Alfredo Sanfeliz Mezquita

Por fin me comprendo


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trabajando nuestro estatus y atractivo para asegurar nuestra supervivencia social.

      Pocas veces nos permitimos de verdad el paso del tiempo de forma plenamente «inútil» sin que sirva para nada, ni siquiera para contarlo, pues de alguna manera tenemos una cierta obsesión por no «perder» nuestro tiempo. Y de tanto intentar no perderlo a menudo perdemos la purificación y la renovación que produce un verdadero descanso mental. Desconectar ese deambuleo y centrar nuestra atención en la plena vivencia asociada al momento presente en el que estamos es la única forma de verdadera vida, pues solo en el presente se vive. Cuando vivimos con nuestra mente en el futuro o en algo distinto a lo que estamos haciendo llegamos a perder el verdadero y pleno disfrute del momento, perdemos la vivencia auténtica de la experiencia de vida. Siempre me he hecho esta reflexión cuando la gente en los viajes o ante animales, paisajes o situaciones, que solo tenemos durante un breve momento para ver y disfrutar, en lugar de contemplarlos y disfrutar se dedican nerviosos a hacer fotos para inmortalizarlos y poder enseñar después el vídeo o la fotografía en Instagram.

      No resulta nada sencillo aquietar el deambuleo mental y nuestras inquietudes en general. Pero por salud y plenitud interior deberíamos practicar mucho más su aquietamiento. Se trata de conseguir estados de observación y contemplación en los que nada concreto pasa por nuestra mente, más allá de divagaciones inútiles asociadas a las visiones o a los estímulos sensoriales que vamos teniendo. Pero es sumamente complicado para una persona de nuestro tiempo permitirse el lujo de estar sentada una o dos horas sencillamente sin hacer nada, ni pensar en nada de utilidad relacionado con su futuro. Y ello se hace especialmente difícil en una sociedad tan exigente como la nuestra en la que, como ya he dicho, para nuestra supervivencia social nos preocupamos mucho de hacer cosas para contarlas. Ello nos dificulta dedicar el tiempo a cosas maravillosamente simples o sencillas, que cuando se cuentan no resultan socialmente atractivas ni glamurosas ni revierten utilidad para nosotros.

      Por alguna razón pocas escenas nos permiten entrar en situación contemplativa. De forma natural se consigue con mucha facilidad cuando uno contempla el fuego, el discurrir de un río de montaña o el horizonte desde la orilla del mar. Se trata de escenas que provocan miradas que desactivan el mecanismo del deambuleo y nos dejan tranquilos durante un rato. Y creo que lo consiguen por una doble razón. La primera porque el movimiento mayor o menor de la escena «nos distrae» o distrae a nuestra mente al reclamar atención. Por otra parte, son situaciones atractivas de las que podemos alardear con los demás diciendo cosas como «pasé la tarde mirando la chimenea en el campo» o «qué maravilla de semana en la playa sin hacer nada en todo el día». De alguna forma el mindfulness, tan de moda hoy en Occidente, cumple de forma similar la doble función de parar nuestra mente, a la vez que otorga un atractivo social por el glamuroso halo que lo rodea.

      Me encanta la palabra «entretenerse». Es muy común en los pueblos oír que alguien se va a la viña o a la huerta para cuidarla y entretenerse, o que alguien echa muchas horas y se entretiene montando aviones o barcos o haciendo puzles por ser su afición o hobby. También a través de esas actividades uno consigue detener el deambuleo mental, tan destructivo muchas veces en tiempos de ocio, para dedicar su mente a la actividad que le entretiene y absorbe. Entramos por esta vía en un estado «flow» o de fluir en el que se da una gran concentración en lo que se tiene entre manos apartando todo lo demás de la mente. El tiempo en esas situaciones parece que se detiene cuando, paradójicamente y sin darnos cuenta, se nos pasan horas y horas, que parecen minutos. Decimos también frases como «se distrae mucho cuidando las plantas o pintando la casa» pues realmente lo que con ello se consigue es distraer al deambuleo y evitar así que este arranque.

      Al menos en Occidente, a los seres humanos nos cuesta demasiado poner en off nuestra función de pensamiento para pasar simplemente a estar, observar, aceptar el entorno y vivir plenamente como hacen el resto de los animales. El dilema ya planteado sobre si estamos aquí en el mundo para «vivir» la vida (con el deambuleo mental desconectado) o para asegurar nuestra «supervivencia» (con el deambuleo en on) cobra especial relevancia en este tema y nos debería llevar a todos a buscar y encontrar un satisfactorio equilibrio.

      1 Rousseau no usa bitcoins. Editorial Kolima, 2018.

      CAPÍTULO 2. ¿QUÉ NOS MUEVE?

      Aquel que tiene un porqué para vivir

      se puede enfrentar a todos los cómos.

      Friedrich Nietzche

      Las motivaciones, el porqué de nuestras acciones

      Tras haber hablado de lo que es la vida y en concreto de la del ser humano, me gustaría dedicar este apartado a explicar qué es lo que marca la dirección de nuestras acciones o actuaciones. Somos seres que estamos en constante movimiento, acción y pensamiento, y siempre me ha gustado entender el porqué de nuestras acciones, ya sean conscientes e inconscientes.

      Existe indudablemente mucha acción interna en nuestros cuerpos que se desarrolla de forma inconsciente, automática y espontánea, como puede ser la respiración y en general el funcionamiento de nuestros órganos. No dedicaré mucho a explicar cuál es la finalidad u orientación de esa actividad, pues parece claro que toda ella está precisamente al servicio de mantener nuestro cuerpo biológicamente vivo como una mera maquinaria.

      Por ello, cuando hablo de lo que nos mueve me quiero centrar más en aquello, más allá de nuestras funciones vitales, que de alguna forma tiene que ver con actos no reflejos y reiterados. Me refiero a los actos que son propios de lo que llamamos «nuestra conducta» o, lo que es lo mismo, de aquello que desarrollamos de forma decidida ya sea de forma consciente o incluso inconsciente. Tales conductas son resultado del funcionamiento de nuestros mecanismos internos reguladores del comportamiento, que son específicos de cada uno y que nos hacen diferentes en cuanto a personalidad y estilo de comportamiento.

      Al referirme a acciones voluntarias me gustaría aclarar que incluyo en ellas aquellas que efectivamente decidimos y las que «creemos que decidimos» con cierta voluntariedad. Y hago esta precisión pues hoy la neurociencia avanzada cuestiona en gran medida la existencia de una verdadera voluntad. Los científicos explican cómo nuestros comportamientos están en todo momento condicionados por nuestra forma de «ser y estar» en cada instante y por los condicionantes del entorno o ambiente que hemos vivido en el pasado y los que vivimos en el momento de cada acción de nuestra vida, con la influencia de todo lo experimentado desde que estábamos en el útero de nuestra madre y hasta el momento presente. Biológica y neurológicamente hablando, la existencia de una verdadera y pura voluntariedad es muy cuestionable. Y si no existe verdadera capacidad de adoptar decisiones voluntariamente, nadie tiene ninguna responsabilidad como tampoco ningún mérito en relación con lo que hace o deja de hacer. La facultad de hacer o decidir algo el día de nuestro nacimiento viene preconcebida en nuestro cuerpo y evoluciona con la interacción de los estímulos de un tipo u otro del entorno.

      El tema no es ni pacífico ni fácil de digerir. Y pensaremos muchos, como primera reacción, que menuda tontería, pues un bebé de un día es claro que no tiene ninguna capacidad de influir «voluntariamente» en su vida y entorno, y por tanto no puede tomar decisiones. Pero la misma reflexión puede hacerse en el segundo, tercero y décimo día. Pues un bebé de diez días se comportará necesariamente conforme lo determinen sus automatismos de comportamiento. Y ello dependerá de los mecanismos con los que ese bebé vino al mundo, complementados con su evolución, resultante de sumar a lo preexistente el impacto de la interacción con el mundo, consecuencia del azar en su vida y entorno.

      Y quien vuelva a decir otra vez que menuda tontería, pues un bebé de diez días es claro que no tiene tampoco ninguna capacidad verdaderamente propia y voluntaria para condicionar sus actos, de nuevo habrá que darle la razón. Pero de nuevo el mismo fenómeno se producirá después del vigésimo día, del trigésimo, del día 100 o del día 1000 o 10.000 en el transcurso de nuestras vidas. En cada uno de tales días no podemos negar que todo acto ha sido consecuencia de nuestra forma de ser prexistente, de estar programados, de estar desarrollados hasta el instante anterior, a lo que se suma la interacción, influencia y condiciones del entorno en el momento presente. Como corrección a esa afirmación tan dura y determinista algunos devuelven a la voluntad el