Alfredo Sanfeliz Mezquita

Por fin me comprendo


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Antonio Damasio, uno de los neurocientíficos actuales más prestigiosos y gran estudioso del cerebro humano y de su entronque en el funcionamiento de la vida, en su libro El extraño orden de las cosas, desde su ejemplar humildad científica afirma que «es muy natural que el influjo de descubrimientos científicos tan deslumbrantes y poderosos nos haga creer en certezas e interpretaciones prematuras que el tiempo descartará sin piedad».

      Todos los conceptos que existen a ojos del ser humano son creaciones a través de la capacidad creativa unida al lenguaje. La creación de representaciones mentales por alguien, seguida de la trasmisión a otras personas de esas ideas creadas a través del lenguaje, crea conceptos que acaban arraigando en la sociedad. Algunos científicos practicantes de la mencionada arrogancia alegan por ello que Dios no es sino una creación puramente humana. Nadie debe dudar de que la delimitación del concepto de Dios y su propio nombre son, conceptualmente hablando, una creación del hombre, y por ello cada idioma utiliza un distinto término y seguramente una diferente descripción para el mismo en sus diccionarios oficiales. Pero también es una creación del hombre el concepto de montaña, pues esta no es sino una masa de tierra y minerales, y solo existe como montaña desde que el hombre le da sentido de montaña y le pone nombre. Por ello, esa línea irregularmente científica de negarlo la existencia de Dios porque conceptualmente es una creación humana nos llevaría a negarlo todo, incluso el amor y la existencia de montañas.

      No he pretendido demostrar la existencia de Dios ni mucho menos. Pero sí quiero ser crítico y desvirtuar los argumentos de quienes desde la arrogancia científica pretenden exceder los límites de su legitimidad científica para tratar «estúpidamente» de demostrar la no existencia de Dios. Y si lo he hecho no es tanto por entrar en ese debate sino por considerar que, si hablamos del ser humano, resulta fundamental tener presente que, como parte de su naturaleza, está el desasosiego propio de las incertidumbres respecto de su existencia. Y ninguna ciencia humana ha podido, ni tampoco podrá, negar ese desasosiego sin caer en su propia incoherencia científica. Pues cualquier conocimiento científico tiene sus límites donde llega su experimentación y estará condicionado o limitado por el prisma y la perspectiva humana. Jamás el hombre estará libre de esos interrogantes, dudas e inquietudes. Y quien así fuera y así viviera, no sería un humano.

      La importancia del deambuleo mental

      Los humanos tendemos a ser inquietos, cada uno con sus propias inquietudes. Somos también persistentes en maquinar, en juzgar, en vislumbrar hipótesis, anticipar escenarios…

      Me encanta estar, sentirme y vivir las vacaciones como de verdad deben ser. Me encanta que lleguen los fines de semana cuando de verdad me los puedo regalar sin estar sometido a obligación tras obligación. Me gustan porque aparco mentalmente mis obligaciones, o lo que es lo mismo, y en términos coloquiales, «desconecto». Pero soy a la vez consciente de que cuando tengo tiempo libre a menudo se despierta en mí y se conecta en on una función de reflexión y cuestionamiento internos para someter a examen si estoy haciendo lo que debo o si debiera estar haciendo o pensando en algo para mi propio bien o protección. Por ello, lo que más me gusta de las vacaciones es el permiso que me doy para posponer cualquier inquietud o reflexión perturbadora de mi sosiego. Tan pronto aparecen me digo «estás de vacaciones, olvídate y vive el momento, que eso ya lo tratarás a la vuelta».

      Uno de los rasgos o características más claros y singulares del cerebro humano es que cuando no está dedicado a otra tarea tiende a arrancarse para pensar, buscar o cuestionarse si estamos amenazados por algún peligro, anticipando escenarios futuros, cuestionando si podríamos hacer las cosas de manera mejor para nuestra vida o si debiéramos estar haciendo algo que no estamos haciendo. En definitiva, se trata de una actividad cerebral por defecto de otras que nos diferencia de forma radical de otros animales. Aunque puede tener otros nombres, en algún artículo científico he visto referirse a ello como «mind wandering» («deambuleo mental») y me gusta por su paralelismo con ese dar vueltas y vueltas a las cosas sin rumbo fijo como cuando deambulamos. Quizá otros animales puedan compartir algo de ese deambuleo, pero indudablemente en el hombre dicho fenómeno es de muy intenso uso y un alto grado de sofisticación, lo que marca una gran diferencia.

      Me encanta observar a mi perro cuando tiene el estómago lleno y está tranquilo. No me puedo meter en su cabeza, pero no tiene ninguna pinta de estar preocupándose por su futuro. Sencillamente está tranquilo y con pinta de estar disfrutando de su existencia, o al menos parece estar libre de factores mentales perturbadores de su paz interna.

      Lo mismo puede decirse de un ciervo pastando en el campo cuando no le acechan peligros y se echa una vez se encuentra bien alimentado. No parece querer nada más, ni pensar en el día de mañana o preocuparse por si en algún momento hay un incendio en el bosque o llega una sequía.

      Los animales no sufren el desasosiego que sí sufre el humano vislumbrando peligros por todos los lados, pensando todo lo que podría hacer y no está haciendo, preparándose para la vida en el futuro, comparándose con los demás para medir su posición en la sociedad. Y como eso, y cada loco con su tema, muchas cosas más relacionadas con una inquietud por nuestra seguridad, protección, calidad de vida futura, posicionamiento social, etc. En gran medida ese pensamiento por defecto nos priva de agarrar y vivir de verdad el presente. Pues nosotros siempre estamos físicamente en el «aquí y ahora» pero nuestra mente o nuestra cabeza tiende a estar proyectada en otros momentos o en ideas o reflexiones ajenas al presente.

      Se dice que este rasgo es probablemente el mejor mecanismo de supervivencia y el que ha llevado al ser humano a un estadio de desarrollo muy superior al resto de los animales en muchas facultades. De tanto dedicar la cabeza a prevenir, a compararse con los demás, a anticipar peligros, a pensar en cómo prepararnos para las contingencias, desarrollamos unas fortalezas que nos hacen mejores supervivientes en una naturaleza siempre llena de peligros. Además, el desarrollo así alcanzado nos coloca en mejor posición para someter al resto de especies.

      Por ello, desde esa perspectiva debemos estar agradecidos a este mecanismo, pues a él le debemos haber llegado hasta donde hemos llegado en cuanto a desarrollo y evolución. Podemos apreciarlo tanto en aspectos puramente científicos y organizativos, que nos han procurado progresos materiales y de eficacia, como en aspectos artísticos, lúdicos y espirituales, que nos procuran otras satisfacciones probablemente exclusivas del ser humano.

      Pero, a su vez, desde otra perspectiva debemos ser conscientes de que ese mecanismo es también responsable de muchas causas de insatisfacción, desasosiego y pérdida de la paz interior que tanto contribuye a nuestra felicidad. La inquietud y la agitación que proceden del constante cuestionamiento y la reflexión o la insatisfacción por pensar que algo podría ser mejor o más seguro nos expropia en gran medida la vivencia plena y contemplativa del presente que constituye el único vivir pleno y consciente. Por ello, como ocurre con otras funciones o mecanismos del ser humano, el deambuleo mental debe ser administrado adecuadamente si no queremos que una magnífica herramienta de crecimiento y protección se convierta en una esclavitud de la que no podemos liberarnos. Una esclavitud supuestamente al servicio de nuestra supervivencia y la de nuestros descendientes que seguramente no cumplirá su función si nos excedemos en su uso. El exceso puede sin duda provocarnos una pésima calidad de la experiencia «vivida» de la vida. Es claro que llevado al extremo el uso obsesivo de ese mecanismo de pensamiento por defecto será causante de desequilibrios o sufrimientos psicológicos, convirtiendo la vida en la carga de vivirla, lo que puede llevarnos a nuestro propio debilitamiento.

      Empezaba este apartado refiriéndome a las vacaciones y a los descansos dominicales, pues durante los mismos se supone que deberíamos dar también vacaciones a nuestro deambuleo mental. Si no durante todo el tiempo sí al menos en su mayor parte. Pero, lamentablemente, en las sociedades modernas estamos más sometidos a la maquinaria de la sociedad que nos exige cuidar muchos frentes y dar la talla en todos ellos. Y esto provoca que ese descanso real nos lo permitamos demasiado poco. Me llama especialmente la atención observar (así por lo menos lo observo yo) que muchas veces, sin ser muy conscientes de ello, hacemos muchas cosas más para poder «contárselas» a los de nuestro entorno que realmente porque las disfrutemos. O dicho de otra forma, las disfrutamos porque podremos contarlas. En definitiva, nos permitimos poco descansar haciendo nada o lo que realmente nos apetezca, pues hasta