Alfredo Sanfeliz Mezquita

Por fin me comprendo


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humano es un ser con elevadas competencias y capacidades respecto al resto de seres vivos que conocemos, respetando que hay animales con capacidades muy superiores a las humanas en determinados ámbitos. Basta observar el olfato, el oído, la vista o las condiciones físicas de muchos animales para observar que, en muchos de esos aspectos, son superiores al hombre. Y difícilmente podrá el ser humano superar al perro en fidelidad, docilidad, humildad y espontaneidad para mostrar cariño a los humanos con quienes convive.

      Desde un punto de vista biológico y a pesar de poder uno sentirse muy orgulloso de su superioridad en muchos ámbitos respecto del resto de las especies del mundo animal, me gustaría decir que, según mi criterio, en lo más básico, en lo que verdaderamente nos mueve, compartimos enteramente el por qué y el para qué de nuestra existencia con el resto de seres vivos. Solo consideraciones espirituales o religiosas pueden poner esta afirmación en cuestión.

      En definitiva, todos los seres vivos (como regla general), irremediablemente y nos guste o no oírlo, estamos en la naturaleza con el mandato de sobrevivir y contribuir a que nuestra especie perdure. Y ningún ser vivo se puede escapar de ello, por más que nos cueste aceptarlo y por más que la gama de formas y estrategias con las que el ser humano puede canalizar ese mandato biológico instintivo pueda ser de gran variedad y sofisticación. Es tal esa variedad y sofisticación que puede parecernos que son otras las fuerzas o motivaciones que orientan y condicionan nuestros actos. Pero, dejando a salvo la fuerza de la espiritualidad que desborda cualquier regla biológica, en última instancia todo se encuentra al servicio de nuestra supervivencia y de la conservación de nuestra especie.

      Volviendo a esos aspectos que nos llevan a considerarnos superiores, y a la vista de la larga lista de capacidades y competencias del hombre, me atrevo a afirmar que este es el animal con mayor capacidad de someter a gran cantidad de animales de la naturaleza incluyendo cualquier forma de vida. Pero lo digo con la boca pequeña, pues es verdad que los humanos tenemos capacidad para someter a casi todas las especies de seres vivos que están identificadas, pero es igualmente cierto que cualquier insignificante bicho microscópico, en forma de virus, bacteria, tumor o lo que sea que malignamente se nos meta en el cuerpo, puede acabar con nosotros, a pesar de todo nuestro nivel de desarrollo médico y científico. Parece, por tanto, que algunos de esos animales o «bichos» todavía son superiores a nosotros en ese aspecto, pues a menudo vencen en el pulso con nuestra vida.

      Prefiero también por ello evitar el calificativo de superioridad del hombre pues tiendo a asociarle un juicio moral que me cuesta sostener. Pues, si bien es cierta la magnífica capacidad del ser humano de hacer el bien (entendiendo el término en la acepción espontánea que a cada uno le venga con su lectura), también es innegable su capacidad de hacer el mal, entendiendo también este término desde la espontaneidad y el automatismo de juicio del ser humano, como ser necesariamente sujeto a una moralidad.

      Siendo más lo que nos une que lo que nos diferencia del resto de animales, me gustaría dejar claro que el ser humano comparte con el resto de los seres vivos los cuatro elementos que conforman la vida y que resultan fácilmente apreciables en el caso del hombre:

       Nadie duda, por ser fácilmente apreciable como programación, del instinto de supervivencia y conservación de nuestra especie a través de la reproducción y de la protección de la descendencia.

       Ninguna explicación requiere la existencia de nuestro cuerpo como maquinaria en la que se aloja dicha programación y en definitiva nuestra vida.

       Como animales de sangre caliente también resulta evidente que contamos con cierta energía que mueve componentes físicos de nuestro cuerpo, sosteniendo así la vida en tanto en cuanto la fuente de energía no se apague.

       Y, por último, me parece espontánea e intuitivamente evidente que, como ocurre con el resto de los animales, el sufrimiento y el gozo humano, tanto físicos como psicológicos, están vinculados y constituyen mecanismos al servicio de nuestra supervivencia y de la preservación de nuestra especie.

      Si por el contrario analizamos las peculiaridades que nos hacen diferentes en nuestra condición de humanos, podríamos decir que el ser humano es además un ser necesariamente social que forma parte de una unidad superior que es la sociedad. Pero ello no es del todo exclusivo del hombre pues podría también hablarse de cierta condición social en otros seres vivos, aunque la intensidad y la sofisticación de sus relaciones sea inferior. Desde las comunidades de hormigas o abejas, las manadas de lobos o de leones, hasta cualquier comunidad de células agrupadas por ejemplo en la integración de un ser humano, todas ellas comparten sin lugar a duda una cierta condición social cuyo nivel de sofisticación es desde luego muy variable.

      A lo largo del libro entraremos en contacto con otras peculiaridades del ser humano que son, o al menos parecen, específicas y exclusivas del mismo, tales como el desasosiego y el «deambuleo mental» o «mind wandering» al que nos auto-sometemos, así como su condición religiosa y el hecho de ser «seres morales» que vivimos condicionados por una búsqueda del alineamiento de nuestro comportamiento a normas o principios «vividos como naturales» que determinan nuestro sentido de la justicia. Profundizaremos sobre estas cuestiones en los siguientes apartados de este capítulo.

      Podríamos también decir que el ser humano goza de conciencia, pero ningún factor científico es determinante para decidir a partir de qué punto utilizamos el término «ser consciente» dentro de los distintos niveles de posible consciencia que existen en el mundo animal. En cualquier caso, sí me atrevo a decir que el hombre cuenta con unos niveles de consciencia muy superiores al resto de especies.

      Y en relación con ello, la consciencia indudable de la caducidad de la vida convierte a esta, en el caso de los humanos, en una lucha con dos posibles direcciones, que son a su vez compatibles entre ellas:

       Por un lado, luchamos por el alargamiento de la duración de nuestra vida. Nuestro instinto de supervivencia nos obliga a ello, como les ocurre al resto de los animales. Quizá no tengamos consciencia ni esté en nuestro propósito expreso el alargamiento de la vida, pero de alguna forma sí tenemos una inclinación permanente a defendernos de aquello que la pueda acortar. De hecho, el miedo a la muerte constituye sin duda la mejor motivación para al menos no dejar que la vida se nos acorte. Es la fuerza que nos lleva a «cuidarnos», a mantenernos en forma, a tener comportamientos saludables y a ser equilibrados como si de una «inversión» se tratara para una vida más larga y quizá de mejor calidad.

       Por otra parte, la consciencia de la limitada duración de nuestras vidas y el incentivo natural que nos llama a disfrutar de lo mundano nos produce muchas veces ese sentido o fuerza de la necesidad de «aprovechar» el tiempo de vida, de disfrutar, de vivir el presente, de no estar permanentemente reprimiéndonos etc.

      Y en ambas direcciones, que a veces parecen contradictorias, el paso del tiempo determinará valores y prioridades diferentes en cada fase de nuestro tiempo total de vida.

      Esa contraposición de fuerzas nos lleva a ser en mayor o menor medida cuidadosos y protectores de nuestra propia vida y de la de nuestros seres queridos, o por el contrario a preocuparnos más de «vivir» y menos de «sobrevivir» para alargar la vida.

      Vivimos irremediablemente con el dilema de cómo establecer el equilibrio en esa contraposición de fuerzas. Es un permanente dilema que me lleva a hacerme preguntas como: ¿Es la vida para vivirla y disfrutarla o es más bien para alargarla? ¿Se puede alargar a la vez que se mejora el disfrute de la misma? ¿Cuál es el equilibrio adecuado para gestionar nuestra vida?

      Tengo el convencimiento de que estas preguntas dentro del mundo animal son exclusivas del hombre. Y son las consecuencias de esta conciencia muy ampliada las que nos abren la puerta a los múltiples interrogantes y complejidades que se dan en el ser humano en la gestión de su propia vida. Nos llevan al terreno del «saber vivir» o la «sabiduría para la vida», que es precisamente a lo que trataremos de poner luz a lo largo de este libro.

      Encajando en el mundo

      Si tuviéramos que dar respuesta a las preguntas anteriores, seguramente echaríamos en falta de antemano ciertos otros interrogantes: