haciendo yo el papel de ese hombre, te interrogaré.
»Si le recitases tu discurso sobre cosas bellas, apenas concluyeras de hablar, te interrogaría en el acto sobre lo bello, porque conozco su manera de preguntar y te diría: —Extranjero de Elis, dime, te lo suplico, ¿los que son justos no lo son mediante la justicia? Ten la bondad de responderme, Hipias, como si fuera él el que preguntara.
HIPIAS. —Sí, son justos mediante la justicia.
SÓCRATES. —¿La justicia es alguna cosa en sí misma?
HIPIAS. —Ciertamente.
SÓCRATES. —En igual forma, ¿los sabios no son sabios mediante la sabiduría, y lo que es bueno no lo es mediante el bien?
HIPIAS. —¿Quién lo duda?
SÓCRATES. —La sabiduría y el bien, ¿son cosas reales? Tú no lo negarás sin duda.
HIPIAS. —Sí, son reales.
SÓCRATES. —Todo lo que es bello, ¿no lo es igualmente mediante lo bello?
HIPIAS. —Mediante lo bello, sí.
SÓCRATES. —Lo bello, por consiguiente, ¿es alguna cosa en sí?
HIPIAS. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Extranjero, proseguirá nuestro hombre, dime ahora, ¿qué es lo bello?
HIPIAS. —¿Su curiosidad no queda satisfecha con saber lo que es bello?
SÓCRATES. —A mi parecer no, Hipias. Él exige y quiere saber qué es lo bello.
HIPIAS. —¿Qué diferencia encuentras entre una y otra cuestión?
SÓCRATES. —¿No hay ninguna a tus ojos?
HIPIAS. —Ninguna, ciertamente.
SÓCRATES. —Es preciso que no la haya, porque eso lo sabes tú mejor que yo. Sin embargo, considera la cosa atentamente. Nuestro hombre no te pregunta por lo que es bello o por las cosas bellas, sino qué es lo bello.
HIPIAS. —Ya te entiendo, y voy a satisfacer tan cumplidamente a su pregunta, que no tendrá ya más que preguntar. En una palabra, Sócrates, puesto que es preciso decirte la verdad, lo bello es una joven hermosa.
SÓCRATES. —¡Por el cielo, Hipias! ¡Tu respuesta es maravillosa, es incomparable! Si yo fuese con esta definición a mi hombre, ¿crees que le satisfaría cumplidamente y que no tendría nada que responder?
HIPIAS. —¡Ah!, ¿qué podría decirte, cuando tú nada le habías dicho que no estuviera apoyado en el sentido común y en la aprobación de todos los que estuvieran presentes?
SÓCRATES. —En buena hora, pero deja, Hipias, que me repita a mí mismo lo que acabas de decir. Este hombre me interrogará poco más o menos en estos términos: «Respóndeme, Sócrates, ¿las cosas que tú dices que son bellas, si lo bello es alguna cosa, serán bellas por lo bello mismo? Y a mi vez sostendré yo que si una hermosa joven es lo bello, es por esto por lo que todas las cosas bellas son bellas».
HIPIAS. —¿Piensas que se atreva a llevar la cuestión más adelante, como si lo que tú has dicho que es bello no lo fuese? Si lo hiciera, ¿no se pondría en ridículo?
SÓCRATES. —De seguro se atreverá, y si tal atrevimiento le pondrá en ridículo, eso es lo que yo no sé; ya se verá el resultado; sin embargo, he aquí lo que me objetará y voy a decírtelo.
HIPIAS. —Dilo, pues.
SÓCRATES. —«¡Cuán complaciente eres, Sócrates!», me diría. «¿Una hermosa yegua no es también una cosa bella? El oráculo mismo de Apolo le reconoce esta cualidad». ¿Qué responderemos nosotros a esto, Hipias? ¿Será preciso confesar que una hermosa yegua es una cosa bella, ni cómo podríamos sostener que lo que es bello no es bello?
HIPIAS. —Es la verdad, Sócrates, y el Dios ha hablado muy bien porque hay entre nosotros yeguas muy preciosas.
SÓCRATES. —Proseguirá él: «¿No diremos, que una hermosa lira es alguna cosa bella?» Habrá que convenir en ello, Hipias.
HIPIAS. —Sin duda.
SÓCRATES. —No parará aquí, porque conozco su manera ordinaria de atacar. —Respóndeme, dirá: «¿una hermosa marmita no es una cosa bella?»
HIPIAS. —¡Ah! Sócrates, no es posible que un hombre sea tan grosero que emplee términos tan rebajados en una materia elevada como esta.
SÓCRATES. —Así es, Hipias, pero no hay que esperar de este hombre cultura; es un grosero que no se cura más que de buscar la verdad. Sin embargo, es preciso responder y yo el primero diré lo que siento. Si una marmita fuese hecha por un ollero entendido, y estuviese bien redondeada, bien lisa y bien cocida, como algunas que se ven con dos asas muy elegantes y seis platos, y el hombre habla de una pieza como esta, será preciso convenir en que es bella; ¿porque como se ha de sostener que lo que es bello no es bello?
HIPIAS. —No puede ser otra cosa, Sócrates.
SÓCRATES. —En seguida me dirá: «¿Una marmita bella es una bella cosa?», respóndeme.
HIPIAS. —Yo creo que sí; un vaso bien trabajado es bello a la verdad, pero si le comparas con una yegua, con una joven hermosa o con otras cosas bellas, no merece ser llamado bello.
SÓCRATES. —Bien comprendo ahora, Hipias, lo que es preciso objetar a nuestro hombre. Yo le diré: «¿Ignoras, amigo mío, la palabra de Heráclito, de que el más bello de los monos es feo cuando se le compara con la especie humana? Yo te respondo en